Las ruinas de la memoria
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Las ruinas de la memoria

Ideas y conceptos para una (im)posible teoría del patrimonio cultural

  1. 254 páginas
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Las ruinas de la memoria

Ideas y conceptos para una (im)posible teoría del patrimonio cultural

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La memoria y la historia, el pasado y los recuerdos, inundan nuestra conciencia individual y colectiva, hasta el punto de hablarse hoy en día de una obsesión memorialista que se impone en paralelo a la inquietud y la desconfianza que suscita el futuro. La conservación y transmisión del patrimonio cultural se ha revelado como una tarea esencial, a veces de índole casi religiosa, para nuestra sociedad, pues el reconocimiento y valoración de este patrimonio debe garantizar, ni más ni menos, que la posibilidad del mantenimiento de nuestra identidad histórica como comunidad humana.En este ensayo nos preguntamos si el auge de los discursos de la memoria y la expansión abarcadora del patrimonio se deben a la consolidación en nuestra época de una nueva conciencia de historicidad asociada a un nuevo orden y sentido del tiempo o todo ello es más bien producto de la nostalgia provocada por la caída de la confianza en las promesas de un futuro que ha dejado de ser ese horizonte brillante para convertirse en amenaza sombría. Pero, en la prolongación de esta duda, también nos asalta el presentimiento de que la celebridad de la memoria incluso quizá pudiera responder a algo más frívolo, a un fenómeno derivado de nuestra sociedad de consumo que todo lo engulle y que llega a atrapar al pasado para capturarlo y convertirlo en un producto más de entretenimiento y márketing en el que originales, copias y réplicas, ruinas auténticas y falsas reconstrucciones, conviven en gozosa indolencia. En Las ruinas de la memoria se trata de afrontar estos interrogantes a través de un recorrido que aborda críticamente las discusiones que en la actualidad suscita la memoria con el intento de trazar una (im)posible teoría del patrimonio cultural.

