Narrativas en vilo: entre la estética y la política
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Narrativas en vilo: entre la estética y la política

  1. 220 páginas
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Narrativas en vilo: entre la estética y la política

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Habitamos en una paradoja fundamental: solo tenemos lenguaje (oral, visual, escrito) para dar cuenta de la historia acontecida y, sin embargo, con el lenguaje no nos alcanza. No todo es narrable al mismo tiempo, no todo es traducible a una forma de la lengua que reorganice categorialmente la experiencia. Muchas veces el horror de lo acontecido disloca en lo más profundo el lenguaje, destruye el orden nominal y nos deja subsumidos en una suerte de melancolía muda. ¿Cómo habitar ahí? Precisamente allí donde no podemos seguir narrando pero, al mismo tiempo, donde no podemos dejar de intentar restituirle al mudo secreto de la historia una lengua pública y una forma de la existencia social. Porque en el acto de narrar no solo hay empatía, voluntad de comprensión, rigor o destreza analítica, sino también una soterrada operación de traducción, una forma del registro y de la política. Narrar es verter en la lengua la sinuosa materialidad de la experiencia acontecida, advertidos de que en esto no hay justicia, que la justicia permanece como una promesa que nos obliga a no dejar de pensar, interrogar, abrir el archivo y la historia cuya temporalidad está domiciliada en nuestro presente.

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Información

Año
2017
ISBN
9789587203509

Primera parte. Latitudes

Imágenes perturbadoras: visibilidad mediática, política visual y compromiso moral

Jorge Iván Bonilla Vélez*
Universidad EAFIT

Introducción

En la última década, iniciativas provenientes de distintos sectores de la sociedad colombiana han venido desentrañando las dimensiones de la degradación humanitaria del conflicto armado interno, en un ejercicio de construcción de la memoria que ha buscado contrarrestar el protagonismo de los victimarios, romper el silencio producido por el miedo y hacer visible los derechos de las víctimas. En estas iniciativas es posible hallar una pregunta aglutinante: ¿por qué no vimos la barbarie?,1 o, en todo caso, ¿por qué no reaccionamos ante ella? Para el informe ¡Basta Ya!, elaborado por el Grupo de Memoria Histórica (GMH, 2013), la efectividad de la violencia ejercida contra los civiles ocurrida en la etapa más crítica del conflicto, que este informe ubica entre 1996-2002, radicó en su alta repetición (en ámbitos locales y regionales), pero paradójicamente en su baja intensidad (en el ámbito nacional). Según este trabajo, las muertes selectivas, las pequeñas masacres, las desapariciones forzadas, el desplazamiento “a cuenta gotas” y el terror “dosificado” correspondieron a repertorios discretos y estratégicos de violencia que no obtuvieron resonancia en la opinión pública nacional, ni movilizaron el apoyo de esta, porque además tampoco reunían los valores-noticia adecuados para obtener una cobertura periodística y un alcance narrativo en cuanto que eventos de significación nacional. De allí su silenciamiento, invisibilidad y ocultamiento (2013: 31-108).
El investigador francés Daniel Pécaut plantea una hipótesis similar. Al preguntarse por qué en sus momentos más críticos el envilecimiento de la confrontación armada no generó una mayor reacción y movilización de la sociedad colombiana, este autor plantea la tesis de la “dislocación de la opinión pública”, que apunta a un doble movimiento: por una parte, al efecto de rutinización de las acciones ordinarias de violencia, ante las cuales la indignación ha adquirido relevancia en tanto la atrocidad ha tomado dimensiones desmesuradas, o cuando ha alcanzado un rasgo simbólico mayor (Pécaut, 2001: 227-256); y por la otra, a la dificultad de articular unos relatos colectivos de nación que se han sustituido por una narración discontinua y fragmentada de microrrelatos que se viven como la historia de cada quien: familias, grupos y sujetos que lloran privadamente a sus muertos y hacen de sus duelos un asunto aislado, en sus entornos domésticos, alimentando con esto ese acumulado de rabias, dolores y tragedias que no alcanzan a tener una mínima expresión en la esfera pública (Uribe, 2003: 9-25).
Sin embargo, que la atrocidad de la guerra haya respondido, ya sea a una baja intensidad en el ejercicio localizado del terror (Pécaut, 2001; Lair, 2003), o a una excesiva rutinización de la violencia contra poblaciones vulnerables y periféricas a los principales centros urbanos (Gutiérrez y Sánchez, 2006; GMC, 2013), no significa que esta haya estado exenta de imágenes y relatos que interpelan nuestros límites y fracasos humanos como sociedad. Ese “por qué no vimos la barbarie” problematiza, más bien, el régimen de visibilidad mediante el cual hemos dado inteligibilidad a la atrocidad, con el que hemos alentado esferas públicas de deliberación y mediante el cual hemos promovido las implicaciones éticas y morales sobre los horrores de la guerra, de modo que esta no quede reducida a un “accidente”, a una “maldición” de lo que somos. Situación que, por cierto, plantea una paradoja: la de una guerra que estando tan “cerca”, porque ha sido librada en la misma geografía nacional, haya sido a la vez tan “distante” en los dispositivos de representación de su horror y, sobre todo, en el compromiso moral con las víctimas de este. Decir que “no vimos” la barbarie es afirmar nuestra distancia, a pesar de su proximidad.
Estas consideraciones enmarcan el propósito de este ensayo. En primer lugar, me interesa problematizar el rol de la imagen, con énfasis en la imagen fotográfica, en acontecimientos que, como las guerras, nos enfrentan a la experiencia del sufrimiento, la vulnerabilidad de la vida y a la facilidad con que nuestro cuerpo puede ser quebrado, mutilado o aplastado (Butler, 2010; Linfield, 2010). En segundo lugar, quiero esbozar una breve discusión acerca de las razones por las cuales las imágenes gozan de tan mala prensa –al menos en el pensamiento occidental– para narrar e interpretar el horror. Por último, pretendo retomar un viejo debate en torno a la tensión ver-actuar, esto es, acerca del compromiso de “hacer algo” –o “no hacer nada”– que pueden experimentar los ciudadanos del mundo cuando se enfrentan a las imágenes, las noticias o los reportajes de los medios de comunicación –con la televisión a la cabeza– que se refieren a las desgracias que viven los sujetos que habitan países cruzados por guerras civiles, fracasos parciales o totales del Estado (Kaldor, 2010), o por situaciones de hambruna y desastres naturales (Moeller, 1999). Este es un texto que parte de Colombia; no obstante, mi propósito es salirme del “marco” nacional, con la esperanza luego de regresar, aunque ese retorno no sea explícito en los renglones que siguen.

