¿Qué pasa con Kansas?
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¿Qué pasa con Kansas?

Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos

Thomas Frank, Mireya Hernández Pozuelo

  1. 460 páginas
  2. Spanish
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¿Qué pasa con Kansas?

Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos

Thomas Frank, Mireya Hernández Pozuelo

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La historia que explica la fuerza del TEA PARTY y por qué la izquierda ya no entiende la furia de la gente común."El enigmático espectáculo de un suicidio colectivo a gran escala siempre resulta fascinante. Pensemos en los cientos de seguidores de la secta de Jim Jones que ingirieron, obedientes, veneno en su campamento de la Guyana. En el terreno económico, eso mismo está sucediendo hoy en Kansas. Ése es el objeto de este excelente libro de Thomas Frank. La sencillez de su estilo no debe impedir que veamos su análisis político afilado como una cuchilla. Fijando su atención en Kansas, cuna de la revuelta populista conservadora, Frank describe con acierto la paradoja fundamental de su construcción ideológica: el desfase, la falta de cualquier conexión cognitiva, entre los intereses económicos y las cuestiones 'morales'. ¿Qué sucede cuando la oposición de clase de base económica (agricultores pobres y obreros contra abogados, banqueros y grandes empresas) se traspone/codifica como la oposición entre los honrados trabajadores cristianos y buenos americanos por un lado, y los progresistas decadentes que beben café a la europea y conducen coches extranjeros, defienden el aborto y la homosexualidad, se burlan del sacrificio patriótico y del estilo de vida sencillo y 'provinciano'? Si ha habido alguna vez un libro que deba leer quien esté interesado en las extrañas torsiones de la política conservadora de hoy, ése es ¿Qué pasa con Kansas?" (Slavoj Žižek) Esta edición de ¿Qué pasa con Kansas? incluye notas de Thomas Frank sobre la campaña electoral de 2008.

