El cielo según Google
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El cielo según Google

  1. 144 páginas
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Información del libro

La llegada a casa de Naïma, la niña que acaban de adoptar Júlia y Marcel, debía suponer el inicio de una vida familiar plena, pero la nueva situación a la que se enfrenta la pareja hará aflorar una realidad que se empeñaban en ignorar. "Si pensáramos que nos morimos poco a poco, un poquito cada día, procuraríamos centrarnos en lo que nos hace felices. A menudo nos queremos, y hasta nos permitimos hacernos daño, como si tuviésemos carta blanca para rectificar, todo el tiempo del mundo para aspirar a la felicidad y ninguna prisa por alcanzarla". El lector tiene en sus manos una novela honesta, sagaz, profundamente conmovedora y llena de sabiduría, que nos habla del amor en todas sus formas."No es fácil hablar de lo convencional, lo doméstico o lo cotidiano. Y todavía menos hacerlo con la calidad y el dominio de las escenas que demuestra Marta Carnicero".Carlos Zanón"Una gran reflexión sobre la fidelidad y la paternidad como fenómenos bidireccionales".Jordi Carrión

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2018
ISBN
9788417346430
Categoría
Literatura

1

Al principio no quise preguntar nada. Ya es bastante fuerte que te llame una hermana que no tenías para decirte que tu padre quiere verte antes de que sea demasiado tarde. ¿Quién sería tan insensible como para preocuparse por saber quién le ha dado el teléfono? Es el típico detalle sin importancia que puede tenerte ocupada durante horas. Si costaba tan poco localizarme, por qué no me ha llamado antes, te repites. No ella, la hermana que no tenías, sino él, el padre que tampoco tenías. Quince años antes, por ejemplo. O veintiuno, ya puestos.
Yo odiaba a mi padre y lo odié aún más cuando descubrí que había querido a otra hija. Con Núria, lo reconozco, eché mano de esa frialdad que tengo reservada para las telefonistas que interrumpen la cena preguntando con voz melosa por el cabeza de familia. Le dije que lo sentía pero que mi padre se llamaba Clément, si por padre se entiende el hombre que está cuando lo necesitas y no cuando él te necesita a ti. Escuché el silencio al otro lado (ahora sé que era un silencio de hospital, de pasillo iluminado por fluorescentes tras la última visita) y un suspiro que no podría precisar si fue un suspiro o un sollozo ahogado. Recuerdo que pensé que no tenía derecho a ser cruel con alguien cuya existencia desconocía cinco minutos antes. Me despedí tan amablemente como pude y volví a encender la radio. No eran ni las nueve, pero el incidente tenía un regusto a llamada intempestiva reventando la madrugada.
El teléfono volvió a sonar. El corazón me dio un brinco pensando en Éric: cada vez que sonaba el teléfono se me desbordaba algo por dentro y me lo imaginaba al otro lado, y entonces me decía ahora sí, y pensaba que había llegado el momento y que todo estaba a punto de cambiar. Todavía hoy me pasa; lo reconozco. Enseguida vi que el lapso entre llamadas había sido demasiado corto como para que no se tratase de Núria volviendo a la carga. Pensé que me había mostrado demasiado blanda y que esta debilidad mía siempre me da problemas; respiré hondo, mentalizándome para un segundo round. Me convenía mantenerme firme. Le diría que lo lamentaba, que no podía hacer nada por ella, que hiciese el favor de no insistir.
No era mi hermana quien llamaba, sino la última persona a quien habría imaginado dándole mi teléfono, o quizá la única que podía habérselo dado.
—¿Mamá? Estoy entrando en el aparcamiento… ¿Te importa si te llamo en diez minutos?

