Cada día es del ladrón
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Cada día es del ladrón

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Cada día es del ladrón

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Un joven médico regresa a su Lagos natal tras vivir quince años en Nueva York. La Nigeria de su infancia ya no existe; en su lugar encuentra una ciudad ganada por el consumismo, el desdén y la globalización. El espíritu del siglo XXI impregna el globo entero y de Manhattan a Lagos el mundo es una máquina bien engrasada, siempre y cuando se disponga de dinero para pagar, ya sea el soborno del funcionario de la administración estadounidense que expide un visado, o el extra que el empleado de la gasolinera nigeriana se cobra por rellenar el depósito. "Cada día es del ladrón" es una fábula sobre la corrupción moral y política, un relato conmovedor sobre el significado de volver al hogar."Teju Cole es un representante clave de la gran nueva narrativa".Enrique Vila-Matas, "El País""El hallazgo del detalle significativo hace de Cole uno de los escritores más inmediatamente reconocibles de la literatura estadounidense contemporánea".Patricio Pron, "El Boomeran(g)""Cole pinta y colorea una fábula sobre la corrupción moral y política en Nigeria".Antonio Bordón, "La Provincia""El retrato que ofrece es tan emocional que resulta imposible permanecer impasible".Eric Gras, "El Periódico Mediterráneo""La cuestión identitaria vuelve a ser fundamental: el narrador certifica una y otra vez que la frustración estructura el retorno imposible a Nigeria".Jordi Nopca, "Ara""Un retrato de Nigeria divertido, mordaz y triste a la vez, donde el narrador pasa de la inicial e inevitable ira que provoca la situación lamentable del país a un amor tan profundo como desencantado. Teju Cole es uno de los escritores más brillantes de su generación".Salman Rushdie

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2019
ISBN
9788417346447
Categoría
Literatura

