El arte y sus objetos
eBook - ePub

El arte y sus objetos

Con seis ensayos suplementarios

  1. 308 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

El arte y sus objetos

Con seis ensayos suplementarios

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La edición definitiva de un clásico de la EstéticaCuando Wollheim publicó la primera edición de su libro, la pregunta "¿qué es el arte?" se había impuesto entre los estudiosos de la estética y la teoría del arte, pero también entre los críticos y, en general, los amantes del arte. La evolución de la vanguardia había sembrado un notable desconcierto al romper con las pautas tradicionales de lo artístico. Cuando Wollheim publicó la edición definitiva, que presentamos ahora en La balsa de la Medusa, el desconcierto no solo seguía presente, había aumentado. En la actualidad, la pregunta sigue latiendo con toda su fuerza. El autor no pretende contestarla directamente, y así lo dice en las primeras páginas, sino a partir de las manifestaciones artísticas, de sus características, la condición del artista, también la del receptor y la del crítico. Y lo hace en un riguroso debate con las principales teorías que se han elaborado, Croce, Collingwood, Wölfflin, Gombrich, Dickie, etc., y, conviene también decirlo, con un debate riguroso consigo mismo.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a El arte y sus objetos de Richard Wollheim, David Díaz Soto en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Art y Art Theory & Criticism. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2020
ISBN
9788491142881
Categoría
Art
Ensayo 1