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EPÍLOGO I

EN EL JARDÍN DEL MUNDO

En 1965, el año en que nací, mi familia todavía vivía en el área residencial de clase trabajadora de Shawnee, en Kansas City, una colonia modesta en el extremo occidental de la ciudad, al otro lado de las vías del tren a Santa Fe. Es un lugar donde la ciudad se convierte gradualmente en campo, abundan las parcelas de cultivo de soja y no hay árboles altos que puedan oscurecer la luz que ofrece el amplio cielo azul de Kansas. Era un paraíso de los “trabajadores”, según recuerda ahora mi padre, un lugar de casas de ranchos y viviendas de dos plantas donde habitaban vendedores de aparatos, mecánicos y empleados de la planta gigante que tenía Bendix en la frontera del estado: gente optimista, tipos que se habían educado en los programas de enseñanza que el ejército reservaba para los ex combatientes, con casas en las que había televisores de color en grandes armarios de caoba falsa. Para ellos el mundo aún no se había echado a perder; si alguien les hubiera dicho que un día estarían entregados a algo como Fox News, una red de noticias que no ofrece al espectador nada salvo tortura –imágenes constantes de un mundo depravado en el que, según este canal, no pueden intervenir para arreglar la situación–, hubieran pensado que estaba loco.
En Shawnee todavía se percibe la sensación de un lugar con una energía gastada, en el que el tiempo llegó y pasó, como una de esas poblaciones abandonadas que se construyeron en la parte occidental del estado durante algún estallido inexplicable de optimismo en los ochenta. Cuando paso ahora por el viejo barrio, soy el único peatón en la calle, una visión tan poco frecuente que los coches frenan para mirarme mejor. La escuela primaria a la que asistió mi hermano –con B47 surcando el cielo mientras él brincaba en los columpios– está a punto de cerrar para siempre. No queda ni rastro de los ejércitos de niños que solían corretear por las calles. Aunque esos niños tampoco serían muy bien recibidos en la nueva Shawnee, donde no es raro ver montones de chatarra oxidada, rottweilers amenazantes y carteles poco acogedores que indican “Prohibido el paso”. La iglesia luterana que me impresionaba a los cinco años con su atrevida imagen modernista de los años sesenta parece hoy un chapucero andamio en forma de A, lleno de desconchones y abandonado en medio de la mala hierba. El centro comercial que estaban construyendo el verano que mi familia se mudó a Mission Hills ha pasado por todas las fases del mundo y va decayendo de forma irreversible para convertirse en una auténtica ruina urbana. En la actualidad todos los establecimientos están vacíos excepto una sala de billar, un centro de karate y la inevitable tienda de antigüedades.
La implacable amargura ideológica que hay en el estado ha alcanzado aquí el nivel de saturación. La parte oriental de Shawnee sigue siendo una zona residencial de clase trabajadora, pero tras tres décadas de destrucción de los sindicatos y estancamiento de los salarios, este tipo de barrios son muy distintos a lo que eran antes. En Shawnee aún se defiende con mayor pasión que en cualquier sitio del estado eliminar los fondos para la educación pública, erradicar las investigaciones con células madre, la reducción de impuestos y la postración ante el trono del mundo financiero. Esta zona es conocida por haber enviado los más fervientes antievolucionistas al consejo de educación del estado y por haber elegido a la política más conservadora de todo Kansas, una mujer que utiliza la historia de su desgraciada vida para adornar sus constantes exigencias al gobierno local de que haga lo que sea para disminuir las cargas al mundo empresarial. Las oficinas de Kansas for Life, el antiguo grupo de Tim Golba, ocupan uno de los locales del moribundo centro comercial y también se encuentra aquí la sede de campaña de Phill Kline, en una grandiosa estructura prefabricada que se levanta sobre una parcela cubierta de hierbajos a tres bloques de la antigua residencia de los Frank.
Hace tiempo el Wall Street Journal publicó un artículoreportaje sobre un lugar “donde el odio mata el hambre”, donde una clase dirigente manipuladora ha explotado durante décadas a una población empobrecida al tiempo que sembraban entre ellos una cultura de victimización que reconduce la furia popular de forma persistente hacia un misterioso y cosmopolita Otro. En esta tierra trágica los agravios culturales irresolubles se elevan, de forma inexplicable, por encima de los de carne y hueso, y el interés por la economía propia se ve eclipsado por mitos enfebrecidos de autenticidad y justicia nacional pisoteadas.
El objetivo del reportaje era describir los estados árabes en su conflicto con Israel, pero cuando lo leí pensé inmediatamente en mi querida Kansas y en el papel que escenarios como Shawnee juegan en el mito populista del conservadurismo. Las bases del conservadurismo, es decir, los círculos empresariales, han sido los que más fruto han sacado de las tendencias que tanto daño han hecho aquí. Pero los intelectuales conservadores contrarrestan este efecto ofreciendo la irresistible alternativa de convertirnos en víctimas. Nos invitan a ocupar nuestro lugar en la mitología popular del humilde americano medio, virtuoso y sufriente, aplastado por una élite esnob que inunda el interior del país con su filosofía extranjera.
