Periódicos mágicos
—¡Ay, Dios mío! No puede ser. ¡Esa puñetera lo hizo otra vez! —exclamó Islena con aspavientos, frenada en el umbral de la cocina.
Su esposo, Isaac, cepillaba los dientes frente al lavabo del baño en ese momento y al escucharla sobresaltada, sin interrumpir la tarea se acercó a ella a largas zancadas.
—¿Qué pasó? —preguntó acucioso detrás de su espalda con la lengua empelotada. Por el mango sostenía el cepillo dental dentro de la boca.
—¡Míralo tú mismo! —dijo con aspereza por encima del hombro. Extendió el brazo y señaló con el índice un punto del piso dentro de la cocina.
Expectante, Isaac avanzó lateralmente un paso a la derecha y, cuando el cuerpo de Islena ya no obstaculizaba su visión, enfocó el sitio señalado por el dedo.
—¡Nojoda! —exclamó con la voz distorsionada—. ¡Parece que Dulce lo hiciera a propósito, ah!
Refiriéndose a lo que había hecho la pequeña y adorable Frespuder color blanco de más de diez años de edad que, desde cuarenta días de nacida, formaba parte de la familia como un miembro más. Era propiedad de Hillary; joven de veintidós años de edad, cabello rizado, un metro cincuenta de estatura, cuerpo delgado y única hija de la pareja.
—Yo creo igual, de verdad —dijo Islena con desgano—. Ayer te diste cuenta cómo me rompí el lomo lavando esta cocina y el resto de la casa, para que ahora venga ella a pisotearlo todo con su cochinada.
—Como si fuera la reina de la casa —completó Isaac, y añadió después—: Hiry dice que lo hace para marcar su territorio.
—Pero sabrá Dios qué tipo de tinta utiliza —dijo con sarcasmo—. Con tantos años que lleva haciéndolo, la marca como que no se mantiene porque todos los días la repinta.
—Debe de ser que utiliza un marcador borrable, mi amor.
Cada vez que Isaac hablaba, arrastraba las palabras y salpicaba el piso con una baba blanca; sobre todo la última vez que habló sonriendo. Con los cachetes a punto de estallar, regresó al baño rápidamente y desalojó sobre la loza el espumarajo que rebasaba la boca por la comisura de los labios. Islena cruzó el arco de la entrada y, por encima de la mancha de húmeda cetrina, avanzó un paso al interior. Cuando estuvo al otro lado, giró el tronco noventa grados y prendió la mirada del piso. La mancha cubría un poco más de la mitad de la segunda baldosa de la entrada que Dulce siempre utilizaba como retrete. Por delante del ceño adusto de la estufa, la desagradable y repulsiva apariencia de su imagen claramente podía verse reflejada en el vidrio de la puerta del horno.
Un poco más tarde, Isaac salió del baño con la toalla envuelta alrededor de la cintura. Procedente de su cabello empapado, gruesas gotas de agua impactaban al piso como veloces asteroides sobre la indefensa superficie lunar. Caminando lento se acercó a la cocina y, muy cerca del muro de metro veinte de alto que separaba el ambiente de la cocina del de la sala, preguntó a su esposa, dubitativo:
—Y Dulce, anoche, qué… ¿no bajó a orinar?
Un automatismo de los miembros de la familia, adquirido por la fuerza aplastante de la costumbre, era invitarla a salir del apartamento del segundo piso donde vivían: en las horas de la mañana, de la tarde y un poco avanzada la noche. No solo para que ejercitara el cuerpo caminando la calle sin alejarse demasiado, reconociendo y persiguiendo los diversos olores presentes en el lugar, sino para que depusiera los desechos biológicos en el sitio arenoso y empedrado cercano. Todo el tiempo con el estricto acompañamiento y bajo la supervisión y vigilancia de un miembro de la familia, que después se encargaba de recoger del piso los excrementos en una bolsa plástica. Cuando Dulce completaba la rutina, su acompañante le ordenaba subir y cerraba el ciclo con esta acción.