2

Cuando Marcel y Júlia dejaron el piso de la Riera de Sant Miquel (primero él, y Júlia meses más tarde), los vecinos del rellano tardaron un tiempo en darse cuenta. Despedirse a la francesa habría sido propio del chaval del tercero, que entraba en el ascensor con los auriculares puestos y salía saludando guturalmente, sin aguantar la puerta, o de la señora Tordesillas, que aunque sí la aguantaba dejaba un rastro de habitación mal ventilada que invitaba a buscar excusas para no bajar con ella y sus botellas. No era ése el caso. Marcel y Júlia habían sido siempre unos vecinos modélicos, una pareja tranquila que encajaba a la perfección en el barrio donde habían vivido, discretamente, los últimos años.
Cuando se trasladaron a Barcelona, a los Turull Garcia (Marcel Turull Castelló y Júlia Garcia de Courcy, según la placa del buzón) les gustaba bromear diciendo que habían cambiado de ciudad sin cambiar de barrio: habían dejado la Gràcia sabadellense para trasladarse a otra Gràcia de calles más estrechas y casas más altas pero con la misma vida de pueblo. Ella, especialmente, se había adaptado enseguida; tal vez porque en el fondo volvía al barrio, no le había costado sincronizar su ritmo con el del entorno. No tardó en establecer una rutina hecha a su medida, que empezaba por las mañanas llevándose a Naïma a dar una vuelta de camino al mercado y terminaba a la hora de comer. Sentada en el cochecito, royendo el colín que le había dado la panadera (¿hoy un chusco*, nena?), Naïma se dejaba pasear mientras Júlia le cantaba o se acuclillaba a su lado para explicarle que si los boniatos, que si los siete pies de la Cuaresma, que si las golondrinas. Al principio, tras decidir con Marcel que ella bajaría el ritmo de sus traducciones, creyó que se aburriría, pero aquella nueva vida había resultado ser un hallazgo: agotadora, sí, pero también satisfactoria. A menudo se llevaba a la niña a buscar a Marcel a la salida del trabajo. Naïma se dormía en cuanto pisaban la calle y Júlia buscaba un banco en la plaza del Sol para leer un rato alejada del alboroto adolescente. El acuerdo, que no por ser tácito dejaba de ser un acuerdo, era el siguiente: si habían ido a buscarlo, Marcel las encontraría allí, esperándolo, cuando volviera a casa.
Todo esto era al principio, por supuesto. La llegada de Naïma se había producido antes de lo que imaginaban y la propuesta de adopción los había pillado casi por sorpresa. Tiempo después, al reconstruir mentalmente los hechos, Marcel insistiría en situar en aquel momento el cambio de actitud de Júlia: el inicio, si podía llamarse así, de la persecución de una felicidad impostada que él no había sabido secundar.
La decisión de adoptar a Naïma lo había alterado todo, modificando rutinas y estableciendo nuevas prioridades a la hora de pasar los hábitos por el tamiz de la actividad diaria. Júlia se desvivía por lograr el ambiente perfecto, por demostrar—a ella y al mundo entero, pero sobre todo a la Psicóloga y a la Trabajadora Social, a quienes aludía mentalmente así, con temerosas mayúsculas—que Naïma no podía haber ido a parar a un entorno más adecuado. Los fines de semana, las flores frescas por doquier y el pitido de la panificadora inundando el piso con su fragancia formaban parte de un estricto programa autoimpuesto que Júlia habría negado, aunque se hubiese visto atrapada por la evidencia. De lo que se trataba, en definitiva, no era de convertir su pequeño mundo de dos en un mundo de tres, y listos, sino de transformarlo en una unidad familiar que respondiese a los cánones de la plenitud. Por aquel entonces, Júlia vivía convencida de que todas las familias felices se parecen, y ni siquiera era capaz de imaginarse que la frase pudiera ir un poco más lejos.
Fue una época de declaraciones de intenciones, sin margen para el azar. Si habían decidido casarse, tras siete años de convivencia, no era porque a alguno de los dos le hiciera falta un vínculo más estrecho o una demostración de compromiso, sino por la esperanza de que el matrimonio los hiciera mejores candidatos a la adopción. La cuestión de la mudanza perseguía el mismo objetivo: incluso Marcel era capaz de ver que la oferta de sus suegros—un dúplex con terraza a cambio del misérrimo alquiler que pudiesen sacar por su piso—era un regalo, por mucho que los padres de Júlia vivieran a dos fincas de allí. Le habían concedido una comisión de servicios para el nuevo curso, y el nuevo instituto le permitía ir andando al trabajo y cambiar los vagones por el aire fresco de la mañana. A pesar de todo, a veces se sentía como si estuviesen forzando un poco la máquina, como si todo aquello tuviese que acabar explotándoles en la cara, sin que supiera muy bien de dónde le venía la intuición.