La teoría institucional del arte

Por teoría institucional del arte entiendo una teoría que ofrece una definición del arte: la definición que ofrece pretende no ser circular o, al menos, no de un modo defectuoso y define el arte por referencia a lo que dicen o hacen personas o agrupaciones de personas cuyos roles son hechos sociales. No todo el mundo, de hecho, no todos los que suscriben la teoría institucional, estarían de acuerdo siquiera con este resumen de la misma, de modo que ha de tomarse como un resumen en parte estipulativo.
Al tratar de definir el arte, la teoría institucional ofrece algo más que un mero método para discriminar aquellas cosas del mundo que son o resultan ser obras de arte. En realidad, que ofrezca siquiera tal método depende de que la definición que propone pueda emplearse operacionalmente, o si es epistemológicamente eficaz, pero, si lo es, entonces lo que resulta significativo del método es que discrimina las obras de arte por aquellas propiedades que les son esenciales, y solo por estas. A este respecto, la teoría institucional está comprometida con un proyecto que resulta mucho más radical, y también mucho más tradicionalista, que, por ejemplo, el que examino en la sección 60 de la parte principal del texto, y es también, precisamente, el proyecto que, durante las dos últimas décadas, aproximadamente, filósofos más inclinados al escepticismo, expresando su deuda con Wittgenstein, han declarado imposible. La teoría institucional, al proponer una definición del arte, promete un retorno a lo que considera la corriente principal en estética.
No obstante, si la teoría es ambiciosa en sus propósitos, es, o tiende a ser, afectadamente modesta en cuanto a su alcance. La mayoría de los partidarios de la teoría institucional afirman distinguir más de un sentido del término «arte», y la definición que ofrecen solo pretende referirse al sentido primario, o «clasificatorio». Usado con este sentido, «arte» asigna la cosa a la cual se aplica a una cierta clase o categoría. Pero los institucionalistas distinguen también un sentido «valorativo» del término, y a veces uno «honorífico» o «de consideración». Usado en el sentido valorativo, «arte» clasifica la cosa a la cual se aplica en el puesto más elevado entre los miembros de esa clase o categoría. De modo que decir de un cuadro de Tiziano, en este sentido, «Esta pintura es una obra de arte» significa que es una buena o excelente obra de arte, y podemos ver que tiene que significar eso (prosigue el argumento), simplemente porque presentar esa pintura como pintura es ya dejar claro que es una obra de arte en el sentido clasificatorio, y nadie que pronuncie la frase antes citada pretende decir una tautología. Usado en el sentido de cierta consideración, «arte» se aplica solo a cosas que no son miembros de la clase o categoría original, y su uso equivale a una exhortación al espectador a tratarlas como si lo fueran. Un ejemplo de este uso que es recomendable para muchos filósofos contemporáneos del arte se presenta cuando un trozo de madera arrastrado por la corriente, modelado con buen gusto por las olas con una forma escultórica de postguerra, es hallado en una playa y el aficionado que se lo lleva a casa dice de él que es una obra de arte.
(Es importante reconocer que no proporciona prueba alguna en favor de un sentido valorativo de «arte» el hecho de que a veces usemos el término «arte» para clasificar las cosas a las que se aplica en el puesto más alto, no de la clase de las obras de arte, sino entre todas las cosas del mundo; como cuando, por ejemplo, la indicación «Precaución: esta caja contiene obras de arte» resulta obvia. Este tipo de uso solo refleja el hecho de que valoramos mucho el arte: no demuestra nada sobre el término «arte» y su significado.)
Los sentidos de un término no deben multiplicarse sin necesidad, y estos ejemplos no logran probar que haya tal necesidad en el caso del término «arte». Lo que sí demuestran es que «arte» a menudo se usa de modo idiomático, o de maneras que no pueden entenderse simplemente sobre la base del conocimiento de su significado primario. Pero, con el objeto de entender esos modismos, lo que hace falta no es un conocimiento específico de algún sentido adicional del término, sino el conocimiento general de un modo de hablar. Más concretamente, el sentido valorativo de «arte» puede explicarse como un caso de elipsis, y el sentido de consideración como un caso de metáfora. Los ejemplos que los institucionalistas citan no proporcionan evidencias de usos especiales de «arte» en mayor medida que el epitafio de Marco Antonio sobre Bruto («Era un hombre») requiere un sentido especial (presumiblemente valorativo) de «hombre», o que el juicio de Plauto sobre el hombre («El hombre es un lobo para el hombre») exige un sentido especial (presumiblemente de consideración) de «lobo».
Un argumento suplementario en favor de la opinión de que el término «arte» tiene más de un sentido apela a la afirmación hecha por muchos filósofos del arte (Collingwod, Clive Bell) según la cual buena parte de lo que comúnmente se denomina «arte» no es arte en absoluto. Pero ni la verdad de esta afirmación (si es que es verdadera) ni el hecho de que se haga la afirmación otorga apoyo alguno a la conclusión deseada.
