Shakespeare llega a España
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Shakespeare llega a España

Ilustración y Romanticismo

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Shakespeare llega a España

Ilustración y Romanticismo

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Desde que el Romanticismo convirtió a Shakespeare en el santo de su máxima devoción, su obra ha ido creciendo en importancia hasta verse reflejada en la plétora de estudios, traducciones, producciones teatrales y películas que hoy se le dedican. Sin embargo, su propio relieve nos hace a veces olvidar que Shakespeare no fue bien acogido a su llegada al continente europeo en el siglo xviii. A España llegó entonces tras pasar por la aduana cultural francesa como el monstruo salvaje descubierto y creado por Voltaire, y trayendo consigo la controversia neoclásica sobre sus vicios y virtudes. La polémica invitaba a tomar partido, y en España lo tomaron y mantuvieron durante varias décadas la mayoría de quienes escribieron sobre él. Si los clasicistas le atribuían multitud de defectos para muy pocas virtudes, después se invirtieron los términos, y el reconocimiento de su excelencia fue haciendo inoperante tal debate.Shakespeare llega a España es un estudio crítico de los hechos y problemas que rodearon la presencia de Shakespeare en nuestro país desde sus primeras manifestaciones en el siglo xviii hasta el Romanticismo, en que finalmente se aceptó y admiró su obra después de varias décadas de rechazos, suspicacias y debates.