Siempre se habían considerado afortunados. Mantenían una relación tranquila y disfrutaban yendo a lo suyo, sin preocuparse de lo que pensaran los demás. Estaban convencidos de ser, por su complicidad sin fisuras, la admiración del grupo de amigos; los más respetuosos, los más idealistas. Si no se habían hecho las pruebas de fertilidad era para no caer en la trampa de exigirse responsabilidades mutuas: les bastaba con saber que en cuatro años no habían tenido éxito y se estremecían cuando algún conocido, en un exceso de confianza, les preguntaba si ya sabían de quién de los dos era la culpa. La gente no entendía nada, ellos no querían oír hablar del tema ni encontrar la raíz del problema. Sólo les importaba la solución, saber que acabarían siendo padres y que estaban haciendo—y esto Júlia se aseguraba de repetirlo tantas veces al día como fuese necesario—todo lo que podían para conseguirlo.
Por todo esto Marcel se sentía incómodo cuando detectaba algo, no sabía muy bien qué, que no podía controlar. Le habría gustado poder disfrutar de los desayunos familiares que lo esperaban en la cocina, pero a la hora de la verdad acababa tomando un café con leche a toda prisa y haciéndose un bocadillo, que se zampaba en la calle, con el pan de masa madre que preparaba Júlia. Se había preguntado si el origen de la desazón no estaría en el trabajo, pero, si se sentía algo más irritable—Júlia, de momento, no había comentado nada—, el nuevo instituto no podía tener la culpa: los compañeros lo habían acogido con cordialidad y los problemas con los alumnos se quedaban en simple anécdota.
Tenía que ser otra cosa: a veces se sentía apático y se preguntaba si aquella falta de entusiasmo no sería la raíz de todo, una respuesta al hecho de que por querer ser unos padres modélicos se estaban excediendo en el ámbito familiar. Júlia, que nunca había ido a buscarlo a la salida del trabajo, lo esperaba ahora sin avisar, día sí, día también, con la ingenuidad de quien confía en sorprender al otro con una broma antigua. Participar en aquel juego implicaba, para no decepcionarla, respetar estrictamente los horarios, entretenerse lo justo, despedirse de los compañeros en mitad de una conversación, tal como lo haría alguien que estuviera de paso. Algunas tardes, al encontrarse, decidían dar una vuelta y llegaban paseando hasta Casa Anita—sólo un momento, decía Júlia—. Él se ocupaba de la niña, que solía reclamar la merienda con insistencia, mientras su mujer se entusiasmaba con las novedades y apilaba los cuentos que se tenían que llevar en aquel preciso instante, por si la siguiente vez ya no los encontraban. De vuelta en casa, la rutina familiar se encargaba de absorber el resto de la tarde. El tiempo se escurría en algún punto entre la bañera y el masaje infantil—que había que practicar en un ambiente de absoluta relajación—, mientras él preparaba la cena procurando no hacer ruido. Sentados a la mesa en horario europeo, Naïma comía, entre cuentos y canciones, mientras se enfriaban los platos de la pareja.
Marcel solía preguntarse qué había estado haciendo durante todo aquel tiempo. Antes de la llegada de Naïma le faltaban horas al día, y de repente, en una suerte de multiplicación milagrosa, se descubría encajando en la rutina un montón de actividades que no había hecho nunca. Júlia también estaba cansada, aunque algunas cuestiones de orden práctico la ayudaban a relajarse: para poder ducharse con calma, se levantaba de la cama mientras él aún dormía—si estaba sola con la niña, el proceso se reducía a cinco minutos sin cerrar la puerta—y se dejaba el pelo húmedo para evitar el escándalo del secador. Hacía listas de menús y ponía lavadoras. Se despertaba por las noches si él tenía que levantarse temprano; escogía las actividades del fin de semana alrededor de las cuales se estructuraba el horario familiar. Menuda crack estás hecha, solía decirle Marcel, admirado por sus dotes organizativas. Pues claro, ¿qué te creías?, contestaba ella sonriendo. Entonces se le acercaba y se dejaba abrazar.

