La época de los banquetes
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La época de los banquetes

Historia de la bohemia y las vanguardias en el París de la "Belle Époque"

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La época de los banquetes

Historia de la bohemia y las vanguardias en el París de la "Belle Époque"

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Durante la llamada Belle Époque, París se convirtió en el centro cultural del mundo. Un período en el que la relativa paz, los avances científicos, tecnológicos y las nuevas obras de ingeniería invadían un mundo en el que la ociosa burguesía buscaba salir de su hastío con la celebración de grandes banquetes, fiestas donde corría el champán, y las mujeres y hombres abrazaban el adulterio sin sonrojo y los grandes acontecimientos mundiales celebraban cada nuevo invento como una carrera hacia un futuro sin límites a la imaginación.París era una ciudad bulliciosa en la que los artistas estaban agitando las reglas establecidas, era el período de la Bohemia, de los espectáculos de cabarets, de los grandes viajes a tierras ignotas en búsqueda de nuevos paraísos. Un cóctel ideal para crear nuevas formas artísticas que mostraran una visión del mundo nueva y vanguardista. Los llamados artistas bohemios, desde los pintores callejeros, músicos de taberna o escritores experimentales, buscaban contentar a los espectadores ávidos de un nuevo discurso. Así nacen las vanguardias artísticas que cambiarían nuestra concepción del mundo del arte para siempre. Shattuck escoge en este libro a cuatro representantes como ejemplo del período, un poeta, Apollinaire; un pintor, Henry Rosseau; un músico, Erik Satie, y un escritor, Alfred Jarry, cuyas vidas y su búsqueda de nuevos registros son representantes perfectos de esta época y nos sumerge en este París loco, divertido y creativo, pero también despiadado y exagerado.La época de los banquetes desde su publicación ha sido considerada como una de las mayores aportaciones a la comprensión de un período crucial en las artes del siglo xx; el período en el que las vanguardias artísticas nacen de la necesidad de explicar un mundo nuevo y se abren camino para cambiar la percepción hasta entonces establecida.