Los dilemas de la imagen: narrativa y conciencia moral

¿Puede representarse la degradación, la atrocidad y la destrucción de lo humano a través de la imagen? Proponer este interrogante implica enfrentar varios dilemas. Por una parte, esto lleva a preguntar qué es una imagen de horror (García y Longoni, 2013: 19-35). ¿Una que basa su capacidad informativa e indicial en los cadáveres y la sangre, que por su realismo y crudeza bloquea cualquier posible lectura o significación? (Barthes, 1995). ¿O aquella otra que reclama su carácter fragmentario, polisémico y performativo (Didi-Huberman, 2004), y que, por lo mismo, obliga a interpretar su significado, más allá de la imagen misma, para inscribirla en los espacios sociales e institucionales por donde esta circula, así como en las condiciones sociales de su producción y recepción? (Taylor, 1998; Campbell, 2004). En otras palabras, ¿qué imágenes pueden ser más pavorosas: las que muestran los cadáveres, o aquellas que muestran, no la violencia en sí, sino la desolación y la tristeza sombría que esta provoca? (Linfield, 2010).
Por otra parte, esto obliga a interrogar qué hacen los medios de comunicación con la atrocidad cuando esta se convierte en acontecimiento noticioso: ¿bajo qué condiciones la trivializan, llaman a la denuncia, invitan a un compromiso moral del espectador con la víctima que sufre?; situación que, a su vez, implica problematizar si pueden las imágenes mediatizadas por las tecnologías de información y comunicación comunicar el horror de la guerra, hacerlo narrable y visible, más allá de la conmoción y la fascinación (Sontag, 1996, 2003). Además, esto permite indagar tanto por las consecuencias políticas que adquieren las representaciones de la guerra cuando estas acceden a la esfera pública, como por los límites de lo que puede ser dicho y lo que no debe ser mostrado en el dominio público (Butler, 2010), lo cual lleva a preguntar: ¿cuál es la arena cívica en que esas imágenes se difunden, critican y comprenden, pero, sobre todo, cuáles marcos de interpretación permiten la representación de lo humano y qué otros no lo hacen?2
Plantear, por tanto, si la imagen puede representar la atrocidad y la destrucción de lo humano es inscribirse en una perspectiva investigativa de larga duración, que estudia el rol de la imagen en situaciones límite de la humanidad, como las guerras y las catástrofes de diversa índole (Sontag, 2003; Didi-Huberman, 2004; García y Longoni, 2013); que se aproxima a la naturaleza de la representación mediática de las guerras contemporáneas (Hallin, 1986; Cottle, 2006; Hammond, 2007; Kellner, 2010; Hoskins y O’Loughlin, 2010; Carruthers, 2011); que recalca la trascendencia del cuerpo en el análisis de las prácticas de violencia, terror y sufrimiento en este tipo de confrontaciones (Taylor, 1998; Campbell, 2004; Butler, 2010); o que considera que, en los estudios sobre las guerras, el deber de recordar, debatir y darle legibilidad a los traumas ocasionados por estas implica también hacerlo por medio de las imágenes (Mitchell, 2009; Linfield, 2010). A esto alude precisamente Siegfried Kracauer, a propósito del mito de la Medusa en el que Perseo logra decapitar al monstruo sin mirarlo a los ojos, viéndolo a través de su reflejo en el escudo. Dice Kracauer: “La moraleja del mito es, claro, que no miramos ni podemos mirar los horrores reales, porque nos paralizan con un ciego terror; y que solo sabremos cómo son mirando imágenes de ellos” (Kracauer, citado por Huyssen, 2009: 23).
Un cúmulo de reflexiones sobre el rol de la imagen en el Holocausto,3 la guerra de Vietnam, las campañas militares de intervención humanitaria de finales del siglo XX en Irak, Bosnia-Herzegovina, Somalia, Ruanda, Sierra Leona y Kosovo, al igual que en las denominadas guerras contra el terror de principios del XXI en Afganistán e Irak, han generado interesantes discusiones para explorar la cuestión de si hay una manera correcta de ver el horror y acaso inofensiva de documentar la violencia imperdonable (Linfield, 2010); y, por supuesto, para plantear debates en torno a la paradoja en que se mueve el público espectador de las imágenes de lo peor: en la toma de conciencia hacia aquello que no sabemos, o no queremos ver, pero que debemos ver, por una parte; y en la producción de la indiferencia frente aquello que de tanto ver genera cansancio, malestar y repulsión, por la otra (Rancière, 2010).