3

La clave para evitar que Marcel se dejase aplastar por el estrés era mantener la apariencia de control, y ella había aprendido a capear el temporal invirtiendo horas en ello. Fue al recibir las pruebas del que iba a ser su primer libro—una colección de cuentos que debía devolver con urgencia—cuando por primera vez se sintió dando tumbos bajo las olas. Los textos habían cambiado desde la primera versión, y cada nueva lectura sugería modificaciones que se le antojaban imprescindibles. Para su marido todo era muy fácil, pensaba Júlia: se iba al trabajo y se olvidaba del mundo durante unas horas, de la comida, de las camisas sucias, y aun así volvía a casa diciendo que aquel ritmo era inaguantable, que estaba exhausto y que caería enfermo, pero volvía paseando tranquilamente con los cascos puestos, asumiendo de antemano que ella sí había pensado en la comida y en las camisas, que evidentemente ya estarían limpias y colgadas, sin ver, sin darse cuenta siquiera, se decía ella, de que en lo único que puedo pensar es en el dolor de cabeza que me tiene el cráneo atenazado, un dolor que sin duda se me pasaría si yo también fuese tan sobrada de tiempo como para volver a casa paseando, pero no, porque lo único que tengo son unas cervicales hechas mierda que no se calman con almohadillas calientes, ni con ibuprofenos, ni con el puto cojín anatómico que compré a precio de oro en el herbolario new age de la plaza Trilla con la esperanza de que se produjese un milagro.
Júlia quería ver en la publicación de aquellos cuentos el reconocimiento a un trabajo bien hecho y no el fruto de azares diversos derivados de una hoja de cálculo. Había montado el campo base en el comedor—el portátil, las notas garabateadas en sobres de banco y en tarjetas de metro, los borradores esparcidos sobre la mesa—con la determinación de no levantarse hasta haber terminado el trabajo, pero las interrupciones desbarataban cualquier intento de concentración y no la dejaban avanzar. Cuando su madre le reprochó el desorden, tuvo que admitir que llevaba razón. No intentó justificar su inocencia—ante una mujer como Marie-Chantal habría sido una pérdida de tiempo—, pero tampoco se quejó cuando vio el fregadero recogido y el montón de ropa limpia doblada sobre la cómoda. Si bien en otra época le habría molestado que su madre apareciese sin avisar, ahora celebraba interiormente cada visita, dispuesta a pagar el peaje de tenerla en casa, organizándolo todo, a cambio de un poco de tiempo para ella misma.
Al principio, Marcel no dijo nada. A pesar de jugar fuera de casa—o quizá precisamente porque la ofensa no había trascendido nunca los límites de la comida semanal en el piso de los suegros—, hacía años que había aprendido a neutralizar los comentarios de Marie-Chantal. Últimamente, sin embargo, tropezaba con ella tan a menudo que empezaba a preguntarse si no se habría ido a vivir con ellos sin que su mujer se lo hubiera comunicado. Ya sé que estás en tu casa, Marcel, le había dicho una mañana en que lo había sorprendido haciéndose un café en calzoncillos, pero ya que tienes a tu suegra aquí ayudando podrías andar un poquitín más tapado. ¿Te parece?