La prisión de los espejos
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La prisión de los espejos

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La prisión de los espejos

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¿Cómo reaccionaría una persona normal si, por azares de su profesión, llegase a tener pruebas de una monumental confabulación entre políticos corruptos, tiburones de las finanzas y distinguidos miembros de la más exquisita burguesía de su ciudad? El psicólogo Marc Viadiu puede que no sea una persona normal, pero el descubrimiento de esta trama de poder, sobornos, cohechos y maldad que no se detiene ante nada y es responsable del asesinato de uno de sus pacientes, lo lleva a una arriesgada determinación. Se presenta en la apartada y lujosa mansión de uno de los dirigentes de la perversa, "honorable sociedad" y le expone sus condiciones. Es un pacto que, sabe, "ellos" no van a aceptar. Ambientada en la Barcelona actual, ciudad que se convierte en fabuloso territorio literario merced a la prosa rotunda, precisa y llena de sutileza de Rafael Martín Masot, La prisión de los espejos desentraña con espléndida maestría una intriga compleja y al mismo tiempo colmada de sencillez. Compleja por cuanto lo son aquellos afanes inhumanos del poder, la avaricia y el ansia de supremacía. Sencilla porque, en el fondo, todo se resume en el diabólico juego eterno: ser depredador o víctima; vivir o morir. Escrita con infrecuente brillantez y depurado estilo, la novela evoca en algunos de sus memorables capítulos a maestros como Yukio Mishima o Paul Auster, sensación muy de agradecer en un autor que, desde su radiante juventud, manifiesta un compromiso inequívoco con la literatura es estado puro, el gran arte de narrar sin concesiones a la baratura comercial ni desaliento ante lo difícil de este reto. Es la apuesta, admirable, del escritor más prometedor de su generación. Una generación, todo hay que decirlo, aún no nacida.

