El viaje a Oriente
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El viaje a Oriente

  1. 414 páginas
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El viaje a Oriente es el descubrimiento de lo desconocido, repleto de misterio, que se presenta sensual, excitante, cargado de promesas, pero poco fiable, hostil, feroz y cruelEl viaje a Oriente tiene su esplendor desde finales del siglo xviii, con las campañas napoleónicas, hasta finales del siglo xix, con la caída del imperio Otomano y la apertura del canal de Suez. Este libro analiza los distintos viajeros que dejaron su impronta, ya fuera con escritos, actos o dibujos, en viajes con fines tan diversos como científicos, arqueológicos, espionaje, aventuras o por el simple placer de conocer lo desconocido y peligroso, como los lugares sagrados de Arabia, prohibidos a cualquier occidental. Porque si en algo caracterizó la visión occidental de Oriente fue sobre todo ese afán por lo desconocido, culturas pretéritas de gran belleza y sofisticación, sociedades y costumbres ajenas a lo occidental, con tribus nómadas y ciudades milenarias asentadas entre dunas del desierto y montañas de rocas rojas, o entre jardines de jazmines, olivos y árboles frutales. Pero también el misterio del Serrallo, las narraciones de grandes proezas y misteriosos tesoros, la identificación con el mundo helenístico y romano o las fuentes de las escrituras sagradas.Era un viaje en el tiempo con el anhelo por conocer los orígenes del hombre moderno, un "Grand Tour" oriental a modo de descubrimiento de uno mismo, aderezado con la posibilidad de vivir grandes desafíos, no el menor de ellos contestar a las grandes preguntas, quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. La importancia de los viajeros a Oriente en este tiempo está tan representada en nuestra cultura, en las artes, pintura, arquitectura, literatura…, como lo es en nuestra visión del mundo y su reflejo en el presente.

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Información

Año
2020
ISBN
9788491142935
Categoría
Viajes
Capítulo 1

Los velos de Oriente

¿Son estas las hannum y las misteriosas odaliscas que, a los veinte años, leyendo las baladas de Victor Hugo en la sombra de un jardín, soñamos tantas veces como criaturas de otro mundo, de las cuales un solo abrazo habría consumido todas las fuerzas de nuestra juventud? ¿Son estas las bellas infelices, ocultas tras las celosías, vigiladas por eunucos, separadas del mundo, las que pasan sobre la tierra, como larvas, lanzando un grito de voluptuosidad y un grito de dolor?
Edmondo de Amicis, Costantinopoli, 1878