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Información

Año
2020
ISBN
9788491142959
1

Nota preliminar

El interés por la presencia de Shakespeare en la cultura española no es nuevo. Lo manifestó por vez primera Daniel López en su “Shakespeare en España” (1882-1883), que abarca desde las primeras traducciones de su obra hasta las representaciones de 1838. Le siguió el estudio más extenso Shakespeare en España (1918), con el que Eduardo Juliá respondió a la iniciativa de Real Academia de premiar la mejor monografía sobre el tema. Dos años después apareció, con el mismo título, otro semejante, de Ricardo Ruppert. Mientras tanto, Alfons o Alfonso Par –usó ambas formas– , un industrial catalán apasionado de Wagner y Shakespeare, fue reuniendo durante tres décadas documentación española sobre el dramaturgo, que culminó en su Shakespeare en la literatura española (1935) y Representaciones shakespearianas en España (1936 y 1939). Quienes venimos estudiando la presencia de Shakespeare en España estamos en deuda con estos trabajos. Al mismo tiempo, nuestro interés en este campo, renovado vigorosamente desde la última década del siglo pasado, nos ha llevado a corregir errores y lagunas en estos estudios, reexaminar y ampliar la documentación pertinente y ofrecer nuevas percepciones.
Mi labor sobre el tema se ha plasmado en diversos artículos, bastantes de ellos escritos en inglés y recogidos en publicaciones nacionales y extranjeras, y como coeditor de Shakespeare en España. Textos 1764-1916 (2007) y de Shakespeare en España. Bibliografía anotada bilingüe (2014). El siguiente paso debía ser un estudio actualizado de los hechos y problemas que han venido rodeando la presencia de Shakespeare en España desde su etapa inicial en el siglo XVIII hasta el Romanticismo, en que finalmente se acepta su obra después de varias décadas de rechazos, suspicacias y debates. A veces la importancia de Shakespeare en nuestros días nos hace olvidar que su llegada a la mayoría de los países europeos, entre ellos España, fue tardía y controvertida, que la controversia fue compleja y que, por tanto, merece ser estudiada con detalle y detenimiento para, al menos, aclarar y, en su caso, revelar los diversos errores y confusiones en que a veces se ha incurrido.
Decía Claudio Guillén que el comparatista es quien se atreve a molestar no pocas, sino muchas veces a colegas y amigos. Si este no es un trabajo de Literatura Comparada, sí que es interdisciplinar, y lo es en un mundo cultural cada vez más parcelado en el que se pueden cometer errores si uno no se atreve a causar esas molestias. Por una parte, el desarrollo de la primera recepción española de Shakespeare en el contexto de nuestra cultura exige contar con conocimientos, a veces muy especializados, de la historia política, literaria y cultural de la España de esos años. Por otra, y como se irá viendo, esta recepción no se produce aisladamente, sino en el marco de su recepción europea, lo que significa que muchas de sus manifestaciones están relacionadas de uno u otro modo, expresa o tácitamente, con otras de índole teatral, literaria o histórica que se originan o debaten en países como Inglaterra, Francia, Alemania o Italia –incluyendo los escritos de españoles que se publican en algunos de estos países–. En ambos casos podrá contarse con bibliografía más o menos conocida, pero esta no siempre nos aclara los problemas y dudas que se nos plantean o nos planteamos y que nos hacen recurrir a esos colegas o amigos. Por otro lado, la abundancia y complejidad de detalles y curiosidades que rodearon la llegada de Shakespeare aconseja un tratamiento selectivo. En algunos capítulos no se puede prescindir de pormenores o curiosidades que son reveladores y necesarios, pero tampoco conviene prodigarse ni perderse en otros muchos que, aun siendo interesantes, no son pertinentes y pueden distraer de la atención a los hechos y problemas centrales.
En consecuencia, he procurado que lo esencial de los temas quede tratado en el cuerpo principal del libro, mientras que lo accesorio –especialmente los detalles, curiosidades u observaciones adicionales menos pertinentes– se recoja en las notas al final. En estas figuran los datos bibliográficos, completos en la primera mención de una obra y abreviados en las siguientes referencias; el índice de nombres y títulos que cierra la edición permite la localización de todas ellas. En cuanto a las citas de obras extranjeras, y salvo que sean de otros traductores, las he trasladado al español para su lectura en el cuerpo principal –los textos originales pueden consultarse en las respectivas notas–. Con excepciones, he actualizado la ortografía de los textos en sus distintos idiomas. También con alguna excepción, las citas en inglés de obras de Shakespeare se atienen a la edición de The Complete Works, de Stanley Wells y Gary Taylor (Oxford: Oxford University Press, 1988), y sus traducciones castellanas, generalmente mías, proceden de mi edición de su Teatro Completo: Tragedias (Madrid: Espasa, 2010); Comedias y tragicomedias (Madrid: Espasa, 2012), y Dramas históricos (Madrid: Espasa, 2015).
Son muchas las personas que me han venido ayudando de diversas formas en la elaboración de este estudio y a quienes debo mi más sincero agradecimiento. De todas ellas quisiera destacar a Isabelle Schwartz-Gastine, José Antonio Ahijado, Dídac Pujol, Ana Peñas, Fernando Durán, Eduardo Varela, Cristina Pina, Guadalupe Soria y Ana Isabel Ballesteros, que no han escatimado tiempo ni esfuerzos en sus respuestas a mis dudas y preguntas. Asimismo, extiendo mi gratitud a instituciones como la Biblioteca Nacional de España, la Biblioteca de Catalunya, la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid, el Institut del Teatre de Barcelona y el Servicio de Préstamo Interbibliotecario de la Universidad de Murcia. Y no debe faltar una mención de reconocimiento a la British Library, la Biblioteca Nacional de Francia, la Bayerische Staatsbibliothek o la Österreichische Nationalbibliothek, cuyos repertorios bibliográficos y fondos digitalizados han sido una ayuda inestimable en la preparación de este trabajo.
2

Introducción

The remarkable thing about Shakespeare is that he is really very good –in spite of all the people who say he is very good.

