Mi Salón, 1866*
1. El jurado
27 de abril de 1866
El Salón de 1866 no abrirá hasta el 1 de mayo, y hasta ese día no estarán los encausados bajo mi jurisdicción.
Pero antes de juzgarlos a ellos, los artistas admitidos, me parece bueno juzgar a los jueces. Ustedes saben que en Francia rebosamos prudencia; no nos arriesgamos a dar un paso sin un pasaporte debidamente firmado y confirmado, y cuando permitimos a un hombre hacer piruetas en público es preciso que antes lo hayan examinado de la cabeza a los pies, y viceversa, personas autorizadas.
Así, como las libres manifestaciones del arte podrían ocasionar desgracias imprevistas e irreparables, se coloca en la puerta del santuario un cuerpo de guardia, una especie de portazgo encargado de registrar los paquetes y expulsar toda mercancía fraudulenta que pretenda introducirse en el templo.
Permítaseme una comparación, quizá un poco arriesgada. Imaginen que el Salón es un inmenso guiso artístico que se nos sirve cada año. Cada pintor, cada escultor, manda su pieza. Ahora bien, como tenemos estómagos delicados, se ha creído prudente nombrar a un elenco de cocineros para ajustar vituallas de aspecto y gusto tan diverso. Temiendo indigestiones, se ha dicho a los guardianes de la salud pública:
«Aquí tienen los ingredientes de un plato excelente; ojo con la pimienta, que calienta; y agua al vino, que Francia es una gran nación y no puede perder la cabeza».
Me parece que desde ese mismo instante los cocineros desempeñan el papel principal. Y ya que se nos sirve la admiración aliñada y la opinión mascada, tenemos pleno derecho a ocuparnos primero de esos hombres tan serviciales que acceden a velar por que no nos atragantemos como glotones con algún alimento de mala calidad. Cuando se comen ustedes un beefsteak, ¿a que no les preocupa el buey? En lo único que piensan es en dar gracias o maldecir al pinche que se lo sirve poco o demasiado hecho.
Queda claro, pues, que el Salón no es expresión cabal del arte francés en el año de gracia de 1866, con toda seguridad es una especie de estofado en pepitoria, preparado y aderezado por veintiocho cocineros expresamente nombrados para tan delicada tarea.
En nuestros días un Salón no es obra de artistas, sino de un jurado. Así es que antes de nada me ocuparé de él, autor de esas largas salas frías y descoloridas en las que se expone a una cruda luz toda mediocridad tímida y toda reputación robada.
Antaño era la Academia de Bellas Artes quien se enfundaba el mandil blanco y metía manos en la masa*. En esa época el Salón era un plato fuerte y sustancioso, siempre el mismo. Se sabía de antemano qué valor hacía falta para tragarse tanto tasajo clásico, tanta albóndiga tan suculenta, tanta tierna redondez que a uno le entraba lenta e infaliblemente el sofoco.
La vieja Academia, cocinera avezada y a la antigua con mucho laurel, tenía sus recetas de las que nunca se apartaba. Cualesquiera que fuesen temperamento y época, se las arreglaba para servir siempre el mismo plato al público. Y el bueno del público, al que ya le daban sofocos, acabó por quejarse; pidió clemencia, y que le sirvieran platos más ligeritos, más sazonados, más apetitosos al gusto y a la vista.
Recordarán ustedes los lamentos de la vieja cocinera, la Academia. Le quitaban la cacerola en que venía salteando a su gusto a dos o tres generaciones de artistas. Se la dejó que lloriqueara un poco, y se confió el mango de la sartén a otros catacaldos.
Y ahí es donde salta a la vista, crepitante, ese sentido tan práctico de la libertad y la justicia que tenemos los franceses. Quejosos los artistas de la capilla académica, se decidió que escogieran ellos su jurado. En adelante no tendrían ya por qué enfadarse si se presentaban jueces severos y con criterios peculiares. Tal fue la decisión adoptada.
