Espiar a los felices
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Espiar a los felices

Javier Zamudio

  1. 136 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Espiar a los felices

Javier Zamudio

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Índice
Citas

Información del libro

Espiar a los felices reúne trece historias duras, en su mayoría; gente que vive al margen, en esa zona liminar que sus narradores no revelan, sin aspavientos. Y, sin embargo, ni la dureza ni el limite ocurren despojados de humanidad.

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Información

Año
2017
ISBN
9789587203455
Categoría
Literatura

¿Azar o destino?

—Entonces, ¿cree en Dios?
—Naturalmente –respondió el coronel dando un golpecito con la bota sobre el suelo alfombrado.
Su mujer y su hija estaban sentadas en la esquina del salón. Ambas miraron al forastero.
—Decía usted que era…
—Aspiro a ser escritor.
El coronel sonrió. En la mano sujetaba una copa de vino tinto. Agarró su cigarrillo, que estaba sobre un cenicero en la mesa de café.
—Ya ves Graciela, joven aún. Joven e idealista.
—Me sorprende, señor, que un hombre de su inteligencia se deje embaucar con cuentos –interrumpió el aspirante a escritor–. ¿Sabía que existen más formas de refutar la existencia de Dios que de demostrarla?
La esposa del coronel estalló en una risa larga, casi vulgar. A su lado, la mucama esbozó un gesto de burla.
—Ya ve joven lo que ha hecho; casi mata de risa a mi mujer –dijo el coronel–. Qué muchacho, qué muchacho. ¿Dónde lo encontraron?
La pregunta iba dirigida a dos oficiales que esperaban junto a la puerta del salón. El más joven se adelantó presto a responder.
—Estaba perdido –interrumpió otra vez el aspirante a escritor.
—¿Perdido?
—Sí, coronel –repuso el oficial más joven–, eso parecía cuando lo encontramos.
—Caminaba, señor, y al parecer me perdí. Me alojo en el pueblo, en el hotel La Fortuna.
—Y tiene la desdicha de perderse, joven. ¿Cuál es su nombre? Ya sé que me lo ha dicho hace un momento, pero los nombres se me van.
—Sebastián.
—Sebastián, muy bien. Por lo menos tuvo la gracia celestial de que mi mujer estuviera afuera en la terraza cuando mis oficiales lo encontraron. Ya ve que Dios, a pesar de su falta de fe, lo protege; mis soldados pudieron confundirlo con un comunista.
Sebastián esbozó una sonrisa.
—¿Sabía usted que estas son mis tierras?
—No señor, he terminado aquí por error. Le ruego que me disculpe.
—Dios lo ha traído, ¿no cree?
—Como bien pudo haber sido el azar, coronel. Me perdí, eso es todo.
La esposa del coronel rio de nuevo, aunque con menos estruendo. Le hizo una señal a la mucama y ésta se afanó en servir más vino al forastero.
—Beba, querido Sebastián –dijo el coronel levantando su cigarro–. ¿Dónde pasará la noche?
El aspirante a escritor levantó los hombros de forma desafiante.
—Todavía no sé. Quizá en la montaña, a medio camino del pueblo.
—¿Sabe que puede encontrarse con “ellos”? No creo que lo dejen con vida. Mejor quédese; lo invito a que nos acompañe, así nos podrá explicar sus teorías sobre Dios. ¿Es usted poeta?
—A veces.
El coronel le dio una calada al cigarro y soltó el humo despacio. Evidentemente disfrutaba con la compañía de Sebastián. Se puso de pie.
—Señores, a mi oficina –dijo mirando a los oficiales. Después giró el rostro hacia la mucama–. María, que le arreglen la habitación de invitados a nuestro poeta.
Sebastián veía las maneras aristocráticas del coronel con repulsión. Se ubicó al lado de su anfitrión intrigado por el silencio de la hija.
—Mucho gusto –dijo estirando la mano a la madre y a la hija.
Ambas contestaron al unísono, no obstante, escuchó con claridad el nombre de Isabel.
—¿Le parece si continuamos mañana durante el desayuno? Es tarde y todavía debo hacerme cargo de algunos asuntos.
Sebastián asintió con un movimiento de cabeza y miró una vez más a la esposa del coronel.
—Perfecto –dijo el coronel–. María lo llevará a su habitación.
Sebastián se despidió del coronel y de las dos mujeres, y se dispuso a seguir a la mucama. Atravesaron un corredor de muros blancos donde colgaban algunas reproducciones de Alejandro Obregón. Subieron una escalera que conducía a un pequeño cuarto situado en el ala derecha de la casa. La mujer abrió la puerta e hizo un gesto con la mano señalando al interior.
—La lámpara está en el escritorio. Si necesita algo, solo toque la campana y yo vendré enseguida –dijo.
Sebastián agradeció y entró. Buscó la salida en cuanto escuchó el golpe seco de la puerta al cerrarse. A continuación miró las paredes fijándose en un retrato de Gustavo Rojas Pinilla. Se sentó en la cama y observó el escritorio, la lámpara cuya luz se explayaba formando un círculo luminoso en el techo interrumpido por la sombra de una silla, el biombo y dos baúles. Se acercó a la ventana. La casa del coronel estaba a unos quinientos metros del bosque, rodeada por una pradera de hierba bien cuidada en la que se desplegaban varios soldados con sus fusiles. Buscó algún indicio en la entrada del bosque, alguna señal de “ellos”. Le pareció reconocer el parpadeo constante de las luciérnagas, un brillo que se difuminaba sordo en la noche, tragado en un aliento brusco, tenebroso.
Metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón y palpó una hoja doblada por la mitad. La acarició con la yema de los dedos y sacó la mano para apoyarla en la ventana. Había tenido suerte de que ninguno de los soldados lo hubiera registrado a fondo.
Se aproximó al escritorio, abrió uno de sus cajones y encontró una libreta. La agarró y regresó a la cama. Acarició su lomo despacio, sintiendo las pequeñas grietas extendidas a lo largo del cuero, como si fuese un mapa. En el mismo instante en que se disponía a abrirla, la esposa del coronel empujo la puerta de la habitación y entró. Sebastián se puso de pie, con las manos en la espalda, y escondió la libreta en uno de los bolsillos traseros de su pantalón. Guardó silencio, mirando por encima de Graciela hacia el rellano, como si alguien fuera a aparecer.
—¿Qué haces aquí? –dijo ella avanzando y dejándose caer a sus pies–. Si mi esposo se da cuenta, nos mata… Nos mata.
Sebastián la sujetó de las manos y la ayudó a levantarse.
—Me estaba muriendo por verte… Solo quería acercarme a la casa, mirarte desde el bosque. Una estupidez.
—Sí, una verdadera estupidez –dijo la esposa del coronel sentándose sobre la cama–. Además, “ellos” pudieron haberte encontrado. Se dice que los comunistas quieren matar al coronel y que se alojan en el pueblo desde hace unas semanas, planeando cómo atacar la casa…
—No te preocupes. Ni el coronel, ni “ellos” podrán hacerme nada. Mañana me iré temprano, antes del almuerzo… “Ellos” salen a reclutar y a matar a los disidentes por la noche… Ya sabes, estamos sitiados. El que no está con ellos, es su enemigo.
—Lo mismo con el coronel –dijo ella.
Sebastián se sentó cerca de Graciela y sintió deseos de besarla, pero se contuvo pensando que alguien podía sorprenderlos. Ella se puso de pie, besó su cabeza como si se tratara de un niño, y dijo:
—No trates de llamar la atención…Deja de discutir con mi marido y márchate mañana temprano, después del desayuno. Yo iré a verte en un par de días, cuando las cosas estén mucho más tranquilas. Dos soldados te llevarán en un camión hasta el puente y desde allí podrás llegar caminando.
*
Luego de que Sebastián se marchara para el cuarto de invitados, el coronel se dirigió a su despacho acompañado de sus edecanes.
—Es él, señor, el mismo –dijo Augusto, el mayor de los dos.
—¿Está seguro?
—Totalmente, señor. Imposible confundirlo.
Los soldados estaban de pie, cerca de la puerta. El coronel rodeó su escritorio y se sentó en una silla. Apretó los brazos de la silla con fuerza.
—¿Están seguros? –repitió la pregunta. Soltó los brazos de la silla y se cubrió el rostro con ambas manos. Permaneció en esta posición unos segundos, luego se puso de pie y se aproximó a la biblioteca–. Hay que matarlo –dijo sin girarse.
—¿Y a ella? –preguntó Ismael.
—Pero no ahora, sino mañana, cuando se marche, antes de que atraviese el bosque –continuó el coronel sin pronunciarse sobre su mujer.
El soldado asintió con un movimiento de cabeza. El coronel continuó caminando. Miraba al suelo siguiendo su sombra. En aquel perfil explayado sobre la madera lustrada, pudo reconocer el gesto turbio de sus cabellos blancos. Tocó los botones dorados de su uniforme y se dejó caer entristecido sobre un viejo sofá.
—A ella no la maten –dijo–. De eso me encargo yo.
Los soldados salieron del despacho y se dirigieron a la cocina. Eran los últimos en comer y a los que María servía con más afecto, por ser los oficiales de confianza del coronel.
Se sentaron, abandonaron los fusiles en el piso y saludaron con una sonrisa. Mientras aguardaban por la comida, empezaron a discutir los pormenores de la operación. Augusto se esforzó en no omitir detalle: llevarían a Sebastián en uno de los camiones del batallón y le dispararían antes del primer puente que conducía al pueblo; abandonarían el cuerpo en el bosque y regresarían a la casa, fingiendo haber sido emboscados por los comunistas.
Ismael escuchaba y miraba a María servir sopa, arroz, carne, ensalada y aguardiente a cada uno. Augusto se acercó a su compañero y le murmuró que seguramente el coronel envenenaría a Graciela la noche siguiente y tendrían que sacarla cuando todos estuviesen dormidos.
—Aquí es vital la precisión, porque si alguien se entera, el coronel nos inculpa. Es capaz de matarnos para hacerle creer a Isabel que fuimos nosotros.
—¡Pues a mí nadie me va a inculpar de la muerte de la señora!
—¡Cállate, tor...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. Espiar a los felices
  6. La mejor noticia de su vida
  7. El hijo muerto del doctor Shamosh
  8. Una cárcel sin barrotes
  9. La agenda negra
  10. El fracaso del amor
  11. Vuelta de tuerca
  12. Luis Onetti
  13. El dios maligno
  14. Zapping
  15. La luz que no ilumina
  16. ¿Azar o destino?
  17. Es como mirarse en un espejo