Robert Graves


En 1838, el escritor José Somoza y Muñoz imaginó a Shakespeare y Cervantes en una conversación “del otro mundo”, en la que debatían sus semejanzas y diferencias y se disputaban sus méritos, hasta ser interrumpidos por Ramón de la Cruz, quien les aseguraba que no tenían motivo para discutir y que podían darse por contentos con la gloria que les había tocado. Somoza daba por supuesto que, al igual que Cervantes, Shakespeare estaba entronizado en “la eternidad” y que así lo verían sus lectores. En nuestro tiempo la obra de Shakespeare está bien asentada en la cultura española, pero su llegada a España en el siglo XVIII estuvo envuelta en más sombras que luces.
Ya en los siglos XVII y XVIII entraron en nuestro país ediciones inglesas de sus obras, que, sin embargo, no tuvieron el menor efecto cultural. Después, la primera nota crítica sobre él, de 1764, mostraría que Shakespeare no llegó a España directamente desde Inglaterra, sino a través de Francia como el monstruo descubierto y creado por Voltaire, y trayendo consigo la controversia clasicista sobre sus vicios y virtudes. Como en el resto de Europa, el debate invitaba a tomar partido, y en España lo tomaron y mantuvieron durante varias décadas la mayoría de quienes escribieron sobre Shakespeare.
Ahora bien, el descubrimiento de Shakespeare en el Siglo de las Luces entrañaba una paradoja. El espíritu de curiosidad intelectual, científica y humanística de la época llevaba a interesarse por otros países y culturas, pero la poética clasicista francesa impedía aceptar plenamente lo extranjero si no se ajustaba a sus reglas y convenciones. Así Shakespeare llegó a ser un fenómeno literario que fascinaba y molestaba: seducían el vigor y la fecundidad de su genio; contrariaban su falta de gusto, su mezcla de lo trágico y lo cómico, de lo noble y lo plebeyo. Aunque con una actitud distinta, la propia crítica inglesa tampoco le ahorraba reproches: en 1725 Alexander Pope elogiaba al dramaturgo, pero afirmaba que sus defectos eran tan grandes como sus méritos. Cuarenta años después, Samuel Johnson criticaba sus tramas y su lenguaje, pero admitía que Shakespeare ya podía asumir la dignidad de un clásico y aspirar al privilegio de la fama establecida.
Es lo que temían los clasicistas franceses. Voltaire lamentó haberlo dado a conocer a sus compatriotas y no dejó de compararlo desfavorablemente con dramaturgos clásicos franceses como Corneille o Racine. En España no escasearían tales comparaciones, pero tomarían otro sesgo: el debate volteriano sobre Shakespeare se utilizaría en buena parte para incorporarlo al que enfrentaba a los clasicistas, partidarios del drama clásico francés, con los tradicionalistas, defensores del teatro áureo español. Como escritor para una escena popular como la isabelina, Shakespeare era equiparable a Lope de Vega o Calderón, y, al igual que ellos, incompatible con dramaturgos de un teatro aristocrático como el neoclásico francés. Para decirlo con otras palabras: al menos en las primeras décadas de su presencia en España, la obra de Shakespeare no interesó por sí misma, sino como parte de un debate francés incorporado a una controversia española.
En cualquier caso, el gradual retroceso del Neoclasicismo fue haciendo más favorable la aceptación de Shakespeare, y la llegada del Romanticismo confirmaría una inversión en los términos de la controversia: si para los clasicistas Shakespeare adolecía de numerosos defectos para tan pocas cualidades, para los prerrománticos y románticos sus numerosas cualidades le redimían de sus posibles defectos. Además, en Alemania e Inglaterra, figuras como August Wilhelm Schlegel o Samuel Taylor Coleridge explicarían el movimiento romántico y la obra de Shakespeare según un marco de conceptos que hundiría en la inoperancia la disputa volteriana. Al final, la poética de las reglas cedería a la poética del genio, y Shakespeare estaría en el centro de los debates y transformaciones que llevaron del Neoclasicismo al Romanticismo, y con él a una abierta aceptación de su obra.