Se trata de perspectivas en las que se pueden reconocer dos narrativas encontradas: una que sostiene que el poder de las imágenes que muestran las atrocidades de la guerra recae en su capacidad de permitir conocer mejor nuestra historia, de luchar contra el olvido y de generar mayores niveles de crítica democrática, ya que cuando el horror es lo bastante vivido lleva a las personas a entender que la guerra es una insensatez (Taylor, 1998; Keane, 2000; Campbell, 2004); y otra que señala que el poder de las imágenes que muestran los horrores de la guerra descansa en hacer de esto un espectáculo para el consumo de masas: imágenes para ser devoradas por el espectador pasivo, a quien el horror le llega sin riesgos, como entretenimiento, a su sala de estar, sin ninguna obligación moral frente a las víctimas distantes (Enzensberger, 1994; Baudrillard, 1997). En su trabajo sobre la política visual de los nazis, la académica estadounidense Susie Linfield plantea un debate interesante con los críticos que proponen no volver visualmente al Holocausto, que prohíben cualquier representación que nos sitúe nuevamente frente al horror del exterminio porque, según ellos, se trata de imágenes que, por una parte, conllevan a asumir la “mirada nazi” (Linfield, 2010: 69) –valga decir, a ponernos en la posición del victimario, dirigida a humillar y degradar a sus víctimas–, y por la otra, producen un acostumbramiento a la violencia por cuenta de la saturación de las imágenes horribles, repetidas una y otra vez.4 “¿Vemos esas imágenes de la misma manera en que lo hicieron los nazis? […] ¿Por qué no podemos ver esas imágenes de forma crítica y activa en lugar de asumir los valores fascistas que había en ellas, o caer en un adormecimiento de la conciencia como consecuencia de su reiteración perturbadora?”, se pregunta Linfield (2010: 72).
En esto Linfield no está sola. Sus preguntas coinciden con los interrogantes que se formulara Georges Didi-Huberman en la inter-pretación que él hace de cuatro fotografías tomadas en agosto de 1944 en Auschwitz, las cuales hicieron parte de una exposición fotográfica mayor titulada “Memoria de los campos”, presentada en París en 2001. En su réplica a las voces que señalan que cualquier intento de imaginar el Holocausto –la Shoah– es un empeño nefasto y voyerista, porque este fue un evento irrepresentable, sin testigos, sin imágenes, Didi-Huberman responde que “los gestos humanos fotografiados en agosto de 1944 por el Sonderkommando de su propio trabajo, de su inhumana tarea de muerte, esos gestos no forman, por supuesto, la imagen ‘integral’ del exterminio” (Didi-Huberman, 2004: 126). Para él, no hay una imagen total, una representación plena, capaz de reponer cabalmente lo sucedido (García y Longoni, 2013); lo que existe son fragmentos, desgarramientos, destellos; si la imagen fuese “total” habría que decir entonces que no hay imágenes de la Shoah, del momento del gaseado, de la escena del exterminio.5 Precisamente “porque la imagen no es total, por lo que es legítimo constatar lo siguiente: hay imágenes de la Shoah que, si no lo dicen todo –y aún menos ‘el todo’– del Holocausto, son de todos modos dignas de ser miradas e interrogadas como hechos característicos y como testimonios de pleno derecho de esta trágica historia” (García y Longoni, 2013: 102). Se trata de una imperfección de las imágenes que permite revisitarlas, regresar a ellas, indagar por un significado distinto al que inicialmente tuvieron, posibilitar que ingresen de nuevo al dominio público (Campbell, 2004: 63).
A un asunto similar se refiere David Campbell cuando aborda el problema de la conciencia moral en situaciones de linchamiento. En su análisis sobre Without Sanctuary,6 una exposición y publicación fotográfica que tuvo lugar en los Estados Unidos en los primeros años de este siglo, y que compiló 4.742 imágenes de afroamericanos sometidos a prácticas de crueldad y sevicia entre 1882 y 1968, Campbell se pregunta si es factible ensayar otras lecturas posibles de imágenes que en su momento no tenían nada de perturbador, al menos...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. Introducción
  6. Primera parte. Latitudes
  7. Segunda parte. Puntualidades
  8. Los autores