1

Me levanto tarde la mañana que debo ir al consulado. Antes de salir, mientras junto mis documentos, llamo al hospital para avisar de que no llegaré hasta pasado el mediodía. Después entro en el metro y voy hasta la Segunda Avenida y encuentro el consulado sin grandes problemas. Ocupa varias plantas de un rascacielos. En una sala sin ventanas del octavo piso está la oficina de trámites consulares. Esta mañana de lunes la mayoría de los que esperan son nigerianos, casi todos de mediana edad. Los hombres son calvos, las mujeres llevan peinados complejos, y hay el doble de hombres que de mujeres. Pero también hay caras imprevistas: un hombre alto que parece italiano, una chica de Asia Oriental, otros africanos. Al entrar en la sórdida sala, cada cual coge un número de un aparato rojo. La moqueta es del color indefinido que comparten todas las moquetas de los lugares públicos y está sucia. Un televisor montado en la pared pasa un informativo a través de una tela de nieve. Luego de un rato de noticias transmiten un partido de fútbol entre el Enyimba y Túnez. En la sala la gente llena impresos.
Se ven tantos pasaportes azules estadounidenses como verdes de Nigeria. La mayoría de estas personas se divide en tres categorías: nuevos ciudadanos de Estados Unidos, ciudadanos de Estados Unidos y Nigeria y ciudadanos de Nigeria que van a llevar a sus hijos a casa por primera vez. Yo soy de los de doble ciudadanía y he venido a que me renueven el pasaporte nigeriano. Al cabo de veinte minutos llaman mi número. Me acerco a la ventanilla con mis impresos y hago el mismo gesto de súplica que he observado en otros. El joven brusco sentado detrás del vidrio pregunta si tengo la orden de pago. Yo había esperado que aceptaran metálico. Él señala un cartel pegado al vidrio: POR FAVOR: PAGUE ÚNICAMENTE CON ÓRDENES. Lleva una tarjeta con su nombre. La página web del consulado indicaba que la tarifa para renovar el pasaporte es de ochenta y cinco dólares, pero no aclaraba que no aceptan metálico. Salgo del edificio, camino hasta Grand Central Station, que está a quince minutos, hago la cola, compro una orden de pago y camino quince minutos de vuelta. En la calle hace frío. Cuando llego al cabo de unos cuarenta minutos la sala de espera está llena. Cojo un número, lleno la orden de pago a nombre del consulado y espero.
Hay un grupito reunido ante la ventanilla de trámites. Un hombre ruega sonoramente cuando le dicen que vuelva a buscar su pasaporte a las tres:
—Abdul, escucha, mi vuelo es a las cinco. Por favor, tengo que volver a Boston, ¿no se puede hacer algo?
Hay una nota aduladora en la voz, y el desaliño del aspecto, jersey marrón de poliéster y pantalones marrones, no modera en nada la desesperación que uno percibe. Un hombre estresado en ropa estresada. Abdul habla por el micrófono:
—¿Y qué le voy a hacer? La persona que supuestamente pone la firma no está. Por eso le digo que vuelva a las tres.
—Mira, mira, aquí está el billete. Venga, Abdul, fíjate. Cinco de la tarde, pone. No puedo perder ese vuelo. Sencillamente no puedo.
Sin dejar de rogar, el hombre pasa un papel por debajo del vidrio. Abdul mira el billete con una reticencia ostentosa y, exasperado, habla por el micrófono bajando la voz.
—¿Pero qué quiere que haga? La persona encargada no está. De acuerdo, por favor tome asiento. Veré qué se puede hacer. Pero no le prometo nada.
En cuanto el hombre se escabulle, varios se levantan e, impresos en mano, van a empujarse delante de la ventanilla.
—Por favor, yo también lo necesito enseguida. Se lo ruego, póngalo junto a ése.
Abdul los ignora y llama al número siguiente. Algunos se quedan rondando la ventanilla. Otros vuelven a sentarse. Uno de ellos, un muchacho con una gorra celeste, no para de restregarse los ojos. Un hombre mayor, sentado unas filas delante de mí, apoya la cabeza en las manos y dice en voz alta, a nadie en particular:
—Esto tendría que ser un momento alegre, ¿sabéis? Ir a casa debería ser motivo de alegría.
Sentado a mi derecha, otro hombre llena impresos para sus hijos. Me informa de que hace poco hizo renovar el pasaporte. Le pregunto cuánto tiempo le llevó.
—Hombre, normalmente son cuatro semanas.
—¿Cuatro semanas? Yo viajo en menos de tres. La web asegura que el trámite tarda una semana nada más.
—Eso sería lo normal. Pero no. Mejor dicho, sí, siempre y cuando pagues la tasa por «despacharlo». Es una orden de cincuenta y cinco dólares.
—En la web no hay nada de eso.
—Claro que no. Pero es lo que hice yo; lo que tuve que hacer. Me lo dieron en una semana. Desde luego que la tasa de despacho no es oficial. Mira, estos tipos son ladrones. Cogen la orden de pago, no te dan recibo, la ingresan en la cuenta y sacan el dinero. Todo para sus bolsillos.
Da un rápido tirón con las manos, como si estuviese abriendo un cajón. Es lo que me temía: un arreglo directo con soborno. Yo he ensayado mentalmente cómo reaccionar ante un posible encuentro con la corrupción en el aeropuerto de Lagos. Pero para el choque de topar con un chantaje en plena Nueva York estaba mal preparado.
—Bueno, pues insistiré en que me den un recibo.
—Vamos, chico, vamos. ¿Para qué te vas a meter en líos? De todos modos se llevarán el dinero y te castigarán demorando el pasaporte. ¿Es eso lo que quieres? ¿No te interesa más tu viaje que demostrar lo que piensas?
Sí, pero ¿no es esta complicidad negligente lo que ha hundido a nuestro país en la desgracia? La pregunta tácita flota entre mi interlocutor y yo. Cuando por fin oigo mi número ya son más de las once. La historia es tal como la ha contado el hombre. Hay una tasa de cincuenta y cinco dólares por despacho rápido, adicional a los ochenta y cinco que cuesta realmente el pasaporte. El pago se hace con órdenes separadas. Por segunda vez esta mañana salgo a comprar una orden. Aprieto el paso y cuando vuelvo a las doce menos cuarto, quince minutos antes de que cierren, estoy agotado. Esta vez no cojo número. Me abro paso hasta la ventanilla y presento el impreso con las órdenes requeridas. Abdul me dice que recoja el pasaporte en una semana. Sólo me da un comprobante, el de la tasa original. Lo tomo sin decir palabra, lo doblo y me lo guardo en el bolsillo. Camino hacia la salida, al lado de los ascensores hay un cartel medio roto que dice:
AYÚDENOS A COMBATIR LA CORRUPCIÓN.
SI ALGÚN EMPLEADO DEL CONSULADO
LE PIDE UN SOBORNO O UNA PROPINA,
TENGA A BIEN HABLAR DISCRETAMENTE
CON EL CÓNSUL GENERAL.
La nota no contiene ningún número ni dirección de correo electrónico. Es decir, sólo puedo llegar al cónsul general a través de Abdul o uno de sus colegas. Y lo más probable es que el cónsul general también esté en el tinglado. Tal vez el treinta o treinta y cinco por ciento de la «tasa de despacho» vaya directamente al jefe. Al salir echo una mirada a la cara de Abdul. Está absorto en atender a otros solicitantes. Bajo un barniz muy elaborado—«únicamente con órdenes»—, esto es una farsa.