Pero acaso se figuren ustedes que se llamó a votar a todo pintor, escultor, grabador y arquitecto. Bien se ve que aman a su patria con amor ciego. La verdad es triste, ay, mas debo revelar aquí que solo nombran al jurado precisamente quienes no lo necesitan. A usted o a mí, que tenemos un par de medallas en el bolsillo, se nos permite elegir a este o aquel para jurado, algo de lo que, además, ni nos preocupamos, sin que cualquiera tenga derecho a examinar nuestros cuadros admitidos de antemano. Pero al pobre diablo rechazado a la puerta del Salón cinco o seis años seguidos no le está permitido siquiera escoger a sus jueces, obligado a sufrir los que le impongamos por indiferencia o amistades.
Este es un punto en el que quiero insistir. No se nombra al jurado por sufragio universal, sino por una votación restringida a aquellos artistas exentos de toda selección como consecuencia de ciertos premios. Así que, ¿qué garantías hay para quienes carecen de medallas? ¡Cómo!, ¿se crea un jurado con el cometido de examinar y aceptar obras de artistas jóvenes, y se hace que lo nombren quienes ya no lo necesitan? A quien hay que llamar a votar es a los desconocidos, a los escondidos trabajadores del arte, para que puedan constituir un tribunal que los comprenda y los admita al fin ante los ojos de la muchedumbre.
Les aseguro que no hay historia más mísera que la de una votación. Ahí sí que no pinta nada el arte; estamos en plena miseria y estupidez humana. Adivinan ya qué sucede y sucederá cada año: ora triunfará la capilla de este señor, ora la de aquel otro. Ahí no tenemos un cuerpo estable como la Academia; tenemos un montón de artistas que pueden aliarse de mil maneras distintas con miras a formar feroces tribunales que sostengan las opiniones más contrarias e implacables.
Un año, el Salón será todo verde; otro, todo azul, y al tercero, puede que rosa. El público, que no está en la salsa ni donde se cuece, aceptará esos Salones como expresiones fieles de distintos momentos artísticos. No se enterará de que solo es tal o cual pintor quien ha montado la exposición en su totalidad; irá allí de buena fe, y se lo tragará todo creyendo degustar el arte del año.
Hay que volver a poner con toda energía las cosas en la realidad. Hay que decir a esos jueces, que a veces van al Palacio de la Industria a defender una idea mezquina y personal, que las Exposiciones se crearon para dar amplia publicidad a trabajadores serios. Las pagan todos los contribuyentes, y las cuestiones de escuela o de sistema no deben abrir las puertas a unos y cerrarlas a otros.
No sé cómo entienden su misión esos jueces. Lo cierto es que se burlan de la verdad y la justicia. Para mí, un Salón nunca es sino comprobación de la situación del movimiento artístico. Francia entera, los que ven en blanco, los que ven en negro, todos envían sus lienzos para decir al público: «Aquí estamos, estamos en ello; la inteligencia sigue su marcha y nosotros también; aquí tienen las verdades que creemos haber alcanzado desde el pasado año». Ahora bien, hay personas a quienes se sitúa entre artistas y público. Desde su omnímoda autoridad, no dejan ver más que una tercera o cuarta parte de la verdad. Amputan partes del arte, y no muestran a la muchedumbre sino el cadáver mutilado.
Que lo sepan, están ahí tan solo para rechazar mediocridad y nulidad, pero les está prohibido tocar a las cosas vivas e individuales. Que rechacen si quieren, es su misión, a academias de becarios y bastardos discípulos de maestros bastardos, pero que hagan el favor de aceptar con respeto a los artistas libres, aquellos que viven fuera, los que buscan más lejos y en otra parte las realidades ásperas y fuertes de la naturaleza.
¿Quieren saber cómo se procedió a elegir el jurado de este año? Se me ha dicho que un círculo de pintores redactó una lista y la hizo circular impresa por los estudios de los artistas con voto. La lista ha resultado aceptada íntegramente.
