Filósofos de paseo
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Filósofos de paseo

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Filósofos de paseo

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¿Qué relación hay entre pasear y pensar? Muchos de los filósofos más importantes comparten una pasión: caminar al aire libre. Algunos repiten el mismo recorrido cada día y otros no paran de explorar nuevos caminos; hay quienes odian el campo y quienes adoran los parajes sublimes; unos disfrutan a la sombra de limoneros y otros se ocultan en bosques misteriosos. La Naturaleza nunca será un mero decorado para Nietzsche, Heidegger, Adorno, Sartre y otros grandes pensadores, sino la dimensión fundamental de algunas de sus más famosas ideas.Esta polémica y delirante crónica de Ramón del Castillo le da un nuevo giro a la historia del caminar, que nos ha cautivado gracias a Rebecca Solnit, Frédéric Gros o Merlin Coverley.

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Información

Editorial
Turner
Año
2020
ISBN
9788417866969
iii
Sendas prohibidas
Heidegger
Da la impresión de que los grandes pensadores siempre se han sentido más atraídos por lo sublime que por lo común. Prefieren lo sobrecogedor a lo plácido, los bosques sombríos a los parques luminosos, las cumbres desafiantes a las arboledas tranquilas. La mayoría de los filósofos del siglo xx no se han sentido atraídos por el jardín público. Los imaginamos como visionarios en escenarios espectaculares, pero no como cuidadores de un pequeño terreno, con su pala y su rastrillo. Quizá les avergüence estar cerca de macetas o de regaderas. Quizá su profundidad esté reñida con labores hortelanas y distracciones domésticas. Quizá la jardinería les pareció a muchos algo similar a la cocina: cosas de mujeres o de criados, tareas de débiles o de inferiores. Los filósofos han despreciado los pequeños placeres de la jardinería por varias razones, entre ellas, porque puede inspirar la “simple alegría de vivir, la alegría de estar aquí, en la tierra, viviendo una aventura efímera e insensata”.1 Para ellos ese sentimiento no es suficiente; ese tipo de dicha, dirían, es vulgar, igual de vulgar que la que inspiran otras distracciones carentes de originalidad como “la pesca con caña, el camping, el bricolaje, las artes domésticas”.2 Para la élite del pensamiento, la jardinería, probablemente, es solo eso: otra expresión de una felicidad popular, insignificante, ridícula, a veces hasta miserable y mezquina, una felicidad gregaria y reducida al espacio del ocio y del recreo. La jardinería pudo ser elegante durante un tiempo, pero en el siglo xx es básicamente eso, signo de mediocridad, afición de seres demasiado mansos y a menudo horteras. A los filósofos, en cambio, les siguen correspondiendo “las estrategias sutiles de la distinción, de la dominación simbólica”.3 Desde luego, la jardinería pudo parecer ridícula para muchos que aspiraban a otras emociones más elevadas, aunque lo que nunca pensaron es que también se podía ridiculizar desde abajo. No hace falta ponerse digno, basta con ponerse irónico. No se necesita a los filósofos para reconocer las trampas y las falsas ilusiones que genera el jardín. Flaubert se mofó a finales del siglo xix de las aspiraciones de las ciencias (incluida la agronomía y la jardinería) en Bouvard y Pécuchet, pero podríamos imaginar otra novela similar, que también arrancara en un banco de París, solo que durante el siglo xx, donde las torpezas de dos seres absurdos pusieran en evidencia los lugares comunes no solo de una clase media con jardines vulgares llenos de enanos, sino también de una clase burguesa, más adinerada, que los cuida con primor y devoción, como si la salvación de su alma estuviera en juego. Pero volvamos a los filósofos: ¿plantaron algo cuando nadie les veía?4 ¿Tuvieron sus cabañas huerto o jardín? ¿Se dignaron plantar algo cuando se aislaban para meditar en ellas? No lo parece, según veremos a continuación.5