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Información

Editorial
Baile del Sol
Año
2013
ISBN
9788415700289
Categoría
Literatura

XXXVIII

La tercera planta del edificio me pareció a primera vista la misma que la planta baja, tanto que por un momento estuve confusa, pensé que el ascensor no funcionaba.
—A la derecha —me indicó Marc Viadiu.
Tres pasillos muy anchos desembocaban en el espacio rectangular, de unos cuarenta metros cuadrados, en el que se hallaban los dos ascensores y las escaleras, tenían los tres las paredes frías, de un blanco apenas alterado por unas luces de emergencia y las cajas acristaladas del sistema contra incendios. Me llamó la atención que no hubiera ninguna puerta abierta. Advertí unos tenues sonidos metálicos y murmullos al pasar junto a algunas de esas puertas cerradas a cal y canto. Marc Viadiu no cesaba de escudriñar mientras recorríamos los veinte y pico metros que distanciaban los ascensores del lugar al que nos dirigíamos. La calma que mostraba me parecía increíble, incluso algo desconcertante, andaba sin vacilaciones, como si hubiera realizado aquel mismo trayecto centenares de veces.
—Éste es su despacho —aseguró sin vacilaciones, y se detuvo frente a la última puerta que había en el pasillo.
—Sí, creo que sí.
Observé de reojo la pequeña cámara que estaba colocada por encima de la puerta y agaché un poco la cabeza, pensé que las formas de mi cuerpo y las vestimentas que llevaba podían hacer creer que yo era una vigilante, pero también que mi rostro cincuentón podría delatarme.
—¿Se puede? —Pidió permiso Marc Viadiu, después de dar dos pequeños golpes con los nudillos a la hoja de madera.
—¡Pasen! —Concedió una mujer desde el interior.
La cámara había efectuado previamente un pequeño movimiento, hasta enfocar el lugar exacto en el que nos encontrábamos. Yo simulé que me sonaba la nariz.
—Con su permiso —dijo respetuoso Marc Viadiu, mientras entraba en la habitación. Yo iba detrás de él.
—¿Qué quieren?
—Hemos detectado la presencia de unos individuos en los alrededores del edificio. Hace media hora que merodean por las proximidades de la entrada principal —explicó con soltura.
—Les he dicho una y mil veces que me comuniquen enseguida cualquier anomalía que se produzca, pero no veo la necesidad de que me lo tengan que decir cara a cara —se quejó malhumorada—. ¿Por qué no me han llamado por teléfono inmediatamente?
—Es que...
—Ustedes dos son nuevos, ¿verdad? —Cortó nerviosa. Nos observaba con detenimiento, advertí que intentaba verme el rostro. De repente, clavó los ojos en Marc Viadiu y palideció.
—Le aconsejo que no mueva ni un solo dedo —amenazó el psicólogo. La había encañonado antes de que ella pudiera introducir la mano en uno de los cajones de la mesa. Yo cerré la puerta—. ¡Te he dicho que te estuvieras quieta!
Cayó de espaldas al recibir el puñetazo. Me asombró que alguien con las manos tan delicadas pudiese dar unos puñetazos tan descomunales.
—La has matado.
—No, no te preocupes... Mira —me dijo muy tranquilo.
La esbelta veinteañera abrió los ojos tras un par de intentos. Marc Viadiu le ayudó a ponerse en pie con brusquedad.
—Han cometido el mayor error de su vida al venir aquí —se encaró la joven al recuperar la consciencia.
Marc Viadiu dejó el arma sobre la mesa y se abalanzó contra ella.
—¡Déjala, la vas a estrangular! —Grité desesperada—. ¡Marc, por favor!
Paró de oprimirle el cuello con las manos cuando la joven tenía los ojos volcados. La medio ahogada comenzó a respirar con dificultad.
—Elena Pons. Tú eres Elena Pons Moliné, ¿verdad?
—Sí —se apresuró a contestarle.
—Pues, atiende bien a lo que te voy a decir... Para empezar, siéntate en aquel sofá. Hay demasiados botones en esta mesa y podrías tener la tentación de pulsar alguno de ellos. ¡Vamos, siéntate allí!
Elena Pons caminó con dificultad hasta el sofá y se sentó. Estaba aterrada. Yo también lo estaba, me había venido a la memoria de repente lo que decía Marc Viadiu en la pesadilla que tuvo en el tren antes de llegar a la estación de Sants.
—Marc, cálmate.
Creí que mi petición resultaba innecesaria, él era la única persona de las tres que estábamos en la habitación que no exteriorizaba ningún signo de encontrarse alterada. Su comportamiento me parecía premeditado y calculador, más propio de un psicópata que de alguien atormentado.
