La escuela católica
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La escuela católica

  1. 280 páginas
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La escuela católica

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La educación católica es, valga la perogrullada, educación. Por tanto, este libro tiene como punto de partida la pregunta por la educación y la escuela en el momento cultural actual. La misma pregunta por la educación y la escuela, si se formula en toda su profundidad, abre a un posible camino para la Escuela Católica. Este itinerario de reflexión parte de la situación real y sus retos, recorre los diferentes elementos que constituyen la educación en la escuela y busca articular una palabra educativa católica que llegue a ser auténticamente significativa en la sociedad, precisamente porque actualiza su identidad confesante como buena noticia. Un itinerario que vaya de la autocomprensión interna a la significatividad social guiado por el hilo conductor de una radical confianza en las posibilidades de creatividad y fecundidad de una identidad católica bien trabada en los procesos educativos que la escuela promueve día a día.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2015
ISBN
9788428829069

III. EVANGELIZAR LA ESCUELA

Probablemente, la expresión evangelizar la escuela no sea el mejor pórtico de acogida para continuar en este proceso de reflexión. Para algunos, esta expresión puede tener reminiscencias de una cierta minusvaloración del objeto que se va a evangelizar, como si este no tuviera entidad y consistencia por sí mismo y estuviera necesitado de una redención que le diera una vida que no posee, casi como la evangelización de los pueblos bárbaros. Para otros, quizá más cercanos a la sensibilidad propia de la comunidad cristiana, es una expresión que solo aparece en los documentos de la Iglesia y de la propia EC, en las declaraciones programáticas o en los idearios a veces llamados «carácter propio» de los centros católicos, pero que no tiene ninguna incidencia como fuente de animación o transformación de la práctica educativa. No hay discurso oficial sobre la EC que no haga alusión a esta misión de evangelizar la escuela y al mismo tiempo es muy probable que muy pocos agentes de la EC, desde sus responsables hasta cualquiera de sus miles de profesores, sean capaces de dar una respuesta mínimamente coherente a la pregunta sobre su significado real en la vida de la escuela. Habrá quien, a partir de este momento, piense que vamos a abandonar el mundo de la educación para entrar en ese otro mundo propio del lenguaje endogámico intraeclesial que carece de todo interés para el que no posee sus claves.
En la base de estos malentendidos se encuentra un planteamiento dualista muy alejado del principio de encarnación que ha podido ser favorecido por el propio discurso emanado de la misma Iglesia cuando se hacía hincapié en una única verdad redentora de todas las realidades humanas, como si lo humano necesitara de un añadido externo en disrupción con su propia dinámica. Por eso es conveniente iniciar esta nueva etapa de la reflexión explicitando qué entendemos por evangelización, partiendo de la base de que hablar de evangelizar la escuela consiste fundamentalmente en seguir hablando de educación y de escuela en absoluta continuidad con el discurso que hemos traído hasta ahora.
El proceso de evangelizar
El punto de partida del proceso evangelizador es la experiencia de fe en cuanto experiencia personal: el encuentro con Cristo resucitado reconocido como el Señor, pero también como una verbalización racional capaz de comunicar el contenido de esa misma experiencia no solo como descripción fenomenológica de la misma, sino como síntesis valórica de todo un conjunto de verdades, bondades y bellezas que brotan de manera natural de aquella experiencia y que han sido atestiguadas por la propia historia de la fe cristiana en todas sus manifestaciones. No debemos olvidar que la fe cristiana, a diferencia de otras experiencias religiosas, desde sus primerísimos orígenes, produjo de manera natural una propuesta de verdades, bondades y bellezas que no quedó encerrada en los límites de la comunidad cristiana, sino que salió a la plaza pública con el fin de hacerse presente como un intento de buena noticia. Este rasgo diferenciador de la fe cristiana tiene mucho que ver con la propuesta de racionalidad ampliada de la que hemos hablado anteriormente y debería constituir siempre un antídoto contra cualquier intento de considerar la propuesta de la fe como una experiencia de mera obediencia sumisa (sería esta la clave de la experiencia religiosa cristiana) o como un adoctrinamiento que exige aparcar la fuerza de la razón (sería esta la clave de ese conjunto de verdades, bondades y bellezas).