Ahora bien, los cambios no fueron rápidos. Ciertamente, en Francia se había creado una anglomanía que obró a favor de Shakespeare, y no faltaron tendencias que propiciaron la primera traducción francesa de su teatro completo (1776-1783) –una versión muy de su época que al menos daba a sus lectores una idea del dramaturgo–. Entre tanto, crítica y público se iban haciendo más receptivos a su obra. Sin embargo, el mundo de la escena era otra cosa: si Shakespeare subía a las tablas, tenía que hacerlo en adaptaciones neoclásicas que se apartaban de los originales y se sometían a las reglas clasicistas. Y el teatro romántico francés no logró frenar del todo esta práctica, que continuó hasta mediados del siglo XIX.
En España no hubo tal anglomanía, ni tampoco una traducción completa de sus obras en aquellos años; tan solo la de Hamlet, de Leandro Fernández de Moratín (1798) –el teatro completo de Shakespeare no se tradujo al español hasta bastantes años después– . En cuanto a representaciones, la escena española se atuvo a los usos de Francia y, desde el Hamleto (1772), sus dramas se estuvieron representando en adaptaciones neoclásicas, la gran mayoría francesas. Respecto a las opiniones sobre Shakespeare de escritores y críticos del siglo XVIII, buena parte de ellos lo juzgaban desde una óptica clasicista y eran, por tanto, contrarios a su obra. Tal vez no lo fuera un Cadalso, aunque tampoco sería muy útil a los lectores su referencia a los dramas de Shakespeare como “lúgubres, fúnebres, sangrientos, llenos de spleen y cargados de los densos vapores del Támesis y de las negras partículas del carbón de piedra” –como tampoco serviría de mucho que años más tarde un influyente ensayo francés favorable a Shakespeare explicase sus tragedias como productos de “las brumas y el spleen ” de su país–. En cambio, los opuestos a Shakespeare lo juzgaban tajantemente según las reglas neoclásicas y sin rodeos ni vaguedades retóricas. El jesuita Juan Andrés, que lo citaba en inglés, criticaba la idolatría de que estaba siendo objeto por parte de “aquellos mismos que nunca le han leído o que, aun leyéndole, no están en estado de entender su lenguaje” –una práctica en la que incurrían igualmente los clasicistas que hablaban de él de oídas y que perdura hasta nuestros días–. Juan Andrés desgranaba los defectos que a su juicio empañaban las obras de Shakespeare, negándose a ver en ellas las bellezas que otros elogiaban. Y añadía: “… aun cuando realmente las hubiese, no tengo por oportuno, ni juzgo bien empleado el trabajo de buscarlas en medio de tantas inmundicias”. No le fue muy a la zaga el neoclásico Moratín, que tradujo a Shakespeare con “la admiración de un enemigo”. Frente a tales juicios harían de contrapeso opiniones bien distintas y más razonadas, en especial las de críticos extranjeros y las lecciones de Hugh Blair, traducidas, respectivamente, en la prensa y en ediciones españolas.
En los primeros años del siglo XIX no abundaron los escritos sobre Shakespeare. La mayoría de ellos eran breves y continuaban el debate iniciado en el siglo anterior sobre sus vicios y virtudes. Después, la invasión francesa, sus efectos y el primer reinado absolutista de Fernando VII explican el silencio de la crítica sobre el dramaturgo que se observa entre 1808 y 1817. Con todo, fue en esos años cuando se representaron por vez primera dramas como Otelo, Romeo y Julieta y Macbeth, aunque siempre traducidos de adaptaciones neoclásicas, algunos de los cuales se repondrían en las décadas siguient...

Índice

  1. Índice
  2. 1. Nota preliminar
  3. 2. Introducción
  4. 3. Primeras ediciones: Valladolid y la Inquisición
  5. 4. Nifo, Voltaire y los ingleses
  6. 5. La aduana francesa: el Hamleto
  7. 6. Shakespeare, Voltaire y los jesuitas desterrados
  8. 7. La prensa habla de Shakespeare. 1782- 1797
  9. 8. Moratín, su Hamlet y otros
  10. 9. Las Lecciones de Hugh Blair
  11. 10. Siglo XIX. La crítica de la primera década
  12. 11. Otelo y la “otelomanía”
  13. 12. Llegan Romeos
  14. 13. Macbeth, Macbet, Macbé
  15. 14. Mora, Böhl de Faber, Schlegel
  16. 15. Los expatriados y su descubrimiento de Shakespeare (I)
  17. 16. Los expatriados (II). El caso de Blanco White
  18. 17. Ricardo III y Los hijos de Eduardo. El “justo medio” y lo romántico
  19. 18. Macbeth, 1838: la frustración de un Shakespeare “auténtico”
  20. 19. Shakespeare y el eclectismo crítico