Los románticos que deambulaban al aire libre a veces deliraban. Podían resultar solemnes y trágicos, pero también sabían mantener la ironía. El bosque por el que Heine derramó lágrimas al atardecer, entre árboles de ensueño, no da miedo ni sobrecoge. Los bosques que pintó Caspar David Friedrich a veces son oscuros y misteriosos (con sus crepúsculos y sus lunas, entre siluetas de árboles, con sus ruinas de iglesias y cementerios entre la niebla), pero nunca llegan a ser truculentos. Aunque a Hitler le encantó su visión pura de una cumbre de los Alpes bávaros (Der Watzmann) y se instaló en su residencia de verano en Berchtesgaden, Friedrich también pintó tranquilos parajes con insignificantes pastorcitos y sus ovejitas debajo de árboles solitarios. Poco amenazantes son también los de Carl Blechen, donde aún salen ruinas de castillos e iglesias góticas, típicas estampas románticas, pero también constructores de puentes, señoritas sorprendidas bañándose desnudas en el bosque y luminosos parques y villas italianas. Por lo que toca a las letras, Theodor Fontane demostró en sus Paseos por la Marca de Brandemburgo, escritos desde 1862, que el campo no tiene por qué provocar fantasías tenebrosas. También puede inspirar descripciones detalladas de entornos, parajes, usos y costumbres populares a las orillas del Havel. No había en Fontane, decía Walter Benjamin hacia 1929 o 1930 en un programa de radio para niños y jóvenes, “ni descripciones líricas de la naturaleza, ninguna exaltación lunar, ni bellas palabras sobre la soledad del bosque, ni otras cosas del mismo tipo, con las que a veces tenéis que bregar en el colegio”.6
Los filósofos que surgen a principios del siglo xx en Alemania están más allá de todo esto: son mucho más oscurantistas que los antiguos románticos, y aspiran a algo mucho más impresionante que las insignificancias del costumbrismo. Les domina el desprecio hacia lo ordinario y la obsesión por la autenticidad. Su devoción por lo popular es arcaica y regresiva, y los espacios naturales les tienen que insuflar dos cosas: fuerzas ocultas y recóndita serenidad. Desprecian lo pintoresco e inventan una fantasía siniestra sobre la vuelta a lo esencial. Heidegger es su sumo artífice. Gracias a él, la Selva Negra nunca será un destino turístico más (con sus hotelitos folclóricos y sus pistas de esquí) donde observar algunos de los relojes de cuco más grandes del mundo, sino un reducto especial de revelación, un espacio donde alguien que no se dejó distraer por los sentidos (el “pequeño gran maestro”, Heidegger) logró dar con la clave del destino de Occidente.7 Debemos recordar que, en su primera época, Heidegger se afilió a grupos ultracatólicos y nacionalistas que defendían la vuelta a una especie de nueva Edad Media, una nueva era de valores puros, y homenajeó a un monje agustino del siglo xviii que había predicado contra la vida en las ciudades y ensalzaba la vida humilde de las aldeas. Sin embargo, poco a poco, a lo largo de su carrera logrará disfrazar su antimodernismo con ropajes menos monacales, aunque no por ello menos peligrosos. Atuendos sobrios y simples, pero regionales, con los que oficiará de maestro para un cenáculo de iniciados que, de seguir su ejemplo, podrían llegar a descubrir en los bosques germanos algo único, algo que no se revela ni en las jornadas campestres del Jugendbewegung (‘movimiento juvenil’),8 ni en las experiencias espirituales al aire libre que recetaban Steiner y su secta antroposófica.
Los bosques de Heidegger no producen espanto, pero infunden cierto temor, cosa nada original.9 Como cuenta Remo Bodei en uno de sus mejores libros, Paisajes sublimes. El hombre ante la naturaleza salvaje,10 a lo largo de la historia los bosques han inspirado veneración, pero también miedo. Representaron, a veces, un estadio salvaje de la humanidad del que se salió para asentarse en espacios abiertos, claros y luego llanuras, valles o riveras con chozas, aldeas, ciudades y estados. Como Bodei dice, citando a Vico, el derecho, la familia y las instituciones “nacieron en oposición a los bosques”. A la civilización, por decirlo así, le es consustancial la deforestación, la transformación de zonas boscosas en terreno cultivable. No es extraño, entonces, que a veces la caída de una civilización se represente con la expansión de un bosque que gana terreno perdido y reconquista la ciudad con plantas y animales salvajes.
A los romanos los bosques germanos (populus nigra) les infundían pavor. Preferían, como dice Bodei, los lugares amenos (amoeni), paisajes que los hombres han trabajado y vuelto fértiles, “reflejos visibles de la vida civil” (o sea, campiñas, sotos, arroyuelos, ríos plácidos, huertos y jardines). Los oscuros bosques germanos, en cambio, les parecían algo como un límite más allá del imperio (marciana silva) y lo asociaban con...

Índice

  1. Introducción. El paseo interminable
  2. I Pensadores al aire libre. De Kant a Hegel
  3. II Sin vuelta atrás. Nietzsche
  4. III Sendas prohibidas. Heidegger
  5. IV Paseantes mínimos. Adorno
  6. V Ni monje, ni jardinero. Wittgenstein
  7. VI El jardín de la náusea. Sartre
  8. VII Entre bosques y frutales. Fowles
  9. VIII Perderse de vista. Walser y compañía
  10. Agradecimientos