Y yo les pregunto: ¿dónde queda el interés del arte entre esos intereses personales? ¿Qué garantías se ha dado a los trabajadores jóvenes? Se aparenta haberlo hecho todo por ellos, y si luego no están contentos, se declara que ponen las cosas muy difíciles. Será broma, ¿no? Pero no, la cuestión es muy seria, y va siendo hora de tomar partido. Yo prefiero que se recupere a esa vieja cocinera, la Academia. Con ella no se expone uno a sorpresas; es constante en sus amistades y en sus odios. Ahora, con jurados elegidos por compadreo, no sabe uno ya a qué santo encomendarse. Si yo fuera un pintor necesitado, mi gran preocupación sería adivinar a quién podría tener como juez para pintar a su gusto.
Se acaba de rechazar, entre otros, a los señores Manet y Brigot, cuyos lienzos se había admitido en años anteriores. Es evidente que estos artistas no pueden haber desmerecido mucho de entonces a ahora, y yo sé incluso que sus últimos cuadros son mejores. ¿Cómo explicar entonces ese rechazo?
En buena lógica me parece que, si hoy se juzga a un pintor digno de enseñar sus obras al público, no se pueden ocultar sus lienzos mañana. Esa metedura de pata es, sin embargo, la que acaba de cometer el jurado. ¿Por qué? Se lo explicaré.
Imaginen una guerra civil así, entre artistas que se proscriben unos a otros; los poderosos de hoy pondrán a los de ayer de patitas en la calle; será un tumulto espantoso de odios y ambiciones, una especie de Roma en pequeño, en tiempos de Sila y Mario. Y nosotros, el público, que tenemos derecho a las obras de todos los artistas, no tendremos nunca sino las de la facción triunfante. ¡Oh, verdad, oh, justicia!
La Academia jamás se desdecía de esa manera. Tenía a la gente ante su puerta durante años, pero tras hacer pasar a alguien jamás volvía a echarlo.
Dios me libre de añorar demasiado a la Academia; simplemente, lo malo es preferible a lo peor.
Ni siquiera pretendo escoger jueces y señalar a ciertos artistas como jurados imparciales. Los señores Manet y Brigot rechazarían sin duda a los señores Breton y Brion como estos los rechazaron a ellos. El hombre tiene sus simpatías y sus antipatías, que no puede vencer. Ahora bien, aquí se trata de verdad y justicia.
Así pues, que se cree un jurado, qué más da cuál. Cuantos más errores cometa y peor le salga su salsa, más me reiré. ¿Creen que no me proporcionan un espectáculo regocijante, defendiendo su pequeña capilla con esas mil sutilezas de sacristán que me divierten a más no poder? Pero que se restablezca entonces aquel que se llamó Salón de Rechazados*. Ruego a todos mis colegas que se unan conmigo, quisiera agrandar mi voz y tener plenos poderes para obtener la reapertura de esas salas, donde el público iba a juzgar a su vez a jueces y condenados. Ahí está por el momento el único medio de contentar a todo el mundo. Los artistas rechazados aún no han retirado sus obras; que alguien corra a clavar clavos y colgar sus cuadros en alguna parte.
30 de abril de 1866
Por todas partes se me conmina a explicarme, se me pide con insistencia que cite nombres de artistas meritorios rechazados por el jurado.
El bueno del público no cambiará nunca. Salta a la vista que aquellos a quienes el Salón ha dejado en la calle no son todavía más que famosos de mañana, y que aquí no podría dar sino nombres desconocidos a mis lectores. De eso me quejo, precisamente, de esos extraños juicios que condenan a la oscuridad por largos años a jóvenes serios cuyo único error es no pensar como sus colegas. Es preciso decirse que todas las personalidades, Delacroix y los demás, nos fueron ocultadas largo tiempo por las decisiones de algunas capillas. No quisiera que el caso se repitiese, y escribo estos artículos precisamente para exigir que esos artistas, los maestros de mañana, no sean los pr...