—Te voy a acercar un teléfono y tú vas a hacer una llamada. Vas a mandar que saquen a Gemma del sótano y la traigan a este despacho, pero procura no levantar sospechas. No me pongas esa cara, sabes perfectamente a quién me refiero... Estoy convencido de que eres lo suficientemente inteligente como para saber hacerlo.
—No es posible —balbuceó Elena Pons.
—¿Qué dices?
—Gemma Figueroa no está en el sótano —se atrevió a decir después unos segundos, que a mí me parecieron interminables—. Hace varios días que no está en el sótano, pero está viva —añadió enseguida.
—¿Dónde la tenéis? —Preguntó sorprendido. Encendió un cigarrillo y se sentó en el otro extremo del sofá. Yo había acercado antes una silla y me había sentado en ella—. ¡Contesta! —Exigió. Balanceaba el cañón de la pistola por la frente de Elena Pons, en un ir y venir acompasado, macabro, como si sintiera placer al llevar de una a otra parte el metal por la cabeza de la joven.
—Es imposible. Moriríamos los tres, y ella también. O quizás, no —divagaba meditabunda—. No, a usted no le matarán hasta que descubran quién es ese amigo suyo que está al tanto de nuestras actividades. Gemma está en Sabadell, creo. Déjeme enviar un fax.
—¡Está bien! —Aceptó Marc Viadiu después de mirarla fijamente a los ojos.
Yo me puse muy nerviosa, no sabía si quien tomaba su decisión después de observar los ojos de Elena Pons era un magnífico psicólogo, alguien con poderes sobrenaturales o un demente. Preferí no pensarlo y guardar silencio.
Marc Viadiu se acercó a la mesa del despacho y cogió un bolígrafo.
—En la impresora hay folios —indicó Elena Pons, quien ahora se mostraba bastante más sosegada, aunque yo le seguía apuntando al pecho con un revólver.
Aparté los ojos de Elena Pons durante unos segundos cuando Marc Viadiu volvió a sentarse en el sofá. Estaba fascinada y sorprendida por la decoración del despacho en el que nos hallábamos. Había varios aparatos electrónicos de última generación. Algunos de ellos no los había visto jamás, hacía conjeturas sobre para qué servirían. Pero no eran esos artilugios del siglo XXI lo que me tenía más sorprendida, sino las demás cosas que había allí. «Una chimenea» —pensé—. «Si tuviera una chimenea, sería casi igual que la biblioteca que describió Agatha Christie en una de sus novelas» —concluí, aunque no estaba segura de si era en uno de los libros de esa escritora donde había leído el relato que me había venido a la memoria, hacía mucho tiempo que había dejado de leer libros escritos en otras épocas.
—No, he cambiado de opinión —dijo Marc Viadiu después de leer el folio—. Que no la traigan aquí. Diles que la lleven a la plaza de Sant Jaume, que les estaremos esperando allí a las once de la mañana.
El rostro de Elena Pons se descompuso.
—¿A qué plaza de Sant Jaume? —Preguntó titubeante.
—¡A cuál va a ser! A la que hay aquí, en Barcelona.
—Pero ésa es la plaza en donde está... —balbuceó.
Estaba casi tan aterrada como cuando Marc Viadiu dejó de apretarle el cuello con las manos.
—Sí, el Palacio de la Generalitat y el Ayuntamiento —vociferó iracundo. Observé que ella se tranquilizó cuando Marc Viadiu pronunció el nombre de esos dos edificios—. ¿No me habrás tomado por imbécil? Esa plaza es el sitio ideal, pero seguro que tú preferirías que fuera en otro lugar, en uno menos vigilado, ¿verdad?
—No, no. Me parece bien que sea en esa plaza, de verdad —convino enseguida.
Yo continuaba sin quitarle ojo, no comprendía por qué había regresado la calma a su rostro.
—El presidente. Mañana estará allí el presidente de la Generalitat —solté a bocajarro, y vi cómo el color que pinta a los difuntos regresaba a la cara de Elena Pons Moliné.
—¡Teresa, déjate de tonterías ahora, no tenemos tiempo que perder! —Me exigió Marc Viadiu algo disgustado.
«¡Serán cosas mías, acabaré perdiendo el poco juicio que me queda!» —Pensé, y guardé silencio de nuevo.
—¡Venga, escribe!
«No fue en una novela de Agatha Christie» —recordé la biblioteca a la que se parecía el despacho de Elena Pons.
—¡Ahora, sí! —Decidió Marc Viadiu después de leer el papel con detenimiento. Lo leyó otra vez más antes de preguntarle el número de teléfono al que debería enviarlo por fax.
—Creo que será mejor que nos marchemos ya.