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Información

Año
2020
ISBN
9788491142966
Categoría
Historia
1

Los buenos tiempos

Los franceses la llaman la belle époque: los buenos tiempos. Los treinta años de paz, prosperidad y disensión interna que se sitúan en torno a 1900 se nos presentan con colores brillantes, casi chillones. Sentimos mayor nostalgia al evocar ese período tan cercano que al evocar la antigüedad de la que nos separan veinte siglos. Y hay una razón. Esos años son la infancia bulliciosa de nuestra época; ya vemos su alegría y tristeza transfiguradas.
Para París fueron la Época de los Banquetes. El banquete se había convertido en un rito supremo. La capital cultural del mundo, que creaba las modas en el vestir, las artes y los placeres de la vida, celebraba su vitalidad en torno a una larga mesa cargada de comida y vino. Parte del secreto de la época radica en ese aspecto superficial. El ocio de la clase alta –debido no a una jornada de trabajo más corta, sino a que los propietarios pura y simplemente no trabajaban– produjo una vida de ostentación, frivolidad, buen gusto y relajación moral. La única barrera para el adulterio desenfrenado era el corsé de ballena; más de una esposa descarriada, cuando regresaba ante su cochero, que la había estado esperando, tenía que ocultar bajo su abrigo el hato de ropa interior que su amante no había tenido habilidad para ajustar otra vez en torno a su torso. Las comidas burguesas alcanzaban tales proporciones, que hubo de introducirse un intervalo de sorbetes entre los dos platos de ave. Los ricos, exentos de impuestos, vivían con un lujo descarado y embrutecían sistemáticamente al peuple con un periodismo venal, promesas alentadoras de progreso y de expansión imperial y ajenjo barato.
En la belle époque la política encontró un equilibrio sorprendentemente estable entre la corrupción, la convicción apasionada y la comedia vulgar. El apuesto y popular Príncipe de Gales despreciaba las atracciones de Londres y pasaba sus veladas dando fiestas en el restaurante Maxim’s y no cambió totalmente de costumbres al convertirse en Eduardo VII. Era la época de las lámparas de gas y los ómnibus tirados por caballos, del Moulin Rouge y el Folies Bergére, de la cocina cordon-bleu y las manifestaciones feministas. Los camareros de los cafés de París tuvieron el valor de hacer huelga para reivindicar su derecho a llevar barba; a finales de siglo no se podía ser varón ni republicano sin ella. Los artistas intuían que su generación anunciaba un fin y un comienzo. Ningún otro período tan breve de la historia ha visto el surgimiento y la caída de tantas escuelas, camarillas e ismos. En medio de esa agitación, el elegante fenómeno del salon decayó tras un último florecimiento efímero. El café pasó a primer plano, la intranquilidad política estimuló la innovación en las artes y la sociedad dilapidó sus últimos vestigios de aristocracia. El siglo XX no pudo esperar quince años para la fecha de su advenimiento; nació, gritando, en 1885.
Todo empezó con un velatorio y unas exequias como no se habían celebrado jamás en París, ni siquiera para los reyes. En mayo de 1885, cuatro meses después de un monumental banquete nacional para celebrar su octogésimo tercer aniversario, murió Victor Hugo. Dejó el siguiente testamento: «Doy cincuenta mil francos a los pobres. Deseo que se me conduzca hasta el cementerio en uno de sus coches fúnebres. Rechazo las oraciones de todas las iglesias. Pido una plegaria a todos los vivos. Creo en Dios.» Cuatro años antes, durante la celebración pública de su octogésimo aniversario, cumplido en plena vitalidad, se había rebautizado oficialmente con su nombre la Avenue d’Eylau, donde vivía. Ahora sus restos mortales estuvieron expuestos durante veinticuatro horas sobre una urna gigantesca que ocupaba el Arco de Triunfo y custodiaban por turnos de media hora muchachos vestidos de griegos. A la caída de la noche, la festiva muchedumbre no pudo contenerse más. «Noche del 31 de mayo de 1885, noche de vértigo, disoluta y patética, en que París se entenebreció con los vapores de su amor por una reliquia. Tal vez la gran ciudad intentara reparar su pérdida. (...) ¡Cuántas mujeres se entregaron a amantes, a extraños, con auténtico furor para concebir a un inmortal!» Lo que el novelista Bares describe así (en un capítulo de Les déracinés titulado «La virtud social de un cadáver») sucedió en público a unos metros de la apoteosis de Hugo. De la interminable procesión que recorrió París el día siguiente hasta el Panteón, lugar de la inhumación, formaban parte varias bandas de música y todas las figuras políticas y literarias del momento y hubo discurso y numerosas muertes de personas aplastadas por la multitud. Hubo que secularizar la iglesia expresamente para aquella ocasión. Mediante esa ceremonia orgiástica Francia se deshizo de un hombre, un movimiento literario y un siglo.
En aquella época París no se parecía a ningún lugar del mundo. Incluso retrospectivamente su presencia física exige el género femenino. El Sena no era, como hoy, una simple frontera entre las orillas izquierda y derecha, sino una arteria central que acogía los bateaux mouches para los pasajeros suburbanos, los bateaux lavoirs para las lavanderas, el intenso tráfico de gabarras pintadas de colores brillantes y adornadas con flores y una flotilla de ligeros esquifes de pesca. Los Champs-Elysées eran todavía un camino de herradura flanqueado por elegantes hôtels particuliers. En el Bois de Boulogne, los ricos y los aristócratas tenían su territorio, por el que paseaban con sus carruajes por la mañana y en cuyos restaurantes cenaban, bailaban y cortejaban por la noche. En las cuestas de Montmartre, y entre sus molinos de viento, medraban más vacas, cabras y gallinas que artistas vivían en sus empinadas calles aldeanas. Lejos de allí, al otro lado del río y más allá de las elegantes mansiones del Faubourt Saint-Germain, se encontraba el apacible barrio de Montparnasse. Por el centro de París, como un ecuador, se extendían les grands boulevards, barrio bullicioso y aún elegante en que estaban situados los teatros, las redacciones de los periódicos y los atestados cafés.