1. LOS MERCADERES DE SUEÑOS

Incomparables mercaderes de sueños, debido a una larga tradición, los viajeros nos han acercado desde Oriente paisajes de cegadora luz, arquitecturas exóticas y grandiosas, inhabituales y pintorescos deslumbramientos, fragancias de rarísimas especies, perfumes de gomas y resinas y, por encima de cualquier otra cosa, voluptuosas imágenes femeninas. Han atiborrado el imaginario occidental de representaciones de un modo exótico e intensamente erótico, despótico y cruel, elusivo y enigmático. En palabras de Herodoto, el aire de este mundo legendario estaría saturado de intensos aromas, del incienso que destilan plantas protegidas por serpientes aladas, de canela que se esconde en los nidos de pájaros inmensos, del betún de Judea predilecto por los embalsamadores. No son solo los lugares imaginarios los que fascinan a los viajeros, porque en Oriente hasta un humilde elemento de la naturaleza, como el árbol de bálsamo de La Meca, puede representar el encanto de una inhabitual maravilla, o convertirse en señal de un sorprendente acontecimiento, como las rosas de Jericó que florecen en las noches de Navidad, o incluso convertirse en metáfora del amargo desencanto, como la pesca en el mar Muerto que se pulveriza al contacto con los dientes llenando la boca de cenizas. ¿Qué decir, en fin, del polvo de momia, al cual, de acuerdo con sir Thomas Browne, reyes y cortesanos le atribuían efectos portentosos?
Caso único en la tradición de los viajes, Oriente –o lo que podríamos llamar la idea occidental del Oriente– ha determinado, junto a una imponente y variada producción científica y literaria, y a la creación de un género específico como la “narración oriental” o “narración turca”, el nacimiento de una escuela de peintres orientalistes, los cuales, más allá de localizaciones topográficas de extraordinaria sedimentación histórica y de infrecuente seducción imaginativa, están interesados en acontecimientos y situaciones en los que la mujer desempeña, por activa o por pasiva, un papel protagonista. A partir de finales del siglo XVIII y a lo largo de todo el período siguiente, afortunados diarios de viaje traducidos a varias lenguas difunden en Occidente, en donde no hay país que no lo haya tejido previamente, el imaginativo eco de su propio sueño de Oriente. Pero se trata de un largo sueño que, en esta época o, si se prefiere, en esta primera fase de su historia de la edad moderna, se desarrolla a través de ambientaciones suntuosamente escenográficas y con frecuencia inventadas, a través de representaciones hiperbólicas y maravillosas, un sueño que solo en parte elabora elementos extraídos de testimonios directos de la realidad. Una proyección del deseo por un fabuloso otro lugar y, por tanto, que permite contraponer la observación real llevada a cabo sobre el terreno o la rigurosa especulación científica, con la sugestión fantástica y el regusto por lo literario.
De cualquier manera, en los casos no excesivamente numerosos dictados por la experiencia directa de los lugares y también a través de las narraciones de los más fantasiosos viajeros del siglo XVII, Europa declara abiertamente su propia vitalidad y su propia superioridad, la primacía del saber moderno yendo a visitar y a confrontarse con un mundo que ha permanecido sin cambios a través del tiempo. En el Oriente, en el “cercano” Oriente, esa Europa ve, observa, escucha –en una palabra, percibe– lo que en cualquier otro lugar es imposible percibir, las esporas de una identidad perdida, la fragancia del pasado, el espectáculo cotidiano de una historia cristalizada ofrecida al viajero curioso y lleno de atrevimiento, un viajero que se mueve en el espacio –un espacio indeterminado– para retroceder en el tiempo. Tomando conciencia de la inmovilidad de este mundo, calmada por un instante la, a pesar de todo, seducción que de ello emana, el estupor, el desconcierto y la sorpresa de la visión, Occidente se ha visto precisamente obligado por la confrontación a poner de relieve, para sí y para los demás, el imparable paso del progreso que le es propio, a definir y a declarar su propia superior modernidad. Los pueblos orientales han podido elaborar conocimientos en el campo de la astronomía, han podido interpretar un complejo cuerpo jurídico, cultivar la poesía, transmitir los hitos de la filosofía griega, pueden incluso haberse aventurado en campos de incierta definición como la magia, por ejemplo, pero todas estas iniciativas pertenecen al pasado y, sobre todo, como ya intuían Jean de Thévenot, Jean- Baptiste Tavernier y sir Pail Ricaut, carecen de sistematicidad y de método en la elaboración del saber. Dicho de otra manera, carecen de los elementos básicos de esa ciencia experimental y de ese discurso del método que convierten a Europa en la civilización moderna de Bacon y de Descartes, la Europa de los descubrimientos geográficos, de las rutas mercantiles del Mediterráneo, de las transatlánticas y de la creación de los imperios coloniales.
En la Era de las Luces, es decir, en la era de la primacía de la razón, del placer y de la didáctica de los viajes, cuando Voltaire trata acerca de la uniformidad de la naturaleza humana que en todos los climas y en todas las latitudes subyace al variado imperio de las costumbres, cuando se clasifican los reinos de la naturaleza y todas y cada una de las especies y se las representa a través de su forma media, cuando se reducen a tipos clases enteras de seres vivientes y de objetos, de manera que puedan ser debidamente ordenados y descritos, la idea consolidada de un Oriente fabuloso, indolente y sensual, despótico y cruel, parece desafiar el racionalismo de los filósofos y la sistematicidad taxonómica de los hombres de ciencia, entregándose a las fantasías de aquellos imaginativos testimonios que son los viajeros. Le corresponde ahora a una mujer de talento y dotada de sutil ironía como fue lady Mary Wortley Montagu, consorte del embajador británico en el Imperio otomano en 1717, verificar in situ y con sus propios ojos las increíbles y fantásticas descripciones de tantos de sus predecesores en los siglos XVI y XVII: “Constituye para mí