Urge una escuela para la paz
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Urge una escuela para la paz

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Urge una escuela para la paz

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Educar para una cultura de paz no significa pensar en una nueva asignatura, tal vez integrada en una gran reforma educativa del sistema escolar, sino más bien pensar en una auténtica y propia refundación de la escuela a partir de ese presupuesto; lo que equivale a activar una verdadera refundación del hombre y su cultura: desde rechazar el instrumento de la guerra como razón suprema de la justicia -lo cual no tiene significado- a cuestionar la memoria histórica y extenderla a la especie entera; así como cuestionar los modelos del héroe y del vencedor. Hay que facilitar además la revisión del concepto de progreso en su acepción de permanente dominio y explotación de la naturaleza por parte del hombre, y de un modelo de desarrollo marcado por un nivel de entropía insostenible, pues ya es capaz de provocar la degradación irreversible de toda la biosfera. En esta obra se reúnen algunos textos y conferencias pronunciadas por Ernesto Balducci durante los últimos años de su vida con una perspectiva específicamente educativa.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2015
ISBN
9788428829076
Categoría
Pedagogía
1

UNA ESCUELA PARA LA PAZ1

1. Mi propuesta de una educación para la paz dentro de la escuela requiere, como presupuesto, comprender nuestro momento histórico, que –por honestidad y exigencia lógica– conviene enunciarlo desde un principio. Junto a muchos pensadores yo estoy convencido de que la crisis –más aún, las crisis actuales– han de comprenderse como momentos internos de una mutación antropológica que me gusta definir como un paso de la cultura de guerra a la cultura de paz. Uso el término «cultura» con el rico espesor que tiene en antropología, donde indica el sistema de símbolos, de normas éticas, de representación de la realidad visible e invisible, codificado en la conciencia de un grupo social que lo transmite de generación en generación como un legado de cohesión y de identidad. La cultura que los occidentales hemos heredado se caracteriza por adoptar la agresividad como principio organizativo de la sociedad, un principio racionalizado por las filosofías, sublimado por las religiones, codificado en la leyes, encarnado en el príncipe, honrado en los héroes y, por fin, transmitido en las escuelas. En esta cultura, desde los albores del neolítico hasta hoy, la guerra aparece verdaderamente como la madre de todas las cosas. El otro principio, el de eros, no ha desaparecido nunca, pero casi no ha logrado más que abrir algún breve paréntesis en el curso compacto de la cultura de guerra: un paréntesis jamás cerrado, pero que la cultura dominante lo ha llenado de patéticas aspiraciones hacia el más allá; es el evangelio cristiano.
Pues bien, cuando una sociedad logra perpetuarse a sí misma, a pesar del cambio de los tiempos, cuando extrae de su cultura una paideia, una Bildung capaz de moldear como norma las conciencias individuales, nosotros estamos aquí para dejar constancia de que nuestra generación carece en absoluto de una paideia propia. Es la señal de que la cultura de nuestra sociedad ha perdido seguridad en sí misma y la capacidad de crear un futuro que la prolongue. Refiriéndose a la escuela, ya en estado de crisis en todas las naciones, Edgar Faure2, en la introducción del Informe que lleva su nombre, constataba en los primeros años setenta que la crisis de la escuela revelaba un mal de fondo, un mal de naturaleza antropológica. No dice de qué mal se trata. Yo aventuro la hipótesis de que se nutre de la distancia entre la experiencia nueva que hoy viven los pueblos y todos los hombres a escala planetaria, y la cultura que transmiten las escuelas, obstinada en ser, como quiere la paideia tradicional, una cultura particular, etnocéntrica, es decir, inspirada en la agresividad.
Esto también vale, y sobre todo, para la escuela italiana. A pesar de todas las reformas, la cultura transmitida en nuestra escuela es, usando una expresión de Paulo Freire3, una «cultura bancaria», un depósito de valores, de panoramas, de sentencias y de hábitos cuyo común denominador es el dogmatismo típico de la cultura de guerra. Esa distancia entre los modos reales de la existencia y las formas culturales todavía vigentes en las instituciones educativas no tiene los rasgos fisiológicos de una dialéctica generacional, más aguda en épocas de renovación. Es un distanciamiento apocalíptico, dado que los procesos reales de la sociedad son de tal naturaleza que hacen posible, y hasta probable, la muerte universal. La agresividad de la era nuclear ya no se puede racionalizar; al equilibrio que puede generar significativamente se le denomina «del terror». La agresividad que, desde los tiempos de los sumerios y los egipcios, ha logrado hasta en caso de guerra la forma racional de una ley dirigida al bien común, ya ha roto todos las barreras, hasta el punto de que, si se activan los fines para los que ya ha dispuesto sus instrumentos, la historia humana acabaría en el dies irae.