2

Atardece cuando el avión se aproxima a los caseríos de las afueras de la ciudad. Suave y gradualmente desciende hacia tierra, como si bajara por una escalera invisible. Desde la pista el aeropuerto parece triste. Tiene el nombre de un general muerto y todo lo peor de la arquitectura de los setenta. La chapucera pintura blanca y las interminables hileras de ventanitas dan al edificio principal el aspecto de un bloque de apartamentos baratos. El airbus de Air France toca tierra y se desliza por el asfalto. Con los chorros de aire entra un alivio en las bodegas y la cabina. Algunos pasajeros aplauden. Pronto estamos saliendo en tropel. Una mujer cargada de maletas intenta adelantarse por el pasillo. «¡Espérame!—le grita a su compañero, tan fuerte que todos la oyen—. ¡Ya voy!». Y yo también experimento el éxtasis de la llegada, el sentimiento irracional de que ahora todo irá bien. Quince años lejos de casa es mucho tiempo. Y parece todavía más porque me fui envuelto en una nube.
El desembarque, el control de pasaportes y la recogida de equipaje nos lleva más de una hora. Fuera el cielo se llena de sombras. Un hombre discute sobre la ineficiencia con un apático oficial de aduanas.
—Esto es un aeropuerto internacional. Podrían manejarlo mejor. ¿Le parece que ésta es la primera impresión que los extranjeros deben llevarse de nuestro país?
El oficial se encoge de hombros y le dice que las personas como él deberían volver a casa y mejorarla. Mientras esperamos que la cinta arroje las maletas, un tipo blanco que está a mi lado me da conversación. Lleva zapatones calados y le pregunto si es escocés. «Sí», dice, y me cuenta que trabaja en las plataformas petrolíferas.
—Anoche, en París, me emborraché y me robaron. Malditos gabachos, se llevaron mi tarjeta de crédito. Pero los Campos Elíseos, ¡qué maravilla! Sí, me puse como una cuba. Trompa perdido.
Sonríe con una mueca. Tiene los dientes tachonados de metal. Lleva un pendiente y se le nota la barba de un día. No es lo más refinado de Europa pero aquí se las va a apañar.
—No tengo vuelo a Port Harcourt hasta mañana. Esta noche me quedaré en el Sheraton. Es donde paran las azafatas, no sé si me entiendes.
Asiento. Al fin llegan mis maletas, húmedas y manchadas de polvo. Las pongo en un carrito. A la salida un oficial de paisano me hace señas de que pare. Está sentado junto a la puerta y no parece que cumpla una función concreta. Está ahí, nada más. Pregunta si soy estudiante. Bueno, sí, en cierto modo. Imagino que la mentira acelerará el trámite.
—Eh, mmm, me lo imaginaba. Tienes pinta de estudiante. ¿Y dónde estudias?
En la Universidad de Nueva York, digo, y hace tres años habría sido cierto. Él asiente con la cabeza.
—Pues en Nueva York gastan dólares. Ya me entiendes, dólares.
Un silencio sin sentido circula entre los dos. Luego, sotto voce y en yoruba, la exigencia:
Ki le mu wa fun wa? ¿Qué me has traído para Navidad? Porque, ya sabes, en Nueva York gastan dólares.
Sólo he traído resolución. No le hago caso y empujo el carrito hasta donde me esperan tía Folake y su chofer. Cuando deshacemos el abrazo, ella está lagrimeando. Una escena sacada del hijo pródigo. Ella vuelve a estrujarme y se ríe de corazón.
—¡No has cambiado nada! ¿Será posible?
Afuera, el aeropuerto parece mejor, más regio que durante el aterrizaje. Las puertas están taponadas de familiares de viajeros y mucho más de farsantes, timadores y toda clase de individuos que están allí porque no tienen otra cosa que hacer.

3

De camino a casa, en la rotonda de la parada de autobús de Ikeja, donde el tráfico gruñe con el ajetreo de la hora punta, nos detenemos por completo. A no más de veinte metros, bajo el paso elevado, hay una trifulca entre dos policías.
—¡Lárgate!—le grita uno a su compañero—. ¿Por qué siempre te plantas aquí? ¿Por qué no te pones allá?—Apunta al otro lado de la rotonda. Por un momento parece que el otro ve sentido a la sugerencia, pero se demora en cumplirla porque el desacuerdo ya ha atraído las miradas de los peatones. Se resiste a quedar como un cobarde. Ambos son delgados y de piel oscura, visten uniformes gris marengo y llevan ametralladoras colgadas de los hombros. Se quedan confundidos, en silencio, como dos actores que han olvidado sus papeles. Una multitud de trabajadores los mira boquiabierta a distancia prudencial.
Tía Folake explica qué sucede. Es habitual que en este lugar los poli...

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