Cierto, reconocen los ultraconservadores, las cosas han empeorado mucho en el mundo agrícola y en las pequeñas ciudades, pero así son los negocios. Simplemente son las fuerzas de la naturaleza. La política es diferente: la política trata del arte blasfemo y de litigios absurdos presentados por abogados enloquecidos y sofisticadas estrellas del pop que no respetan el país. La política es cuando la gente de una pequeña población, después de vivir con los estragos que han causado Wal-Mart y ConAgra, decide alistarse en la cruzada contra Charles Darwin.
Pero el Contragolpe ofrece algo más que esta identidad de clase precocinada. También proporciona una forma general de entender el bombardeo de la cultura de masas en la que vivimos. Tomemos, por ejemplo, el tópico sobre los progresistas que tanto aparece en la visión del Contragolpe: arrogante, exquisito, moderno y todopoderoso. En mi experiencia del mundo real no me he encontrado con nada de eso. Son un grupo variado de gente que protesta –por lo general gente empobrecida que protesta– con tanta influencia en la política estadounidense como la que tiene una cajera de unos grandes almacenes en la estrategia de la empresa para la que trabaja. Pero esto tampoco es un secreto, sólo hace falta leer The Nation o In These Times o la revista que reciben los miembros del sindicato United Steelworkers y te haces rápidamente a la idea de que los progresistas no hablan en nombre de los poderosos y los ricos.
Pero si hojeamos la revista People la impresión sobre los progresistas es bien diferente. Salen estrellas de cine que van a fiestas benéficas para causas como los derechos de los animales y los “desfavorecidos”. Cantantes que fueron famosos en los setenta expresan con su mejor traje de gala su preocupación por estas o aquellas víctimas. Famosos segundones de la televisión le dicen al mundo que deje de decir cosas malas sobre la gente con sobrepeso o los discapacitados. Y gente guapa de todas las razas viste a la última y transgresora moda, compran obras de arte transgresoras, comen en carísimos restaurantes transgresores y se irritan mostrando su cara sensibilidad punk o su cara imagen ecológica.
Aquí el progresismo es una cuestión de apariencia superficial, de vacía superioridad moral; es arrogante y condescendiente, un tipo de política en la que los guapos y bien nacidos le dicen a la plebe pisoteada y mal vestida cómo tiene que comportarse, lo que tienen que hacer para dejar de ser racistas y homófobos, lo que tienen que hacer para ser gente mejor. En un país en el que los principales elementos que forman el pensamiento de la gente sobre las posibilidades de la vida son la televisión y el cine, no cuesta llegar a la conclusión de que vivimos en un mundo dominado por los progresistas: dibujos animados feministas para niños de diez años, seguidos de anuncios de desodorantes inconformistas; familias enteras que se parten de risa por un chiste sexual; incluso los programas para bebés tienen canciones en las que se indica cómo ser más enrollado.
Al igual que en cualquier otro sector, el negocio de la cultura existe en primer lugar para aumentar la riqueza propia, no la del Partido Demócrata. El objetivo de tener más espectadores adolescentes, por ejemplo, es lo que ha hecho que los chistes sexuales sean un clásico y no porque se pretenda favorecer a los progresistas en las elecciones. Alentar la identificación con un grupo y la expresión personal a través de productos es, de igual modo, el pan nuestro de cada día del consumismo, no de la ideología de izquierdas. Todas estas cosas forman parte de los fundamentos de la industria del entretenimiento. Están expuestas a la influencia de los ofendidos votantes estadounidenses tanto como lo está el ocupante del trono danés.
La incapacidad para comprender esto es una fuente de fuerza para el Contragolpe. Sus líderes montan en cólera contra la cultura progresista de Hollywood. Sus votantes logran echar a los progresistas de sus puestos de poder y después se sorprenden al ver que Hollywood ni se inmuta. Meten una legión de fanáticos del mercado libre en Washington y la industria cultural sigue sin darse por enterada. Pero al menos los políticos del Contragolpe que eligen están dispuestos a hacer algo distinto a los progresistas: se presentan en el Senado de EE.UU. y dicen que ‘no’ a todo. Y esto es lo esencial: en un mundo mediático en el que lo que la gente grita eclipsa lo que están haciendo, el Contragolpe vende la idea de ser el único disidente, el único movimiento que abre la puerta a los no sofisticados, a los que no saben vestir a la moda, a los devotos, a la gente que es el hazmerreír de los productos que dominan el mundo del entretenimiento. En este sentido el Contragolpe se está convirtiendo en el eterno alter-ego de la industria cultural, un rasgo de la vida americana tan permanente y extraño como el mismo Hollywood.