De ahí la necesidad, reconocida por la conciencia e invocada desde las profundidades biológicas de la especie, de una mutación cultural, es decir, de un traspaso cualitativo que nos permita conducir hacia objetivos positivos para toda la comunidad humana lo que Einstein llamaba el «segundo fuego», la energía nuclear. Eso significa, advertía el mismo Einstein4, que hoy se necesita cambiar el modo de pensar, abandonar los principios básicos de la cultura de guerra para adoptar, aunque parezca una locura, nuevos principios básicos de la cultura de la paz.
2. La resistencia a este cambio es más que comprensible. Se trata de hecho de un cambio de tal naturaleza que no se puede comparar con ningún otro del que tengamos memoria histórica. Utilizando los términos de una famosa cuestión de la historia del pensamiento filosófico, hay que erradicar de nuestra mente las «ideas innatas».
Me resulta iluminadora una página de un padre de la democracia moderna, John Locke5, publicada precisamente durante los orígenes de la monarquía constitucional inglesa. Se encuentra en el primer libro de su Ensayo sobre el pensamiento humano.
No era poca ventaja para los que se presentaban como maestros y educadores tener como principio de todos los principios que «los principios no se discuten». De hecho, una vez establecida la creencia de que hay principios innatos, sus seguidores se vieron en la necesidad de aceptar como tales algunas doctrinas; lo que equivalía a privarlos del uso de la propia razón y del propio juicio, y ponerlos en situación de creer y aceptar tales doctrinas por pura confianza, sin un examen ulterior. Puestos en esta tesitura de fe ciega podían ser gobernados más fácilmente y ser más útiles para cierta clase de hombres con la habilidad y el deber de dictarles los principios y guiarlos. Y no es poco el poder que da a un hombre sobre otro el tener autoridad para dictar principios y enseñar verdades que no admiten duda; hacer tragar a un hombre como principio innato cuanto sirva al propósito de quien lo enseña. Sin embargo, de haber examinado la forma con que los hombres llegan al conocimiento de muchas verdades universales, encontrarían que estas se forman en el espíritu de los hombres a partir del ser de las cosas mismas debidamente consideradas.
El significado perenne de esta página es que cualquier forma de enseñanza que parta de algunos principios indiscutibles es, aunque parezca inspirada por la libertad, una fuente de dogmatismo y, si se da el caso, de fanatismo bélico. Se olvidaron de ello incluso los racionalistas, a pesar de su veneración por Locke. Una vez derribado el dogmatismo de la escuela del ancien régime, los ideólogos de la escuela de Estado creían haber elevado por fin la enseñanza al nivel de la dignidad humana. Y, sin embargo, ellos introdujeron en la tradición cultural de la escuela nuevas formas de dogmatismo, nuevos principios que no admitían discusión. Tales principios impregnaron hasta tal punto nuestra mentalidad que aparecen como verdades congénitas del espíritu humano. La responsable de la generalización de estos principios y de su absolutización es sobre todo la escuela. Las anticuadas supersticiones, tan ásperamente criticadas en la escuela clerical, se sustituyen con nuevas supersticiones, verdades de razón en apariencia, sobre las leyes inmutables de la naturaleza.
3. Cualquier tipo de educación que se remonte a principios inmutables transmite, lo quiera o no, una postura ética de fondo que desprecia al hombre, una desconfianza radical en las capacidades de su inteligencia y, por tanto, de su conciencia para regularse ella misma. Lo cierto es que el hombre llega a ser sí mismo en sus relaciones de intercambio con la sociedad de la que forma parte. Pero hoy la actividad educativa solo excepcionalmente adiestra para vivir tales relaciones con pleno respeto a la razón crítica y a la autonomía creadora de la conciencia. Asume como innatas e intangibles algunas verdades que son, en cambio, sedimentos del particularismo del grupo. Yo creo que la primera característica de un educador a la altura