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Información

Año
2014
ISBN
9786070305948

I. EL PATRIMONIO CULTURAL Y LA EXPLOSIÓN DE LAS IDENTIDADES. IDENTIDAD HISTÓRICA E IDENTIDAD CULTURAL

Hemos visto cómo el patrimonio cultural está integrado por aquellos productos culturales tangibles o intangibles –materiales o inmateriales– que reúnen un valor excepcional para una colectividad social determinada en cuanto se considera que forman parte esencial de su identidad cultural. La identidad cultural, a pesar de ser un concepto en constante discusión en nuestros días, podríamos definirla como el conjunto de valores, tradiciones, símbolos, creencias y modos de comportamiento que actúan como cohesionadores dentro de un grupo social. Y el patrimonio cultural es inseparable de este proceso de construcción de estas identidades pues, al ser enunciado, reconocido e incluso sancionado legalmente, fomenta que los individuos que constituyen este grupo adquieran un sentimiento de pertenencia al mismo; por ello, el patrimonio cultural puede considerarse como el soporte preciso para “objetivar” una identidad histórica compartida. La cuestión de la identidad cultural, y, en conexión íntima con ella, el patrimonio cultural como soporte de esta identidad, no cabe duda de que es uno de los temas que actualmente se plantea con mayor intensidad, pues se trata de una cuestión acuciante en las sociedades modernas caracterizadas por la fragmentación, yuxtaposición y superposición de identidades. La identidad cultural de una nación o de un pueblo viene definida históricamente a través de múltiples aspectos en los que se plasma su cultura, como la lengua, instrumento de comunicación entre los miembros de una comunidad, las relaciones sociales, los ritos y ceremonias propias, esto es, el sistema colectivo de valores y creencias, además de encontrar expresión física y simbólica en los monumentos, en las ciudades históricas, en los objetos exhibidos en los museos o, en general, en los paisajes culturales, esto es, en la plasmación de la cultura en el territorio. Estos elementos los encontramos en todo grupo humano socialmente organizado. Su diferente grado de complejidad, de desarrollo y de abstracción señala la diversidad entre los distintos pueblos y culturas y, al mismo tiempo, la identidad cultural particular de cada una de ellas. Un rasgo propio de muchos de estos elementos de identidad cultural es su carácter simbólico. De aquí se desprende que quizá pueda observarse a primera vista una cierta contradicción entre la noción de cultura, que es dinámica y fluyente, frente a la de monumento-patrimonio cultural, que nos puede parecer más estática y fija, como elemento cristalizado y condensado de la cultura. En efecto, si la cultura es viva, cambiante y en constante reelaboración, el patrimonio cultural se nos muestra como el producto “sustraído” de este flujo para ser “abstraído” por medio de una operación emocional e intelectual a la vez que fija las cualidades de la cultura y las considera aisladamente en un intento de establecer su pura esencia o noción: el patrimonio cultural resulta así como resultado de una selección, una discriminación en la que intervienen y se amalgaman razones simbólicas y subjetivas junto a otras reflexivas o científicas; pero no cabe duda de que el patrimonio cultural es, en cualquier caso, una construcción social, producto de una intensa dialéctica en la que intervienen distintos agentes sociales, políticos y culturales, de modo que esa estaticidad y fijeza en realidad son aparentes, pues el patrimonio está sometido asimismo a un proceso constante de redefinición y cuestionamiento, como cultura del patrimonio cultural. Y lo mismo sucede, por supuesto, con la noción de identidad que es en sí misma una elaboración intelectual y emocional no estática, sino, todo lo contrario, compleja, cambiante y de carácter relacional, en cuanto la identidad colectiva se define por factores muy diversos. En este capítulo, por lo tanto, pretendemos cruzar varios de estos elementos que son fundamentales para la definición de la identidad, como son la cultura, el patrimonio cultural y las construcciones ideológicas de nación y Estado –que protagonizaron en su origen el proceso de institucionalización del patrimonio– para constatar la consiguiente crisis del Estado-nación en el contexto de la definición de nuevas identidades locales o particulares en paralelo a la tensión que experimentan estas identidades entre las actuales coordenadas del cosmopolitismo y la globalización. En medio de estos ámbitos veremos cómo el patrimonio cultural ha sido y es un importante recurso para la definición de la identidad colectiva en cuanto éste, el patrimonio, asume de modo primario y prioritario un “valor identitario”, como forma de autorrepresentación de la sociedad, en cuanto ésta piensa sobre sí misma y reconoce en su patrimonio cultural un conjunto de rasgos propios que la identifica como colectividad; pero el patrimonio cultural también se arroga de otra serie de valores complementarios al identitario, pues también asume un “valor hermenéutico”, como cauce de interpretación de la propia conciencia colectiva desde la concreta y personal historicidad, un “valor heurístico”, en cuanto al eterno retorno sobre la indagación o el descubrimiento de las raíces históricas ubicadas en la memoria recóndita, además del mencionado valor simbólico como representación sensorialmente perceptible de la realidad identitaria, y también, por supuesto, un evidente “valor mnemotécnico”, pues el patrimonio es soporte de la memoria en cuanto provoca asociaciones mentales y emotivas que facilitan el recuerdo o, al menos, evitan el olvido. El aparente carácter estático del patrimonio cultural se torna así en nuestras manos, como vemos, en un componente crítico e ideológico de primer orden y de importancia fundamental en el proceso de constitución de la identidad colectiva y, en especial, de la identidad nacional en cuanto el prestigio del patrimonio ha favorecido y apoyado la institucionalización de esta identidad. La identidad nacional o de un pueblo o una comunidad, como concepto ideológico, se construye y en este proceso intervienen decisivamente la relectura y resignificación de la historia y de la memoria, de sus héroes y sus mitos, de sus altas creaciones artísticas e intelectuales. El patrimonio cultural es, en suma, un elemento susceptible de actuar como referente simbólico para construir un discurso hegemónico, el discurso de la nación, pero también el de aquellas otras identidades minoritarias que buscan, cada vez con mayor voz y fuerza, su legitimación. El éxito de esta proclama dependerá en buena medida de la cohesión que alcancen los elementos simbólicos sobre los que aquel discurso se sostiene. De hecho, puede afirmarse de entrada que frente a las tendencias a la integración y homogenización que ha impuesto el nacionalismo occidental moderno –y, en paralelo, la construcción de la noción moderna de patrimonio nacional– los procesos identitarios actuales tienden, por el contrario, hacia la dispersión, hacia la afirmación de los particularismos, hacia las mutaciones de la identidad en un mundo en el que las naciones se desgajan en una multiplicidad de identidades, de modo que los argumentos de tipo racional-legal cada vez ceden más terreno frente a los discursos de tipo étnico, religioso o cultural y el patrimonio cultural se encuentra en medio de esta dialéctica como un elemento crucial de debate y, a veces incluso, de confrontación o disputa.