Comoquiera que sea, si en realidad hay solo un sentido del término «arte», de modo que es este el que toda definición de arte debe tratar de definir, esto es relevante para la Teoría Institucional solo en la medida en que elimina la limitación de alcance que la teoría pretende tener. Si pasamos ahora al contenido de la teoría, tomaré como la mejor definición representativa la que propuso George Dickie. Dickie escribe: «Una obra de arte en el sentido clasificatorio es (1) un artefacto (2) un conjunto de cuyos aspectos ha dado lugar a que se le confiera el estatuto de candidato para recibir la valoración de alguna persona o personas obrando en nombre de una determinada institución social (el mundo-del-arte)». Ignoraré dos frases de esta definición. «En sentido clasificatorio»: obviamente. «Una serie de aspectos del cual»: porque esta frase se introduce para solucionar un problema que, como reconocerán los lectores de Art and its Objects, considero mal planteado: esto es, la demarcación de las propiedades estéticas de una obra de arte, en contraposición a las no-estéticas, o la identificación de aquello que en general recibe el nombre de «el objeto estético» (secciones 39, 52; Ensayo III).
La cuestión crucial que hay que plantear sobre la definición es esta: ¿ha de presumirse que quienes otorgan un estatus a algún artefacto lo hacen por buenas razones, o no hay tal presunción? ¿Podrían no tener buenas razones, o malas razones, y ser, sin embargo, efectiva su acción, dado que ellos mismos tienen el estatus apropiado –es decir, que representan al mundo del arte?
Para discutir esta cuestión, no asumiré que las razones –si es que hay razones– puedan ser formuladas clara y exhaustivamente, ni asumiré que, si se las sostiene, hayan de ser sostenidas conscientemente. Semejantes supuestos solo podrían entorpecer el argumento.
Así pues, vamos a empezar suponiendo que la respuesta es que los representantes del mundo del arte deben tener buenas razones para lo que hacen, y que no pueden apoyarse únicamente en su estatus. Si es así, entones el requisito se debería haber hecho explícito en la definición. Sin embargo, también podría parecer que se nos debe, más allá y por encima del reconocimiento de estas razones, una explicación de cuáles podrían ser, y concretamente, de qué haría que fueran buenas razones. Pues, una vez que tuviéramos una explicación así, podríamos darnos cuenta, entonces, de que tenemos los materiales a partir de los cuales, sin más ayuda, se podría construir una definición del arte. Si los representantes del mundo del arte, dispuestos a otorgar un estatuto a un artefacto, son efectivos solo si tienen ciertas razones que justifiquen su selección de este artefacto más bien que aquel otro, ¿no parece como si aquello en que consiste que un artefacto sea una obra de arte fuera que satisface esas razones? Pero, si es así, entonces lo que hacen los representantes del mundo del arte se denomina de modo inapropiado «concesión» de estatus: lo que hacen es «confirmar» o «reconocer» el estatus, puesto que el artefacto goza de ese estatus antes de su acción, y la consecuencia es que la referencia a su acción debería eliminarse de la definición de arte en tanto que inesencial, en el mejor de los casos.
En su forma actual, el argumento, por supuesto, no es concluyente, porque bien pudiera ser que el estatuto de obra de arte no deba conferirse a un artefacto sin buenas razones, y que sin embargo lo que hace de ese artefacto una obra de arte no sea simplemente que esas buenas razones son válidas: hay que aplicar esas buenas razones y otorgar realmente el estatuto. La concesión de estatus no es suficiente, son necesarias también buenas razones, pero la concesión es también necesaria –existen numerosos fenómenos legales que muestran exactamente esta estructura.
Es preciso hacer dos observaciones relevantes. La primera es que necesitamos distinguir entre dos tipos de buenas razones. Puede haber buenas razones para mantener que un objeto tiene cierto estatus, y puede haber buenas razones para conferir ese estatus a un objeto: las buenas razones para casar a dos personas no son buenas razones para creer que ambos están ya casados. Ahora bien, en el presente caso nos veríamos reforzados en la creencia de que la concesión de un estatus es esencial para que algo sea una obra de arte si se pudiera demostrar que las buenas razones que deberían tener los representantes del mundo del arte son del segundo tipo, y no del primero. Serían razones, no de que sea una obra de arte, sino para convertirla en tal.
Por supuesto, en ausencia de cualquier tipo de explicación de cuáles son o podrían ser esas razones, el problema es irresoluble, pero es difícil ver cómo podría haber presuntas razones para hacer de un artefacto una obra de arte que no se entendieran mejor como razones de que aquel sea una obra de arte. Lo cual conduce a la segunda observación: si hemos de aceptar la opinión de que la concesión de un estatus por los representantes del mundo del arte es necesaria para que algo sea una obra de arte, y si eso no ha de ser una concepción radicalmente revisionista de qué son y qué no son las obras de arte, entonces se necesitan indicios independientes sobre lo que los representantes del mundo del arte supuestamente hacen. Estos no tienen por qué ser indicios sobre alguna acción totalmente nueva por su parte. Podrían ser indicios de que una nueva descripción de alguna acción previamente identificada es verdadera: de que encargar una pieza musical, adquirir una pintura para una galería, escribir una monografía sobre un escultor deben ser descritos como actos que otorgan el estatuto de arte a ciertos artefactos. Pero lo que esos indicios tendrían que probar es que la nueva descripción propuesta para la acción corresponde a algo en el modo en que la acción se realizó. Una teoría que se denomina a sí misma «institucional» difícilmente puede permitirse confirmar los hechos sociales que postula apelando a la mera fuerza explicativa –incluso si dicha fuerza fuese más poderosa de lo que parece ser el caso–. Además de ello, la teoría, para merecer ese nombre, debería indicar prácticas, convenciones o reglas positivas, que estén todas ellas explícitas en la sociedad (el mundo del arte), incluso si están explícitas meramente en la mente del agente real (el representante del mundo del arte).