de la crisis actual es su fe en el hombre, ya sea en sentido universal –es decir, la fe en los recursos que esconde la especie en sí misma y que podrían aflorar para elevarla a un nivel más alto de humanidad–, ya sea en un sentido –que me gustaría llamar pedagógico– como confianza en la capacidad de cada conciencia para dar una respuesta nueva a los desafíos del entorno personal y social. Hablando de la guerra en términos del pacifismo absoluto, Einstein concluía: «Y, sin embargo, a pesar de todo, aprecio tanto a la humanidad que estoy convencido de que este fantasma maléfico habría desaparecido hace mucho tiempo si el sentido común de los pueblos no se hubiera corrompido sistemáticamente mediante la escuela y la prensa, gracias a los especuladores del mundo político y del mundo de los negocios».
Sin un semejante aprecio por la humanidad, hoy día un educador contribuye a la tarea corruptora de la escuela. El aprecio del que habla Einstein, o del que yo quiero hablar, no es de tipo retórico positivista, es de tipo dialéctico-profético, es decir, parte del análisis realista de la existencia para determinar mejor la alternativa que late ya en el presente y que, si se libera, puede preparar un futuro diferente del hombre. Un punto esencial para analizar el presente es detectar las ideas innatas en que se atrinchera su aparato ideológico, y en primer lugar la escuela.
4. La primera de las ideas innatas que impregna completamente la paideia occidental es el etnocentrismo. Examinad los programas escolares, incluso los acariciados por el soplo de la novedad, y no os será difícil descubrir la acción nefasta del dogma que ve nuestra historia como historia del mundo y los valores elaborados por nosotros como la medida absoluta de la civilización. Hasta un gran maestro de nuestro siglo, Benedetto Croce6, incontaminado por la explosión de la barbarie nazi, osaba repetir en 1949 la distinción hegeliana entre pueblos artífices de historia y pueblos de la naturaleza, sin historia. Los segundos solo forman parte zoológica de la humanidad y, si sobre ellos «se ejerce, como sobre los animales, el dominio», es razonable. Hasta en la tradición revolucionaria marxista se atribuye al proletariado occidental el papel de vanguardia de los oprimidos del mundo entero. En todo caso queda firme el dogma de que solo nosotros somos artífices de historia: los otros no tienen más que seguirnos. Prisioneros como estamos de una monocultura, es obvio para nosotros que la única historia del pensamiento es la iniciada en Grecia, y la única religión digna de confrontarse con el pensamiento humano, el cristianismo.
En el proyecto de una cultura de paz ocupa el primer puesto desmantelar este racismo ideológico e instaurar una relación entre culturas que ni suponga ni pretenda hegemonía alguna, y que asuma, como punto de referencia común, la liberación del hombre de todas las condiciones que le impidan tomar en sus propias manos el destino de la tierra. La escuela debería contribuir a este cambio construyendo en los jóvenes una nueva memoria histórica que abarque la especie entera, comenzando por la historia biológica sumergida bajo millones de años y que nos advierte sobre la precariedad y contingencia de nuestra existencia sobre el planeta Tierra. No se trata de aumentar hasta el infinito los contenidos cognitivos, se trata de construir una óptica diferente para mirar al pasado, proporcional a esa que ya debe tener el hombre planetario para mirar a su futuro.
5. Una segunda idea innata en nuestra escuela es que «la guerra es madre de todas las cosas», y más aún que, en sus múltiples formas competitivas, esta es una ley imborrable. No es que hoy se diga directamente semejante cosa. Se insinúa de formas indirectas, por ejemplo mediante una enseñanza de la historia o de la literatura cuyo paso inductivo, desde lo que siempre ha sucedido a lo que necesariamente debe suceder, es inevitable. Sin la distancia crítica adecuada es difícil no crear en los alumnos la admiración por los vencedores y el desprecio por los vencidos, y al final la identidad entre razón y fuerza. Hasta el mito del héroe, ya sea Aquiles,...

Índice

  1. Portadilla
  2. Cita
  3. Advertencias
  4. Introducción a la edición original italiana
  5. Presentación de la edición española
  6. 1. Una escuela para la paz
  7. 2. Propuesta para una cultura de paz
  8. 3. Nuevas perspectivas: ¡adiós a las armas!
  9. 4. La cultura de la paz en un colegio escolapio
  10. 5. Construir una cultura de paz
  11. 6. El nuevo sujeto político soberano es la humanidad
  12. Cronología biográfica de Ernesto Balducci
  13. Contenido
  14. Créditos
  15. Notas