* A él le habría gustado contestar que primera noticia, que no había recibido ningún aviso de aquel acuerdo de cooperación internacional madre-hija ni de las consecuencias que iba a tener sobre su elección de vestuario, pero en lugar de eso entró en la habitación a ponerse unos vaqueros con cara de que sepas que no pienso aguantar muchas más como ésta, y Naïma debió de notarle las malas pulgas porque decidió que en aquel preciso momento tenía hambre, que aquello entraba en la categoría de urgencias vitales y que no dejaría de berrear hasta estar sentada en la trona frente a un plato de papilla. Marcel se vistió a marchas forzadas, refunfuñando para sus adentros tiene cojones, y se llevó a Naïma a la cocina para prepararle el desayuno que ya podría haberle dado la tocapelotas de su suegra. La papilla quedó perfecta, seguramente por haberla removido con brío mientras se preguntaba qué le daba más rabia, si aceptar las órdenes encubiertas de aquella mujer u oírle pronunciar su nombre con toda la grandilocuencia del francés, como si para dignificar la figura de su yerno madame de Courcy tuviese que referirse al mismísimo Proust.
Pocos días después empezaba a lamentar no haber actuado con la contundencia necesaria. Marcar los límites desde el principio habría sido lo más sensato, pero la situación se le había ido de las manos y ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Evidentemente, tampoco contemplaba, ni en broma, la posibilidad de resistirse abiertamente a las peticiones de aquel sargento.* Un par de días antes, al llegar a casa tras un claustro interminable, se la había encontrado con Naïma en brazos mientras Júlia trabajaba. Me parece que a esta niña la dejáis con hambre, había opinado nada más verlo, y sin escuchar su respuesta le había explicado que las madres ven cosas que los pediatras no ven, le había arrebatado a Naïma y la había enviado a la cocina con un Anda, vete a hacer la cena y no la hagas sufrir más, que la tienes que ni sabe lo que quiere, el angelito.*
Cuando se hartó de tanto Maggsel por aquí, Maggsel por allá, decidió buscar el apoyo de Júlia en la batalla familiar. Te veo cansada, le dijo una noche mientras recogía la cocina, con la niña ya en la cama. Lo estoy, pero creo que mañana, o el miércoles a más tardar, podré entregar el texto a Clausells. Perfecto, contestó, mientras llenaba el lavavajillas, necesitabas parar un poco; Naïma te ha echado de menos, y yo también. No exageremos, mi vida: cualquiera diría que he estado de expedición en la Antártida los últimos veinte años. Sólo digo que nos sentará bien volver a estar juntos, y seguro que tu madre agradece un descanso. Pues le he insinuado que me va genial que me eche una mano: Vilella me ha escrito para pasarme traducciones y no creo que sea el momento de rechazarlas, y a ella no puedo decirle según qué cosas, sabes perfectamente cómo se lo tomaría. No te entiendo, mi amor, dijo él entendiéndola, cada día estás más delgada, te quejas de que estás hecha polvo, ¿seguro que merece la pena? Yo no me he quejado de nada, sólo he dicho que estaba cansada, pero eso no significa que no tenga ganas de volver a trabajar. Tú te evades unas horas, pero yo me paso el santo día aquí encerrada, haciendo la comida y poniendo lavadoras como si esto fuese el hotel La sola cama.* No me evado, Júlia, pero ¿cuándo entenderás que no es fácil enseñar cosas a unos chavales que sólo están atentos a que suene el timbre? No grites, Marcel, que vas a despertar a la niña, y yo pensaba trabajar un poco todavía. No grito, pero procura escoger con más cuidado tus palabras. ¿Es por mi madre?, preguntó ella mientras deshacía los grumos de cacao en la leche q...

Índice

  1. El cielo segun Google
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  45. 44
  46. 45
  47. 46
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  49. 48
  50. 49
  51. 50
  52. 51
  53. ©
  54. Notas