Se trata entonces de analizar las diferentes modalidades de relación entre la fe, entendida en esta doble vertiente, y la educación y la escuela. Una primera modalidad de esta relación consiste en la supremacía de la fe sobre la educación. Eran los siglos en los que la filosofía se consideraba como ancilla theologiae, y por tanto todo el proceso educativo brotaba de las verdades reveladas de la fe, considerando que los saberes humanos estaban tan solo al servicio de aquellas verdades, auténtico origen y contenido de la educación. Los procesos de secularización y el despegue progresivo de la reflexión pedagógica y educativa, iniciados sobre todo a partir de la Ilustración, llevaron al modelo contrario. Aquí la diosa Razón es el juez supremo, y toda la cuestión de Dios se encaja en un deísmo armónico que marca con claridad su rechazo hacia toda verdad revelada, y muy en especial hacia las verdades reveladas cristianas. La razón marca los límites de lo divino, como bien se manifiesta, por ejemplo, en el krausismo, que dio origen en España al innovador proyecto educativo de la Institución Libre de Enseñanza. En este caso, todos los procesos de innovación educativa más o menos inspirados en este modelo hicieron del rechazo frontal de la fe cristiana una de sus notas características. La misma evolución de este segundo modelo a lo largo del siglo pasado ha producido la implantación de un tercer modelo: no hay ninguna relación entre religión y educación. La religión y, por tanto, la fe cristiana quedan reducidas al espacio estrictamente privado y pierden cualquier carta de ciudadanía en el espacio educativo, que no tiene nada que decir al respecto más allá de lo que de manera pretendidamente objetiva quepa en el currículo de historia, de arte, de cultura y costumbres o de filosofía. Las creencias religiosas y la experiencia de fe han perdido cualquier posibilidad de presencia en la educación.
En el primer modelo, la fe dominaba y determinaba la educación. En el segundo, la educación –dirigida desde el ideal de la razón– marcaba los límites de la religión. En el tercer modelo se decreta que la educación y la experiencia religiosa, en este caso cristiana, son dos mundos que no tienen nada que ver. Este proceso de privatización de la fe lleva a su silencio y a su desaparición como posible referente de sentido en esa selección cultural que lleva a cabo la escuela. Este último paradigma no se refiere solo a la exclusión de cualquier posible justificación de una educación católica en centros católicos, sino que se aplica incluso al creyente que ejerce su profesión educativa. Este debe actuar etsi Deus non daretur, cumpliendo escrupulosamente con el mandato de la privacidad y el silencio. Así, la fe cristiana queda metodológicamente privada de cualquier posibilidad de encuentro con ninguna realidad humana, sea esta la educación, la política, la filosofía, le economía o el derecho.
La reflexión sobre el proceso evangelizador se inicia con el dato bíblico. El capítulo 43 de Isaías recoge un bello oráculo de consolación por parte de Dios, mensaje de esperanza para un pueblo en el destierro que escucha con recobrada ilusión la fuerza de la salvación de Dios en medio de un tono de mucha cercanía afectiva por parte de Dios. Es el mismo Dios el que, al hablar de esta salvación renovada, dice en el v. 19: «Pues bien, voy a hacer algo nuevo, ya está en marcha, ¿no lo reconocéis?». La salvación de Dios no es una acción externa de fuerza y poderío, sino una acción encaminada a que aparezca algo nuevo. En el evangelio, la novedad que Jesús trae se manifiesta sobre todo en la enorme extrañeza que produce su forma de ser y actuar en relación con la tradición judía y la práctica de los otros maestros religiosos, pero también encontramos en sus labios una explicitación de esta novedad cuando, al ser cuestionado porque no obligaba a sus discípulos a ayunar, como lo hacían incluso los discípulos de Juan, responde: «Nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo rompe los odres y se pierden los odres y el vino. A vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2,22). La novedad que Jesús representa es la del vino, no la de los odres, meros contenedores de esa radical novedad. La transformación es esencial y por eso se requiere también un cambio en lo accidental. Este mismo tema de la novedad es retomado ampliamente por Pablo cuando describe la existencia del discípulo tras la muerte y resurrección de Cristo como «un hombre nuevo», tal como lo encontramos formulado en 2 Cor 5,17: «El que está en Cristo es una nueva creación». No se trata de un hombre distinto, raro, marginal o exótico, sino del mismo hombre anterior, pero hecho nuevo por una transformación íntima y también esencial. Por último, el Apocalipsis se hace eco de esta visión de una manera clara y nítida cuando, describiendo la realidad de un cielo nuevo y una tierra nueva, en el capítulo 21, Dios anuncia por medio del profeta en visión: «“Voy a hacer nuevas todas cosas”. Y añadió: “Estas palabras son ciertas y verdaderas, escríbelas”», como si el mismo Dios quisiera subrayar la realidad y eficacia, la carne, en definitiva, de la salvación frente a quienes la pudieran limitar a meros barnices o a escuálidas sensaciones espiritualistas. Se trata nada más y nada menos que de hacer nuevas todas las cosas.
Apelando al lenguaje más fenomenológico podríamos decir que la fe cristiana supera de manera radical la separación sagrado/profano para inaugurar una nueva categoría, la sacramental. No se trata de convertir lo profano en sagrado, como en tantas otras propuestas religiosas, sino que se trata de desacralizar para vivir religiosamente toda la realidad de la experiencia humana, desde la materia inerte hasta la vida espiritual. El mundo no es ni un lugar habitado por espíritus ni una realidad profana que debe ser sacralizada por medio de los rituales sacerdotales. Con la muerte de Jesús, «el velo del templo se rasgó», como una manifestación ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Prólogo
  3. Introducción
  4. I. Leyendo el contexto
  5. II. Educación y escuela
  6. III. Evangelizar la escuela
  7. IV. El educador cristiano
  8. V. La sostenibilidad de la Escuela católica
  9. Conclusión. Una palabra educativa significativa (buena noticia) y universal (católica)
  10. Contenido
  11. Créditos
  12. Notas