Y lo más importante de todo era que París acababa de remozar su fachada. Hacia 1880 se habían llevado a cabo los ambiciosos proyectos del barón Haussmann para abrir avenidas por entre las callejuelas del casco viejo, excepto el inacabado Boulevard Hausmann, que se interrumpió a medio camino en el octavo arrondissement. (Llegó a ser tema habitual de chistes en los teatros de variedades durante el decenio de 1880.) La nueva y magnífica Ópera, que dominaba su propia avenida hasta el Louvre y el Théatre-Français, la restauración del Ayuntamiento y los bulevares, amplios y con hileras de árboles, que cruzaban los barrios más congestionados, fueron algo más que restauraciones arquitectónicas . Ahora París tenía espacio para mirarse y ver que había dejado de ser una aldea arracimada en torno a unos cuantos palacios grandiosos o un simple centro comercial y de intercambio muy animado. Se había convertido en un escenario, un vasto teatro para sí misma y para todo el mundo. Durante treinta años las levitas y los monóculos, las chisteras y los bombines (chapeaux hauts de forme y chapeaux melons) parecieron concebidos para encajar en ese vasto decorado, junto con los vestidos largos, los corsés y los despampanantes sombreros de las damas. Los barrenderos con mamelucos azules, los gendarmes con hermosas capas, los carniceros con delantales de cuero, los cocheros con chaqués negros, los selectos cazadores del ejército tocados con plumas y adornados con trencillas doradas y botas lustrosas: todo el mundo iba bien vestido y se exhibía del modo que más le favorecía.
Ese aspecto teatral de la vida, la atmósfera de la opereta, es el que dio a la belle époque su sabor particular. Desde la época de Offenbach, la vida se había convertido cada vez más en una actuación especial regida por la moda, la innovación y el gusto. La historia aporta sus propias razones para la alegría de aquella época: la prosperidad económica que siguió a la rápida recuperación de la derrota de 1871, la inesperada estabilidad de aquel tercer intento de gobierno republicano y la inexistencia de conflicto mundial alguno que pusiera fin a todo aquello. Pero esas razones no explican por qué todo libro de recuerdos sobre ese período cede sin el menor reparo a la nostalgia por una vida de fábula, ya desaparecida. Sospechamos que se trata de una pura ilusión sentimental hasta que comprendemos cuán diferente era la vida en París en el decenio de 1890 y durante los primeros años de este siglo. Más que las cuestiones públicas debatidas, lo que dio su carácter a la época fueron las trivialidades, raramente impugnadas, del momento. Sin ellas, los bulevares y los parques de la ciudad, sus salons y tocadores podrían haber quedado olvidados desde hace mucho. Esas trivialidades eran simples y, a su modo, sensatas. A todo el mundo gusta la multitud; todo el mundo tiene derecho a la intimidad. La igualdad es una palabra reservada a las declaraciones públicas y no se debe permitir que pervierta la justicia ni las distinciones sociales. La política es un juego que se practica para divertirse o medrar; los negocios son un juego que hace muy buenas migas con el placer. El amor no puede durar, pero el matrimonio debe durar; cualquier vicio es perdonable salvo la falta de sentimientos. Las dotes histriónicas de los franceses, concentradas en una ciudad, les permitieron representar esos temas con pasión y convicción. París era un escenario en que la emoción que acompaña a la representación atribuía a todo hecho el significado doble de gesto privado y acción pública. Tanto el doctor como el trapero ejercían sus floreos profesionales y el crime passionnel se practicaba como una de las bellas artes.
En semejante ambiente el teatro, en sentido propio o figurado, operístico y atrevido, tenía por fuerza que prosperar. El número de teatros de la ciudad había ido aumentando desde la época de Moliére, pero el actor no pasó a ocupar el primer plano como figura pública hasta finales del siglo XIX, tras la época de los grandes héroes político-literarios: Rousseau, Voltaire, Chateaubriand, Lamartine, Hugo. En el decenio de 1880, la atronadora voz y el puro vigor físico de Mounet-Sully lo convirtieron en el rey en un mundo de trágicos extraordinarios a cuya grandilocuencia ya no estamos acostumbrados. Su furibunda integridad de artista se combinaba con las poses de un bucanero. Una joven actriz, hija ilegítima (y madre, a su vez, de un hijo natural), de mucho temperamento, talle esbelto e inquietante rostro felino, fue durante unos meses (hasta que lo abandonó en pos de mayor gloria) la reina de Mounet-Sully. Esa mujer, Sarah Bernhardt, fue durante treinta y cinco años el centro del escándalo y la publicidad; hubo quienes denunciaron sus aventuras amorosas y sus extravagancias, mientras que otros la alabaron como el mayor genio de su época.
Después de trabajar ocho años con la Comédie-Française, dimitió a raíz de una riña con el director e hizo la primera de ocho giras triunfales por América. Llevaba consigo, además de su colección de animales favoritos, el famoso féretro con accesorios de oro que había obtenido de un admirador. Tras haberse fotografiado dentro de él para fastidiar a su director, lo colocaba al pie de su cama dondequiera que fuese. En los Estados Unidos se publicaban, a su paso, docenas de panfletos con títulos como Los amores de Sarah. El obispo de Chicago culminó tan elocuentemente la corruptora influencia de la actriz francesa desde su púlpito, que su representante le envió esta atenta nota: «Monseñor: Acostumbro a gastar 400 dólares en publicidad, cuando acudo a su ciudad. Pero, como me ha ahorrado usted esa tarea, le envío 200 dólares para sus necesitados.» Todas las fortunas que Sarah amasaba en sus giras por el mundo las dilapidaba en una o dos temporadas siguientes en París, pese a que todas las clases la idolatraban. Tres teatros importantes de París pasaron, uno tras otro, por sus manos; todos tuvieron que venderse para sufragar sus astronómicas deudas. Cuando se habló por primera vez de la posibilidad de amputarle una pi...

Índice

  1. Índice
  2. Prefacio a esta edición
  3. Agradecimientos
  4. Primera parte. Fin de un siglo
  5. 1. Los buenos tiempos
  6. 2. Cuatro hombres: cuatro peculiaridades
  7. Segunda parte. El rejuvenecimiento
  8. 3. Lección de cosas para el arte moderno
  9. 4. Los cuadros
  10. 5. El pianista de Montmartre
  11. 6. Escándalo, aburrimiento y música de salón
  12. 7. Suicidio por alucinación
  13. 8. Poeta y patafísico
  14. 9. El empresario de la vanguardia
  15. 10. Pintor-poeta
  16. Tercera parte. El nuevo siglo
  17. 11. El arte de la calma
  18. 12. El último banquete
  19. Obras de Rousseau citadas en el texto
  20. Bibliografía