No obstante, es improbable que el institucionalista se encuentre en la posición que acabamos de describir. Con respecto a la evidencia existente, es más probable que responda a la cuestión crucial del modo contrario y niegue que los representantes del mundo del arte necesiten tener buenas razones para conferir el estatus apropiado a un artefacto. Todo cuanto necesitan (dirá) es que ellos mismos tengan el estatuto apropiado: exigir más es dar muestras de una grave confusión. La confusión se establecería entre las condiciones bajo las cuales algo es (o se convierte en) una obra de arte y las condiciones bajo las cuales una obra de arte es una buena obra de arte. Afirmar que algo es una obra de arte depende, directa o indirectamente, solo del estatus; por contra, afirmar que una obra de arte es una buena obra de arte sí requiere verse respaldado por razones, y no recibe apoyo del estatus. Pero la cuestión ante la que nos hallamos, y a la que se enfrenta la teoría institucional, es, como se nos recuerda, la primera, y no la segunda.
Esta respuesta del institucionalista contraría dos poderosas intuiciones que tenemos.
La primera: hay un interesante vínculo entre ser una obra de arte y ser una buena obra de arte –un vínculo, en otras palabras, por encima y más allá del hecho de que lo primero sea un presupuesto para lo segundo–. Sin duda, hay maneras fáciles de concebir ese vínculo: por ejemplo, pensar que a es mejor obra de arte que b si y solo si a es más obra de arte que b (cf. la sección 32). Sin embargo, parece idea bien asentada que la reflexión sobre la naturaleza del arte tiene un importante papel que jugar en la determinación de los estándares por los cuales se evalúan las obras de arte. De hecho, podría argumentarse que ello queda registrado en el hecho lingüístico de que «bueno» se usa atributivamente en la frase «buena obra de arte» o de que las condiciones veritativas de «ser una buena obra de arte» no son la conjunción de ser una obra de arte y ser bueno. El institucionalista niega cualquier vínculo de este tipo si, al defender su definición, adopta la posición que he sugerido.
La segunda intuición que se ve, con ello, comprometido a contrariar –y estas dos intuiciones, por su parte, están vinculadas– es que el estatuto de ser una obra de arte tiene alguna importancia. Esto se pone de manifiesto en el modo en que, por ejemplo, un hombre podría sentir razonablemente alguna satisfacción en que su vida transcurra en la realización de obras de arte, incluso aunque reconozca que su arte no es bueno. Sin embargo, si las obras de arte derivan su estatuto de una concesión, y ese estatuto puede ser concedido sin ninguna buena razón, la importancia de ese estatus queda seriamente puesta en entredicho. Y, si esto parece un resultado inesperado de cualquier teoría estética, lo es en particular para una teoría que promete restituir en el centro de la estética su interés tradicional: el interés, esto es, por la esencia o definición del arte. ¿Por qué habría de dar prioridad una teoría estética a la definición del arte, si al mismo tiempo sostiene que hay poco de interés estético en la cuestión de si algo satisface o no esa definición; esto es, en la cuestión de si es o no es una obra de arte?
El anterior argumento contra la teoría institucional pone a esta ante un dilema. Grosso modo, si la teoría acepta una alternativa, renuncia a su pretensión de ser una teoría institucional del arte; si acepta la otra, es difícil entender de qué modo es una teoría institucional del arte. Sin embargo, hay un argumento subsidiario que se propone mostrar que la teoría ha de aceptar la primera alternativa con todas sus consecuencias (tiene que decir que la concesión del estatus de obra de arte sobre un artefacto depende de buenas razones, con la consecuencia de que la concesión cesa de ser un rasgo esencial del arte, y así, queda eliminada de la definición de arte). El argumento al que me refiero se basa en el comentario que hace la teoría institucional sobre el estatuto que los representantes del mundo del arte se supone que confieren a aquellos artefactos que aprueban. Desde luego, es el estatuto de ser una obra de arte, pero en aras de evitar un círculo demasiado estrecho, los institucionalistas proporcionan también (como hemos visto) una aclaración. El estatuto conferido es, más concretamente, el de ser un candidato para la valoración. Ahora bien, la cuestión que ha de responder la teoría es esta: sea lo que sea que diga o haga un representante del mundo del arte, ¿cómo podemos creer que, al dirigir nuestra atención a un determinado artefacto, lo est...

Índice

  1. Índice
  2. Observaciones sobre esta traducción
  3. Prefacio a la presente edición
  4. Prefacio a la segunda edición
  5. El argumento
  6. El arte y sus objetos
  7. Ensayos suplementarios
  8. Ensayo 1. La teoría institucional del arte
  9. Ensayo 2. ¿Son estéticamente relevantes los criterios de identidad de las obras de arte?
  10. Ensayo 3. Una nota sobre la hipótesis del objeto físico
  11. Ensayo 4. La crítica como recuperación
  12. Ensayo 5. Ver-como, ver-en y la representación pictórica
  13. Ensayo 6. Arte y valoración
  14. Bibliografía