Capítulo 1
La pasión-fútbol: un opio del pueblo
Calificando el fútbol de peste emocional, hemos querido insistir en sus efectos psicológicos de masas. Las “pasiones deportivas” no son, en efecto, anodinas emociones colectivas –“identitarias” o “igualitarias”– como sostienen con un bello impulso unánime los aficionados de las supuestas “vibraciones festivas”, sino justamente la expresión de una patología social pandémica. El fútbol es la manifestación más insidiosa y más universal de una forma de alienación social que podríamos calificar, con Erich Fromm, de “pasión de destruir”. Como dice: “El hecho es que los deportes de competición estimulan una fuerte dosis de agresividad.” Uno se puede dar cuenta del grado de intensidad al que se puede llegar si se recuerda ese partido internacional de fútbol que desembocó hace poco en una pequeña guerra en América del Sur1. Esta destructividad manifiesta y violenta –los enfrentamientos entre aficionados– o latente y subliminal –el odio al adversario– es a la vez canalizada / rechazada y favorecida / exacerbada por los partidos, las revanchas, los retos, los duelos que dan ritmo incansablemente a la actualidad del fútbol. Las violencias del fútbol no son por supuesto comparables a las carnicerías, masacres y hecatombes de las diversas guerras catalogadas como tales (guerras clásicas, guerras coloniales, guerras civiles, guerras étnicas, terrorismos, etc.), pero, por su frecuencia, su generalización y sus consecuencias sobre el cuerpo social, condicionan las opiniones preparándolas para los enfrentamientos físicos y se parecen –por sus discursos, sus modos operativos, sus arranques, sus formas de polarización– a otros discursos y artes de la guerra2.
Las batallas del fútbol –“partidos decisivos”, “partidos de alto riesgo”, “partidos intensos”, “partidos comprometidos” y otros eufemismos de los choques futbolísticos– son así “máquinas deseosas”, perversas, donde se destilan las emociones belicosas, las pasiones megalómanas, las excitaciones odiosas, la voluntad de aplastar, de humillar, de dar un correctivo a los equipos competidores. El fútbol, con su culto de la fuerza física, de la brutalidad, de la pelea, es una forma de idolatría que genera una sociedad asolada por la violencia. Lejos de constituir como consecuencia una “contra-sociedad” pacificadora, animada por la “pasión de igualdad” y la democracia “meritocrática”, el fútbol es la escuela de la guerra: guerras de barrios, de las ciudades y de las naciones, guerras de camisetas, de patrocinadores y de las televisiones, guerras étnicas (racistas), guerras entre los aficionados y, para terminar, guerras civiles. Los ideólogos que deploran periódicamente “el recrudecimiento” del racismo, del antisemitismo y de la xenofobia son incapaces de entender que la exasperación de las pertenencias identitarias, la exaltación de las diferencias, las crispaciones comunitarias, pueden engendrar el odio del otro, porque las mueve el furor de vencer a toda costa, que es hoy en día la lógica despiadada del fútbol-negocio.
Como lo confesaba, no sin una pizca de cinismo, Michel Platini, respondiendo a una pregunta respecto a la promoción del juego limpio y de la ética en el campeonato de Francia: “Es demagógico, pero es normal intentarlo. Como es normal que esto no funcione. El fútbol es un deporte de contacto, de vicio (sic), no es tenis. De todos modos, ya no estamos en la óptica del juego bonito. La derrota se ha convertido en un drama financiero más que en un drama deportivo.” (Le Monde, 5 de octubre de 2002.)
LA IDOLATRÍA DEL BALÓN
La locura fútbol jaleada por los ideólogos postmodernos es un fenómeno típico de idolatría, al mismo nivel que otras pasiones alienantes (pasión del juego, pasión sadomasoquista, pasión tauromáquica, pasión por la caza, pasión por atesorar, etc.). La pasión-fútbol no escapa a esta ley del desarreglo de los impulsos. Adular a tal o cual estrella, coleccionar las camisetas y los autógrafos, no faltar a ningún partido que se retransmita por televisión, fundirse en la masa vociferante de los aficionados, leer con avidez L’Équipe, pensar en fútbol, hablar de fútbol, ser fútbol, tantas formas de auto-alienación a la que se refiere Erich Fromm cuando habla de idolatría. El individuo alcanzado por esta desposesión llega en efecto a “construir un ídolo, luego adora este resultado de su propio esfuerzo humano. Sus fuerzas vivas se han diluido en una ‘cosa’; ya que esta cosa se ha convertido en un ídolo y ha perdido su verdadera naturaleza para convertirse en un objeto independiente situado encima de él y dirigido contra él; le adora y está sometido a él (…). Cualquier acto de sumisión, de adoración es, en este sentido, un acto de alienación y de idolatría (…). Es también legítimo hablar de idolatría o de alienación en las relaciones que uno puede tener consigo mismo, cuando uno es presa de pasiones irracionales. El que está consumido por la sed de poder no percibe la riqueza ilimitada de su ser verdadero, porque se ha vuelto esclavo de una parte de sí mismo, proyectada en objetivos exteriores, ‘que lo posee’. La persona que se dedica a la pasión exclusiva del dinero esta poseída por esta persecución, y el dinero se ha convertido en el ídolo ante el cual se postra”3. Los hinchas del fútbol –desde las clases populares hasta los intelectuales pasando por los parados, los presidentes-directores generales o los “jefes dinámicos”– paralizados por la manía de los resultados, fascinados por el vacío abismal de los comentarios radiotelevisados, devorados por los remordimientos de las “ocasiones