EL VALOR REMEMORATIVO DE LOS MONUMENTOS: LA VANIDAD DE LA MEMORIA Y SU REAPROPIACIÓN SIMBÓLICA

La más evidente y deliberada expresión de la memoria se condensa en el denominado monumento conmemorativo, aquel que intencionalmente se ha erigido en un lugar público con la finalidad expresa de perpetuar un acontecimiento juzgado relevante para la memoria histórica o para la identidad colectiva de un pueblo o de una nación. Aunque numerosos monumentos han sido levantados con el propósito inicial y prioritario de perpetuar la memoria, podríamos afirmar que el hecho de hablar de “valor rememorativo” en los monumentos es quizá una redundancia, pues en su misma raíz etimológica el término latino monumentum incluye los significados de munere, esto es, advertir o recordar: el monumento es un objeto físico, contundente en su presencia, erigido en un lugar público y en un momento determinado y con la función de mantener siempre vivo en la memoria un acontecimiento del presente –aunque éste, claro está, que, ineludiblemente, se convertirá en pasado–. El monumento conmemorativo ambiciona ser depósito activo de la memoria, testigo de un pasado que en realidad no quiere ser pasado, pues pretende actualizarse constantemente en el presente y desde el presente. Pero la memoria que pretende transmitir el monumento conmemorativo –a diferencia del resto de los monumentos– no es una memoria fragmentada, selectiva o indirecta, sino que más bien es memoria explícita y evidente, pues tiene la deliberada pretensión ideológica de consagrar un mensaje completo y unitario, sin fisuras, como un medio fundamental de ejercer un control estratégico o propagandístico sobre las masas. De ahí que la iniciativa de erigir monumentos conmemorativos la mayor parte de las veces haya surgido de los poderes establecidos, como un modo de consagrar y transmitir un determinado tipo de identidad impuesta. El monumento conmemorativo suele levantarse aislado, alto y erguido, y se empeña con su solemne altivez en provocar la presencia constante del recuerdo, en impedir que determinados hechos desaparezcan de la conciencia o de la identidad colectiva para sumirse en las brumas del olvido. La mayor parte de las grandes creaciones monumentales de la humanidad, más allá de la presencia o no en sus orígenes de esta intencionalidad rememorativa, transportan este mensaje de la memoria grabado con letras de fuego: unos de manera explícita y otros de modo latente, los monumentos –tanto los intencionalmente rememorativos como los que no lo fueron en su origen– siempre se empeñan en recordar con su presencia el motivo por el que se alzaron, bien sea el arco de triunfo que deliberadamente perpetúa la grandeza de Roma o las catedrales góticas que apuntan con sus flechas hacia el cielo como símbolos de la omnipresencia eterna de Dios, así como los suntuosos palacios de los soberanos que nos recuerdan el ejercicio de su poder absoluto a través del tiempo, lo mismo que pretendieron las esculturas de algunos gobernantes, dictadores o déspotas poco ilustrados, que en su día fueron erigidas como delirios de grandeza aunque para muchos otros fueran recordadas como terribles pesadillas del pasado.
La tipología artística y narrativa del monumento conmemorativo ha estado anclada durante mucho tiempo en la exaltación del culto heroico y la tradición épica, rasgos dominantes que le han dotado casi siempre de un marcado conservadurismo formal e ideológico. La iconografía alegórica ha sido el modo de expresión característico del monumento conmemorativo, pues, fluctuando entre los polos extremos del idealismo y el realismo, éste se ha caracterizado por desplegar habitualmente un sentido narrativo grandilocuente para que pueda ser fácilmente percibido y compartido por las masas que asisten subyugadas a la presencia de la personalidad excepcional o del acontecimiento extraordinario. La efigie del emperador o monarca, la del condotiero o el general de los ejércitos, la del erudito, el científico o el literato, rememoran ese acto excepcional, bien sea a través de este culto a la personalidad individual, o bien a través de la exaltación del acontecimiento colectivo legendario o glorioso, como la independencia, la liberación, la gesta heroica y militar. El monumento conmemorativo habitualmente ha manifestado en todas sus modalidades unos elementos narrativos o representativos comunes, como son la comprensión palmaria del acontecimiento celebrado – pues debe ser asumido de modo inmediato por las masas– junto con el distanciamiento reverencial hacia el tema –con los recursos frecuentes de la elevación y el pedestal o de la escala mayestática– y, al mismo tiempo, requiere la presencia de un vínculo emotivo que favorezca la relación de identidad del espectador con el acontecimiento representado.