—Claro que esa cochina bajó, Isa —respondió Islena. Después precisó—: Todas las noches lo hace con alguna de nosotras dos. Incluso contigo, y anoche lo hizo con Hillary, precisamente para evitar este desastre.
Se percató Isaac de que en el interior de la cocina todos los objetos que normalmente permanecían recostados a la pared estaban movidos hacia delante. Desde el momento que el chorro salió disparado de la vejiga —advirtió— hasta que frenó su corriente aproximadamente dos metros después, claramente su ruta se veía trazada en el piso. Desde el primer contacto con él, la cascada amarilla del fluido se precipitó a raudales por su desnivel, el zócalo de la pared contuvo el frenesí de su recorrido impetuoso y lo obligó a enrutarse en la dirección del drenaje de la cocina. A su paso, cada vez más cansino y flaco, devoró las patas metálicas de la escurridera, en cuyo interior descansaban boca abajo: platos, cubiertos, vasos, coladeras, cucharones y otros utensilios de cocina. Indetenible e inclaudicable, por el mismo camino siguió avanzando la corriente hacia su destino, sin percatarse de que, cuando alcanzó el primer apoyo trasero de la lavadora, ya había perdido el ímpetu y ahora tenía la apariencia de un hilo cobrizo sin brío ni movimiento. Con la satisfacción de haber alcanzado el objetivo de marcar los límites de un territorio nuevo que se adjudicaba como suyo, la mancha amarilla del fluido excrementicio de Dulce culminó su recorrido debajo del electrodoméstico, finalmente.
Isaac enfocó a su esposa y en el momento en el que se disponía a expresar algunas precisiones y comentarios, extraídos de las observaciones antes realizadas, ella levantó la frente. Lo miró con desconfianza, luego entornó los ojos y sonrió con suspicacia; como si presintiera algo malo, de lo que él se arrepentiría el resto de su vida y que jamás volvería a cometer.
Con el rostro serio y la frente arrugada, por encima de la mancha amarilla, Islena extendió los brazos y apoyó las manos del muro que brotaba de la jamba izquierda. Estirado como quedó el cuerpo, parado sobre las extensiones de los pies, necesitó muy poco el cuello para que la cabeza sobrepasara la frontera invisible de separación entre la cocina y la sala. Inmóvil como una estatua de hielo, bajo el sol ardiente de un medio día de la costa caribe colombiana, lucía su esposo frente a ella. Empuñó la boca, izó las cejas y lo peinó con la mirada. Después giró el cuello en la dirección del baño, rastrillando el piso. En medio de un charco de agua, procedente del cabello empapado y de las chancletas encharcadas, aludido y expectante, Isaac vigilaba sus movimientos. Islena devolvió los ojos al frente y lo fulminó con ellos sin conmiseración. Sus mejillas estaban encendidas y de los dos lagos amielados que embellecían su rostro brotaban chispas de ira.
—¡Tú estas peor que Dulce, Castellar! —lo increpó—, ¡Por lo menos ella es un animal irracional y no entiende las cosas! ¡Pero tú, que se supone que tienes tres dedos de frente! ¿Cómo se te ocurre salir del baño todo encharcado, ah?
Compungido, Isaac bajó el brazo con el que quería ilustrar lo que iba a decir y cerró la boca herméticamente. Enserió el rostro y expectante contuvo el aliento. En ese momento lo que más deseaba era que la tierra abriera las fauces para que lo tragara de un bocado. Con los brazos en posición de jarra giró el tronco y miró hacia atrás. En efecto, una estela de agua marcaba el recorrido que cubrió desde el baño y un charco, abajo, rodeaba sus pies. Recargó el peso del cuerpo en el otro pie. Arrepentido torció la boca, izó las cejas y rascó la cabeza. Miró a su esposa con el rabillo del ojo.
—Tienes razón, mi amor. Lo siento —admitió avergonzado con el dibujo de una sonrisa almibarada en el rostro. Como si rindiera una plegaria al todopoderoso, juntó la palma de las manos por delante del mentón y rogó—. ¡Discúlpame, por favor!
Caminando lento y cabizbajo, regresó al baño. Islena no perdía sus movimientos. Sujetó la escoba, regresó al ch...