Pese a que rechaza la industria cultural, el Contragolpe también la imita. El conservadurismo proporciona a sus seguidores un universo paralelo, repleto de los mismos atractivos pseudoespirituales que la cultura dominante: autenticidad, rebelión, nobleza de las víctimas, incluso individualidad. Pero el parecido más importante entre el Contragolpe y cultura comercial dominante es que ambos se niegan a analizar críticamente el capitalismo. De hecho, la eliminación total de lo económico que encontramos en el populismo conservador sólo podría tener lugar en una cultura como la nuestra donde la política material ya ha mutado y lo económico ha sido sustituido en gran medida por las mencionadas satisfacciones pseudoespirituales. Esta es la mentira fundamental del Contragolpe, la estrategia manipuladora que hace posible todo ese disparatado espectáculo. Con todo su rechazo y su negativismo, se niega firmemente a contemplar que los ataques a sus valores, los agravios y el desprecio de Hollywood son todos productos del capitalismo, de igual manera que las hamburguesas de McDonald’s y los Boeing 737.
¿Quién tiene la culpa de este paisaje de distorsión, paranoia y de gente con buenas intenciones que ha perdido la razón? He dedicado gran parte de este libro a enumerar las formas que tienen los votantes de Kansas de elegir políticas autodestructivas, pero también me parece igual de evidente que los progresistas tienen una gran parte de culpa del fenómeno del Contragolpe. Es posible que los progresistas no sean los monstruos conspiradores todopoderosos que describen los conservadores, pero sus errores son pese a todo obvios. En algún momento de las cuatro últimas décadas, la ideología progresista dejó de ser relevante para grandes grupos de sus bases tradicionales, y se puede afirmar ciertamente que ha perdido lugares como Shawnee y Wichita con la misma certeza con la que podemos señalar que el conservadurismo los ganó.
Esto se debe en parte, en mi opinión, a la reacción más o menos oficial del Partido Demócrata a su creciente fracaso. El Consejo de Liderazgo Demócrata (DLC), la organización que produjo dirigentes como Bill Clinton, Al Gore, Joe Lieberman y Terry McAuliffe, lleva mucho tiempo presionando al partido para que olvide a los votantes de las clases trabajadoras y se concentre en grupos de profesiones liberales, más ricos y progresistas en cuestiones sociales. Los grandes intereses a los que el DLC quiere cortejar a toda costa son los grandes grupos empresariales, capaces de generar contribuciones a las campañas que superan con mucho los fondos que recauden las organizaciones de trabajadores. La forma de obtener los votos y –lo que es más importante– el dinero de estas codiciadas bases, según piensan los “nuevos demócratas”, es mantenerse inamovibles en temas como por ejemplo el derecho al aborto al tiempo que se hacen interminables concesiones en cuestiones económicas, prestaciones sociales, el NAFTA, la Seguridad Social, la legislación laboral, la privatización, desregulación y demás. Estos demócratas descartan de manera explícita lo que denominan con desprecio como “guerra de clases” y se esfuerzan en sintonizar con los intereses empresariales. Al igual que los conservadores, quitan la economía del menú. En cuanto a los votantes de clase trabajadora que hasta ahora eran el eje del partido, el DLC parte de la idea de que no tendrán a otro partido al que recurrir; los demócratas siempre serán ligeramente mejores en temas económicos que los republicanos. Además, ¿qué político en este país enamorado del concepto del éxito quiere ser la voz de la gente pobre? ¿Qué dinero se saca de eso?
Esta es, resumida drásticamente, la estrategia vergonzosamente estúpida que ha dominado el pensamiento demócrata de forma intermitente desde los días de la “nueva política” de principios de los sesenta. Con el tiempo ha obtenido muy pocos éxitos: hay que recordar que la palabra yuppie se acuñó en 1984 para describir a los seguidores del candidato presidencial Gary Hart1. Pero, como ha señalado el comentarista político E. J. Dionne, el principal efecto a largo plazo ha sido que los dos partidos se han convertido en “vehículos de defensa de los intereses de la clase media alta” y el viejo lenguaje de la izquierda ha desaparecido rápidamente del universo de lo respetable. Los republicanos, por su parte, han estado ocupados creando su propio lenguaje de clase de derechas, y mientras hacían un llamamiento populista a los votantes de las clases trabajadoras, los demócratas estaban barriendo y metiendo debajo de la alfombra a estos votantes –sus bases tradicionales–, echando a sus representantes de las posiciones que ocupaban en el partido y arrojando los temas que interesaban a estos grupos al basurero de la historia. Habría sido difícil inventar una estrategia más desastrosa para los demócratas2. Y el desastre sigue su curso. Por mucho que se esfuercen en hacer ajustes, las pérdidas se van sumando.
No obstante, resulta curioso que los demócratas del DLC no estén preocupados. Parecen esperar al día en que su partido se convierta en lo que David Brooks y Ann Coulter afirman que es ahora: una congregación de los ricos y los que creen estar en posesión de la razón. Mientras los republicanos se sacan de la manga el venenoso estereotipo de la élite progresista, los d...

Índice

  1. NOTA EDITORIAL: Historia de un Doppelgänger
  2. ¿QUÉ PASA CON KANSAS?
  3. Introducción
  4. PRIMERA PARTE: Misterios de las grandes llanuras
  5. SEGUNDA PARTE: La furia que va más allá de lo comprensible
  6. Epílogo 1: En el jardín del mundo
  7. Epílogo 2: El Apocalipsis de la guerra de valores (enero 2005)
  8. NOTAS SOBRE LA CAMPAÑA A LAS ELECCIONES PRESIDENCIALES DE ESTADOS UNIDOS DE NOVIEMBRE DE 2008
  9. OVER THE RAINBOW