Esto ha sido así durante siglos y en las más diversas culturas y civilizaciones, pero la crisis de la escultura conmemorativa tradicional abierta en las últimas décadas del siglo XX, aún manteniendo su afán rememorativo característico, ha cultivado nuevas formas de expresión simbólica que han abierto nuevos e interesantes cauces expresivos a esta tradicional tipología del monumento conmemorativo. En este sentido, podemos mencionar algunos destacados proyectos que nos permiten constatar una superación del tradicional concepto de monumento conmemorativo, aislado y mayestático, para asociarlo a nuevas manifestaciones o acciones urbanas en el espacio público que pretenden fijar la memoria colectiva de acontecimientos muchas veces de carácter dramático o incluso traumático. Un interesante estudio del filósofo Bentivegna ha ejemplificado algunas de las más interesantes muestras de esta renovación (Antonio Bentivegna, 2006), siguiendo además los textos de Rosalind Krauss o Sven Spieker. Un ejemplo muy conocido y elocuente de esta transformación expresiva puede ser el Vietnam Veteran Memorial (VVM), el monumento conmemorativo alzado en Washington en 1982 y dedicado a los soldados norteamericanos fallecidos durante la guerra de Vietnam que ha sido muy comentado por la crítica: este monumento fue concebido por Maya Lin, una joven estudiante asiática que rechazó la retórica contemplativa y distanciada habitual y, por el contrario, recurrió al gesto mínimo del trazado de dos líneas virtuales que conectaban simbólicamente el VVM con dos monumentos heroicos tradicionales, el Lincoln Memorial y el Washington Memorial. A pesar de esta recurrencia a formas arquitectónicas y a trazados geométricos simples, este monumento conmemorativo asume dos rasgos juzgados como característicos e irrenunciables de la tipología, como son, en primer lugar, la plasmación explícita del mensaje de la memoria, con la inscripción de los nombres de los héroes, y, en segundo lugar, la implicación emocional y física del espectador en la rememoración, pues la artista obliga al visitante a penetrar en el monumento y a recorrerlo de modo activo en un dramático movimiento de descenso y ascenso a través de un muro de granito negro; es decir, uno de los cambios fundamentales es la apelación a un espectador activo antes que puramente pasivo o contemplativo. El monumento de Maya Lin se convirtió en una referencia inevitable en el proceso de transformación y conversión del monumento en paisaje, en cuanto deriva la atención del objeto monumental al territorio y, a la vez, al sujeto existencial: se desplaza la acción simbólica del objeto al lugar –por eso se habla de memorial o lugar de memoria– y el lugar resulta un elemento ineludible para dotar de sentido a la memoria; la escultora redujo su intervención a una herida en el territorio, una marca en el lugar, a partir de un muro hundido, quebrado y recortado en el paisaje, es decir, un ejercicio, paradójicamente “antimonumental”. Planteamientos similares se han desarrollado a partir de entonces en este mismo sentido. Un ejemplo que todos tenemos en la mente son las muy conocidas propuestas conmemorativas que se presentaron para la “zona 0” de Nueva York y sobre todo el proyecto ejecutado de Peter Walker y Michael Arad: como en el monumento de Maya Lin, Reflecting Absence de Walker y Arad se hunde en la tierra y asimismo es antiheroico en cuanto renuncia a la retórica de las banderas y los estandartes. También podemos observar planteamientos similares en el monumento a las víctimas del 11-M de Atocha en Madrid (2004), con el volumen del cilindro realizado íntegramente en vidrio y que propone como protagonistas a las propias víctimas, cada una de ellas homenajeada por el monumento a partir de los mensajes dejados por los ciudadanos en la estación de Atocha que se tallan en el espacio interior de vidrio brillando según el momento del día en función de la incidencia de la luz; también este monumento requiere la participación del receptor que penetra en su interior, en el Vacío Azul, para apreciar “el aire y la atmósfera que se respira desde la sala interior”.
