1979
Si hubiera tenido la excusa de no entender bien por qué fui allí, quizá la culpa sería menor, quizá esa culpa no me habría acompañado hasta hoy mismo, y quizá no echaría de menos la parte de mí que murió aquel día. Pero mi amigo había acudido a mí, deprimido, temeroso, perdido, y me había pedido ayuda. Yo se la ofrecí de buena gana, aunque no de forma completamente inocente ni altruista. De eso hace treinta años. Fue en mayo de 1979. Podría resultar tentador sugerir que el episodio de mi vida que voy a contar es una especie de representación de una historia de redención, y lo digo en el sentido cristiano más vulgar, pero también sería una patraña absoluta.
Richard acudió a mí con una historia innecesariamente larga sobre su hermano. Aunque Tad era mayor que Richard, Richard se refería a él cómodamente la mayor parte del tiempo como el Perdido. Richard dijo que su familia era consciente en general del tema, pero casi nunca lo reconocía. El Perdido se había pasado la vida entre detenciones, prisión, relaciones con malos tratos y un surtido de programas de desintoxicación de drogas. Tad se había pegado no uno, sino dos tiros, con la misma pistola habitualmente sin limpiar y en ocasiones distintas. Tad era el favorito de su madre, un dato que Richard interpretaba como algo lógico teniendo en cuenta las dificultades, fracasos y mala suerte de su hermano. El Perdido necesitaba tener algo, a falta de sentido común o de una pizca de buena suerte. Según me informó Richard, su madre llevaba siete meses sin tener noticias de Tad, y al llamar a su último número de teléfono le habían dicho que lo único que sabían era que se había ido a El Salvador. No se le ocurrió preguntar por qué había ido allí, pero se quedó alarmada igualmente. Era una alarma justificada, claro, y por supuesto afectó tremendamente a la hija menor, una estudiante de alemán bipolar y anoréxica que todavía vivía en casa, hasta el punto de que le vinieron tendencias suicidas y a su vez esto, por supuesto, llevó a Richard a pensar que tenía que hacer algo, concretamente encontrar a Tad. Y me pidió a mí que lo acompañara. Richard es mi amigo.
Teníamos los dos veinticuatro años y lo más seguro era que estuviéramos locos, técnicamente, o por lo menos no en posesión de todas nuestras facultades. Tanto Richard como yo estudiábamos tercero de posgrado en la Penn; él estaba en mitad de su disertación sobre Beowulf y yo en mitad de fingir que era capaz de fingir que era pintor, y compartíamos una pequeña casa destartalada en la Avenida Baltimore. Era un vecindario peligroso donde yo me sentía bastante a salvo, pues aunque la casa estaba demasiado cerca de una calle bulliciosa, estaba hecha mierda, era una chabola, y por consiguiente, era obvio que no teníamos nada que valiera la pena robar. Richard afirmaba que se sentía seguro porque yo era negro; no es que creyera que lo pudiera defender o que lo fuera a defender, pero el resto de la población del vecindario era gente negra y él tenía la sensación de que por pura asociación conmigo lo aceptaban más. Yo le decía que se callara.
—No lo entiendo, de verdad —le dije. Estábamos sentados en nuestra sala de estar casi vacía de muebles, en el banco del ventanal, mirando cómo unos bomberos intentaban no ponerse a tiro de un adicto al crack de libro de texto que estaba blandiendo una pala y protegiendo una carretilla con algo ardiendo dentro—. ¿Cómo puedes saber que Tad está en El Salvador?
—Sus amigos le dijeron a mi madre que era allí adonde iba. Y luego llamé al Departamento de Estado —dijo Richard.
—¿Y ellos te dijeron dónde estaba, sin más? —La luz roja giratoria del camión de bomberos me estaba provocando dolor de cabeza.
—No. Me dijeron: “¿Quién es usted y por qué lo quiere saber?”.
—Lo cual viene a ser una admisión.
—Viene a serlo.
—¿Y qué quieres hacer? —le pregunté.
—Debe de haberse metido en algún lío. Quizá esté en la cárcel y necesite un abogado. O quizá esté en el hospital y no se acuerde de cómo se llama. ¿Quién sabe? Necesito ir ahí y ver si lo puedo encontrar. Mi madre y mi hermana se van a volver locas. Más locas todavía. ¿Quieres ir conmigo?
—El Salvador —le dije—. Eso está lejos. Colega, ¿cuánto calor crees que debe de hacer allí?
—Treinta y pocos grados. Lo he mirado.
—No está tan mal —le dije. No hacía falta ser un genio para ver que no era buena idea, pero había que ser idiota para no verlo—. Muy bien, iré, pero no me gusta la idea. ¿No preferirías estar trabajando en tu tesis?
—Esto es más importante. Es mi hermano. Aquí tienes tu billete. —Me dio una funda de pasaje de la Pan Am—. Haremos transbordo en Miami.
Miré el billete. Me gustaba el logotipo de la Pan Am, azul y blanco: —¿Y qué habrías hecho si te hubiera dicho que no?
—Ni se me había pasado por la cabeza.
Siempre me he preguntado, ya desde niño, y de acuerdo con todos los testigos no fui un niño demasiado listo, si el buen juicio y el sentido común son lo mismo. Nous. Doy por sentado que el sentido común no es algo que requiera un conocimiento especializado, mientras que el buen juicio sí puede requerirlo. Mi padre afirmaba que el sentido común no tiene nada que ver con el buen juicio, igual que la moda vigente no tiene nada que ver con el gusto. Se puede tener el sentido común necesario para ver una pintura como un desperdicio o un maltrato de los pigmentos, del a...