motivo placentero dedicarme en este lugar a la literatura de viajes a Levante, tan alejados de la verdad y tan llenos de cosas absurdas, que acaban por divertirme”1. El hecho es que los autores de estos viajes, sigue diciendo lady Montagu, no dejan de hablar de mujeres que no han visto nunca, de contar cosas de hombres de alto rango que jamás tuvieron oportunidad de frecuentar, de describir mezquitas en las que nunca osaron poner los pies. La privilegiada condición de huésped acreditada en la corte imperial, en la Constantinopla otomana le permite a la aristócrata inglesa –que no por casualidad recurre al diplomático y mercantilista nombre de Levante, en vez al de Oriente– desacreditar a los viajeros que a pesar de todo son siempre el ojo que indaga y la voz narrante de la civilización occidental, una civilización que una y otra vez se define a sí misma en contraposición a ese otro mundo fabuloso, profundamente distinto que es el Oriente. Los estereotipos a partir de los cuales nos son presentadas las mujeres turcas, y en particular las mujeres del Serrallo –indolentes, lascivas, socarronas, astutas, caprichosas– se convierten en el objetivo principal de lady Montagu. Admitida en el baño femenino del palacio del sultán –el hammam es un topos privilegiado de la literatura de viaje en el Oriente Próximo– la escritora inglesa ve directamente todo aquello de lo que otros apenas si han podido fantasear y, tras haber descrito el abarrotado baño, compara la belleza de aquellos desnudos indolentes con las divinidades femeninas pintadas por Guido Reni, por Tiziano y Rafael. En otras palabras, sublima la supuesta sensualidad en la estudiada postura ritual y la neutra ambientación mitológica del arte occidental. Lady Montagu ironiza sobre las fantasías eróticas de muchos de sus predecesores visionarios y mentirosos, aunque su mirada esté condicionada por cánones y referencias de la propia cultura de origen que solo parcialmente le consienten ver y juzgar más allá de esquemas preconcebidos.
Precisamente en 1717, el año en que lady Montagu inicia el envío desde la capital otomana de las cartas que desacralizan la imagen de un Oriente inventado y artificioso, se publica en París el duodécimo y último volumen de Las mil y una noches –el primero había aparecido en 1704– en la libre traducción, realmente casi una adaptación al gusto occidental, de Antoine Galland2. Con la invitación al viaje a través de paisajes exóticos y fabulosos y la fascinación sensual de los lugares prohibidos, doblemente prohibidos al europeo, los contes agréables de Sherezade despiertan un extraordinario interés entre literatos y artistas y someten a los mismos ilustrados a los irresistibles halagos de lo imaginario. Hay cuentos que hasta parecen adecuarse a temas y modas de la época, como la exaltación de la naturaleza inocente de la que acabaría siendo heraldo Jean-Jacques Rousseau, y responder al deseo de conocimiento y de búsqueda propios de una cultura cosmopolita, deseosa de superar el horizonte de los países cristianos o, incluso, desafiar el racionalismo ilustrado con el propio bagaje de magias y portentos. La mismísima lady Montagu se queda tan fascinada por la versión de Galland como para acreditar con su propia autoridad de testigo ocular la veracidad de las costumbres que allí aparecen descritas, expresando sus propias reservas de exponente del espíritu de la Ilustración solo por cuanto concierne a las referencias acerca de las prácticas de magia y de los encantamientos. Por otro lado, el prefacio de la obra demuestra que Galland tenía la pretensión de ofrecer al lector cuadros de civilizaciones exóticas que, más que dejarse penetrar y reflejar por las miradas de los viajeros, se abren y se manifiestan a partir de su interior, y al mismo tiempo promueven el nacimiento de un gusto inédito.
Los cuentos no pueden sino gustar por los usos y costumbres de los orientales –empieza diciendo Galland– por los ritos de su religión, ya se trate de la pagana o la mahometana, de hecho, las cosas se perfilan allí de manera mucho más incisiva de cuanto lo sean en los escritores que han hablado de ellas y de los relatos de los viajeros. Todos los orientales, los persas, los tártaros y los indios se distinguen y se aparecen por cómo son, desde los soberanos a los individuos de más baja condición. Con lo que el lector disfrutará viéndoles actuar y oyendo hablar a estos pueblos, sin el esfuerzo que supone irlos a buscar en sus países3.
Con estas palabras Galland no se limita solo hacer un guiño al carácter sedentario del viajero, sino que, además, impone la supremacía de la invención narrativa por encima del testimonio directo. Los cuentos de Sherezade se adecúan perfectamente al tiempo detenido del mundo oriental, mejor dicho, lo representan, contribuyendo así a abolir la distancia entre la realidad y la ficción. Por otro lado, solo una civilización estática, carente de la apariencia de un dinamismo interior propio, puede dejarse interpretar por el rasero de un mundo de fábulas. La herencia de esta singular inversión, de una realidad aparente generada a partir de su ficción, se prolongará durante mucho tiempo y, como tendremos ocasión de observar, con provechosos resultados. A esa herencia le debemos la paradoja, empezando por lady Montagu, de acuerdo con la cual la ficción literaria resulta más probatoria que el ojo que escudriña. El hecho es que, aun desarrollándose en ambientes y situaciones absolutamente irreales para una óptica occidental, connotados, además, por una inédita desinhibición erótica, los cuentos de Galland alardean de un gusto tan marcado por el detalle y por los objetos en particular, como para favorecer la visión mi...

Índice

  1. Índice
  2. Introducción. El occidente desorientado
  3. Capítulo 1. Los velos de Oriente
  4. Capítulo 2. Estrategias, aventuras y espejismos de los viajeros
  5. Capítulo 3. Los temas del orientalismo
  6. Capítulo 4. La mirada del artista
  7. Capítulo 5. La aventura del viaje
  8. Capítulo 6. Historias de viajeros
  9. Capítulo 7. Mitos del país de arena
  10. Capítulo 8. El viaje entre ideología y literatura
  11. Bibliografía esencial