Otras interesantes y controvertidas experiencias en este ámbito del monumento conmemorativo se han producido en el campo que el teórico norteamericano James Young denomina el conter-monument (antimonumento) esto es, aquella revitalización de la memoria lacerante provocada por los delitos y genocidios perpetrados por una nación y que especialmente provocó algunas interesantes intervenciones artísticas y críticas en Alemania en los años ochenta en recuerdo del Holocausto (James E. Young, 1992). Este interesante artículo de Young documentaba esta tendencia contra-monumental con la obra de Sol Lewitt presentada en el festival Skulpture Prokekte de Münster de 1987 que creaba un monumento dedicado a los judíos víctimas del genocidio nazi titulado Black Form a partir de una contundente serie de piedras negras en hilera situadas en la Platz der Republik de Hamburgo en una disposición que deliberadamente molesta, pues impedía la fluidez del tráfico de personas y vehículos, de manera que, ante el rechazo popular, fue derribado en marzo de 1988, una vez que el monumento se había degradado cubierto de grafitis, desaparición que creó un hueco, un vacío, que Young juzgó como “un monumento ausente para conmemorar a unas personas ausentes”; más tarde, una estructura similar se levantó frente al ayuntamiento de Hamburgo-Altona dedicada a los judíos que faltan. Otro dramático ejemplo es el monumento del artista alemán Jochen Gerz titulado 2146 Steine, Mahnmal gegen Rassismus (2 146 piedras, monumento contra el racismo), una intervención realizada en Sarrebruck, cuartel general de la Gestapo, en la que el artista tomó 2 146 adoquines con el nombre inscrito de cada uno de los 2 146 cementerios judíos existentes en Alemania en 1939, adoquines que se colocaron en una avenida central de la ciudad pero con la inscripción hacia abajo, acto simbólico con el que Gerz recordaba que “la memoria es como la sangre, está bien cuando no se le ve”. Por su parte, el monumento Und Ihr Habt doch Gesiegt! (¡Y después de todo han ganado!), realizado en 1988 por Hans Haacke en Graz, utilizó de modo sorprendente la reproducción exacta de la misma decoración empleada por los nazis cincuenta años antes para revestir la columna de la plaza central de Graz, con la conmoción del inesperado regreso al presente de un monumento del pasado, esto es, provocando un injerto del pasado en el presente y dislocado a partir de su descontextualización. Estos ejemplos de rememoraciones del holocausto en el espacio público de ciudades alemanas dieron paso en los noventa a dos contundentes intervenciones artísticas ejecutadas en Berlín y muy conocidas internacionalmente, como son el Museo Judío de Daniel Libeskind y el Monumento al Holocausto de Piter Eisenmann. En efecto, la memoria del holocausto encontró su expresión más poderosa en la decisión de crear un museo judío que remplazara el que la Gestapo cerró en 1938 que, iniciado en 1991, fue situado en una zona del Berlín occidental, en un área de 15 000 m2 ocupada por el Kollegienhaus, edificio barroco del siglo XVIII, y la Corte Suprema de Prusia, según un proyecto de Daniel Libeskind. La fachada del edificio presenta un aspecto dramático con una serie de cortes que, a modo de llagas o cicatrices, atraviesan la piel metálica en diferentes direcciones que corresponden con las ubicaciones y direcciones de importantes centros judíos en Berlín que fueron dibujadas en un mapa de la ciudad y luego proyectadas en la fachada. El vínculo entre los dos edificios se produce a través del volumen de la escalera que atraviesa todo el edificio antiguo y simboliza la relación entre judíos y alemanes, una relación oculta, subrepticia. Tres líneas subterráneas o ejes diferentes a la forma zigzagueante del edificio definen el concepto general de la obra y simbolizan tres aspectos de la experiencia judía en Alemania, continuidad, exilio y muerte: a] el eje de la continuidad es el único que conduce a las galerías del museo y, tras recorrer el pasillo del eje, el espacio se nos abre verticalmente en una caja de escaleras, alcanzando toda la altura del edificio y brutalmente cruzada por vigas diagonales; b] el eje del exilio conduce a un jardín exterior fuera de los límites del edificio con 7 × 7 pilares de hormigón que sostienen jardines en la parte superior –evocación de los jardines de Babilonia– bloques en malla que los visitantes deben recorrer y experimentar y que están girados 10 grados respecto al plano del piso para generar una sensación de inestabilidad en contraste con el orden geométrico de la malla, aunque el jardín no tiene salida y simboliza una prisión sin puertas; c] el eje del holocausto concluye en otra sala de exposición rematada por una pu...

Índice

  1. Portada
  2. Título de la Página
  3. Copyright
  4. PREFACIO
  5. CUESTIONES INTRODUCTORIAS: LA CULTURA DEL PATRIMONIO CULTURAL
  6. I. EL PATRIMONIO CULTURAL Y LA EXPLOSIÓN DE LAS IDENTIDADES. IDENTIDAD HISTÓRICA E IDENTIDAD CULTURAL
  7. II. EL PATRIMONIO CULTURAL Y LA CRISIS DE LA AUTENTICIDAD ORIGINAL O AUTÉNTICO VERSUS RÉPLICA O FALSIFICACIÓN
  8. III. EL PATRIMONIO CULTURAL Y LA CULTURA DE MASAS CONSUMO, TURISMO E IMAGEN
  9. IV. EL PATRIMONIO CULTURAL Y LAS ENCRUCIJADAS DEL TIEMPO. TIEMPO Y LUGAR, MEMORIA E HISTORIA
  10. BIBLIOGRAFÍA CITADA EN EL TEXTO