falladas”, obnubilados por la alineación de su equipo, trastornados de felicidad por la victoria o deprimidos por la derrota, pertenecen con cuerpo y alma a una entidad mística que les posee, guía sus reacciones y sus conductas, confunde su espíritu y les entrena periódicamente en diversos “delirios colectivos” (borracheras de grupo, vandalismos, manifestaciones intempestivas, “histerias colectivas”, enfrentamientos con las fuerzas del orden). “El aficionado al fútbol es un poseído”, y debido a eso es sometido a estas entidades místicas que le obsesionan y frecuentan o pueblan su espíritu, sus esperanzas, sus preocupaciones, sus odios, sus entusiasmos: un “jugador de excepción”, “un club mítico”, un “gol de antología”, “un partido fabuloso”. Se puede encontrar aquí una cierta analogía con la posesión en el sentido étnico-psicoanalítico del término, como la define Tobie Nathan: “La ocupación del “interior” de un sujeto por un ser cultural”4. Este ser cultural, añade Tobie Nathan, puede ser un ser de pensamiento, un ser de teoría, un ser de creencia. Podríamos añadir: un personaje mítico, un “héroe de los estadios”, un campeón o cualquier otra entidad idealizada. Tobie Nathan subraya que, en efecto, “cada pueblo posee seres benéficos (dioses, espíritus, antepasados) que tienden a encarnase poseyendo a los vivos. Estos seres místicos, sobrenaturales, estos seres ‘teóricos’, se manifiestan siempre entre los vivos mediante las distorsiones y agitaciones del cuerpo del poseído. Se podría decir que ‘el pensamiento toma entonces cuerpo’”5. “Los dioses del estadio” y las estrellas del césped representan a estos personajes susceptibles de “cabalgar” sobre los poseídos de las gradas, de agitarlos y de ponerlos en trance, provocando “estados alterados de la conciencia”, “histerias colectivas” y muchas otras manifestaciones de desposeimiento y de alienación, que se dan sobre todo en actos multitudinarios. Pero el fútbol es por excelencia un deporte de multitudes, un deporte que permite las concentraciones de multitudes, las vibraciones de multitudes, las excitaciones de multitudes y, por supuesto, todos “los excesos de la turba”.
Si la sociología académica francesa ha tenido la tendencia de descuidar la importancia de los fenómenos de muchedumbre, la psicología social marxista-freudiana, la escuela de Frankfurt y otras corrientes teóricas6 han insistido, por el contrario, sobre la función capital de la psicología de masas, en particular en lo que Adorno ha llamado con un término muy sugestivo “la monstruosa mecánica de la diversión”7, que supuestamente luchan contra el aburrimiento y el vacío psicológico de la multitud solitaria contemporánea. El fútbol es, precisamente, esta toxicomanía social de masas que se apodera de las “multitudes manifestantes” y de las “multitudes activas”, según la terminología de Gabriel Tarde8. Estas multitudes emborrachadas por el fútbol son esencialmente manadas guerreras, manadas de caza y de linchamiento, y a veces hasta multitudes criminales cuyos “desbordamientos” dentro y fuera de los estadios constituyen lo cotidiano del espectáculo. El confinamiento en espacios cerrados –arenas, recintos deportivos, estadios, velódromos, circos–, lo que Elias Canetti llama también “la masa en anillo”, es el escenario de diversas descargas emocionales por las que pasan las masas estancadas, sentadas y expectantes, rítmicas, excitadas y ruidosas. “El clamor que era costumbre antaño durante las ejecuciones públicas cuando el verdugo blandía la cabeza del criminal, el clamor que se oye hoy en día en las manifestaciones deportivas, son la voz de la masa”9. Estos clamores –rugidos, gritos, vociferaciones, silbidos, broncas, cantos– son descargas de masa que se oponen a otras descargas de masa: masa contra masa, clanes de aficionados contra otros clanes de aficionados, multitudes victoriosas contra otras multitudes vencidas –hordas desencadenadas–”.
Estos “desbordamientos” no son la consecuencia de inofensivas luchas lúdicas o de “alborozos populares”, como sostienen al unísono los ideólogos postmodernos y los socio-etnólogos de las pasiones deportivas, sino las podredumbres de “la peste emocional” –que es una alteración profunda de la estructura del carácter de las masas debida a la frustración sexual, la alienación social y la reacción ideológica–. El individuo atacado por la peste emocional se distingue, en efecto, “por una actividad social más o menos destructiva. Su pensamiento está perturbado por conceptos irracionales y determinados en lo esencial por ‘emociones irracionales’”10. La peste emocional es una biopatía de la estructura psíquica de los individuos, una distorsión grave de los valores esenciales de la vida, que reviste la forma de síntomas endémicos o la forma de epidemias agudas. Entre sus formas más corrientes, Wilhelm Reich cita: “el misticismo en lo que tiene de más destructivo; los esfuerzos pasivos o activos tendiendo hacia el autoritarismo; el moralismo; las biopatías del autonomismo vital; la política partidaria; la enfermedad de la familia (…) llamada la ‘familitis’; los sistemas de educación sádicos (…); la burocracia autoritaria; la ideología belicista e imperialista; el gangsterismo y las actividades antisociales criminales; la pornografía, el deterioro, el odio racial” (ibid., págs. 434-435). En tiempos de normalidad, la peste emocional determina en gran medida la opinión pública y los prejuicios sociales, y, en algunas situaciones paroxísticas, se vierte en forma de explosiones violentas. De vez en cuando, escribe Wilhelm Reich, la peste emocional reviste, a...