—Espera unos minutos —me dijo después de mirar su reloj—. Vamos muy bien de tiempo, mejor de lo previsto, y hay algo que estoy deseando que me cuente esta tía.
—Te lo puede contar después.
—Serán unos pocos minutos, te lo prometo, Teresa.
—Bueno —accedí al ver la forma en la que su cara me rogaba— pero no tardes demasiado.
Encendió otro cigarrillo antes de comenzar a hablar. Ella estaba inquieta, expectante.
—¿Qué es eso tan importante que descubrió el científico al que asesinasteis?
—¿Cuál de ellos? —Preguntó soliviantada—. Han matado a más de uno —aclaró al darse cuenta de que Marc Viadiu parecía estar a punto de estallar—. Dime cómo se llamaba —pidió desesperada.
El psicólogo no pronunció ningún nombre, pero le partió dos dedos de la mano izquierda con la culata de la pistola. Se me pusieron los vellos de punta al escuchar crujir los huesos, y sentí lástima por aquella mujer.
—¡Deja de llorar y contesta a lo que te he preguntado!
No parecía el mismo hombre que yo había conocido unos días antes, sino un ser sin entrañas. Tuve deseos de abofetearle y también de pedirle que no se comportara como una bestia embrutecida, pero aprecié la pasmosa frialdad con la que expulsaba una bocanada de humo, y opté por permanecer quieta y callada.
—Inventó un coche que funciona con energía solar —comenzó a explicar entre sollozos.
—Eso está inventado desde hace muchos años.
—No. Algunas compañías fabricantes de vehículos han invertido durante las últimas décadas verdaderas fortunas para intentar descubrir una energía alternativa al petróleo. Le sorprendería saber el gran número de ingenieros que han dedicado la mayor parte de su trabajo a esas investigaciones, y no sólo ingenieros. Miles de personas, incluso algunas con escasos o nulos conocimientos de mecánica, han intentado inventar un automóvil que funcionara con un tipo de energía barata, abundante y poco contaminante; unos, como parte de su jornada laboral; otros, como simples aficionados —relataba cabizbaja, con repetidos gestos de dolor por las lesiones que le había causado en la mano Marc Viadiu—. Ninguno lo ha conseguido con verdadero éxito. Existen varios prototipos bastante sofisticados, increíbles, pero pasará mucho tiempo antes de que puedan competir en prestaciones con los coches que dependen del petróleo. Son aparatosos, alcanzan poca velocidad, pueden transportar una carga exigua, son demasiado caros o necesitan un mantenimiento colosal, qué se yo, los hay tan absurdos y contradictorios que precisan en alguna medida del petróleo para no funcionar con petróleo. Ninguno, excepto ese hombre. Nos pareció a todos una locura cuando nos enteramos del motor que había inventado, pero no descartamos la posibilidad de que su hallazgo fuera útil. Sí, nos pareció completamente descabellado que un ingeniero informático hubiera diseñado un coche que funcionaba con una máquina de vapor.
—¿Con una máquina de vapor? —Se me escapó.
—Bueno, no exactamente, aunque la idea de la que partió era esa. Sus primeros estudios estaban bastante descaminados, hasta el punto de que creyó que debería utilizar en algunas ocasiones generadores termoeléctricos de radioisótopos...
—¡No! No utilices términos técnicos, y procura ir al grano —le exigió Marc Viadiu.
Elena Pons levantó la cabeza, y esperó unos segundos antes de continuar. Comenzó a hablar con mayor lentitud que antes.
—Paneles solares. Ese ingeniero informático consiguió concentrar la potencia de un panel solar del tamaño de un campo de fútbol en una placa de veinticinco centímetros cuadrados, y el poder de almacenamiento de un acumulador, una batería —dijo al ver el gesto que hizo Marc Viadiu—, la capacidad de una batería que fuese tan grande como una planta de este edificio la obtuvo en una de dimensiones similares a las que llevan la mayoría de los coches convencionales. Un circuito interno de agua hacía que el motor funcionara de man...

Índice

  1. Cubierta
  2. La prisión de los espejos
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. XXX
  33. XXXI
  34. XXXII
  35. XXXIII
  36. XXXIV
  37. XXXV
  38. XXXVI
  39. XXXVII
  40. XXXVIII
  41. XXXIX
  42. XL
  43. XLI
  44. XLII
  45. XLIII
  46. XLIV
  47. XLV
  48. XLVI
  49. XLVII
  50. XLVIII
  51. XLIX
  52. L
  53. LI
  54. LII
  55. LIII
  56. LIV
  57. LV
  58. LVI
  59. LVII
  60. LVIII
  61. Biografía
  62. Créditos