1 CUÁNDO (Y POR QUÉ)
LA RAZÓN INSTRUMENTAL
PASÓ A REGIR NUESTRA VIDA
«¿Qué ha sido de Dios?». Fulminándolos con la mirada, agregó: «Os lo voy a decir. Lo hemos matado. Vosotros y yo lo hemos matado. Hemos dejado esta tierra sin su sol, sin su orden, sin quién pueda conducirla… ¿Hemos vaciado el mar? Vagamos como a través de una nada infinita».
FRIEDRICH NIETZSCHE, aforismo 125
LA RAZÓN QUE NOS GOBIERNA
Con el triunfo de la modernidad —con el desarrollo científico y tecnológico, la Revolución Industrial, la aparición de la burguesía y el proletariado y la irrupción de las revoluciones liberales y democráticas—, los impulsos y las emociones quedaron supeditados a la razón. O, mejor dicho: a un tipo muy concreto de razón centrada en conseguir, del modo más rápido, eficaz y con el mínimo coste, el objetivo que nos habíamos propuesto en cada momento y circunstancia histórica, de modo que mitos, tradiciones, costumbres, impulsos y sentimientos se sometieron al férreo dictado de la razón, desde el siglo XVII hasta los años setenta-ochenta del siglo pasado, hasta transformarse en meras herramientas a su servicio, primero en Occidente y después en el resto del mundo.
Pero, si queremos comprender la naturaleza y el significado de la razón moderna, debemos aprender algunas nociones básicas sobre su matriz: la acción social.
CÓMO NOS COMPORTAMOS EN SOCIEDAD (Y CÓMO LO JUSTIFICAMOS)
Afirmar que el individuo es un ser social constituye un lugar común, algo que solemos dar por descontado y en cuyo alcance y consecuencias apenas reparamos. Sin embargo, a poco que nos adentremos en este concepto, nos percatamos de que lo que parecía una superficie lisa y fácil de recorrer es, en realidad, un terreno bastante resbaladizo y lleno de recovecos, hasta el punto de que no es de extrañar que haya sido objeto de cuidadosos análisis y de sofisticadas teorías por parte de numerosos pensadores de diversas disciplinas del saber.
En nuestra tradición occidental podemos remontarnos, como mínimo, a Aristóteles, que ya argumentaba que el ser humano tiene una naturaleza constitutivamente social: al ser una especie dotada de habla y razón, nuestras tendencias, habilidades y atributos solo se despliegan de manera plena en sociedad. Esto es, llevamos a cabo buena parte de nuestras actitudes y acciones con los demás, impulsados por los demás, para los demás o buscando efectos sobre los demás.
En estas páginas, sin embargo, analizaremos una cuestión algo más acotada: qué entendemos por «acción social» —es decir, cómo nos comportamos con y hacia los demás—, y cuáles son los motivos que nos impulsan a hacerlo.
Comenzaremos utilizando el hilo argumental que expuso hace un siglo el sociólogo alemán Max Weber: según este, actuar socialmente es, en primer lugar, algo que no se puede entender al margen de la intencionalidad, del sentido que le damos; en segundo lugar, actuar socialmente parte de la intención de crear o consolidar una relación con los actos de otras personas; por último, el tipo de acción social que llevamos a cabo es indisociable de la idea que nos hacemos del contexto, de lo que pensamos sobre las personas o grupos que nos rodean, sobre qué pretenden, qué quieren hacer o qué esperan de nosotros y, a la luz de todo ello, cuáles son las consecuencias previsibles de nuestras decisiones.
Como es lógico, hay muchos tipos posibles de acción social. Sin embargo, a grandes rasgos se pueden agrupar en cuatro modalidades, cada una de las cuales recurre a una justificación específica.
De entrada, tenemos la acción social que nos viene determinada por la costumbre y que se justifica por una supuesta fidelidad a las prácticas, ideas y creencias de nuestros antepasados. Así, la respuesta a por qué actúo de una determinada manera sería: «porque siempre se ha hecho así en mi comunidad» o «porque así lo manda tal o cual texto sagrado».
En cambio, otras veces actuamos movidos por nuestras emociones y sentimientos. «Hago esto o aquello —o, por el contrario, rehúso hacerlo— porque así me lo dicta el corazón, porque siento que debo actuar así».
También puede suceder que lo que nos impulsa a comportarnos de una determinada manera sean nuestras convicciones, nuestra apuesta decidida y razonada por unos determinados ideales y valores. El ejemplo por antonomasia de esta modalidad sería el famoso «imperativo categórico» kantiano, que nos impele a «actuar de modo tal que mi conducta pueda erigirse en norma universal», y ello no de manera condicional, es decir, según el contexto, las circunstancias o los intereses que tengamos, sino de modo absoluto, incondicional.
Sin embargo, a menudo tomamos una decisión sencillamente porque nos parece el camino más útil, o más factible, para que nuestros propósitos se hagan realidad. En estos casos, utilizamos nuestro conocimiento del contexto en el que nos movemos y del comportamiento previsible de las personas que nos rodean como medios para alcanzar el objetivo propuesto. Huelga decir que, en estos casos, antes de tomar una decisión tenemos muy en cuenta cuáles pueden ser las consecuencias. «Hago esto o aquello —o evito hacer tal o cual cosa— porque, tras valorar las circunstancias actuales y las posibles consecuencias de mi acción, he llegado a la conclusión de que es la mejor vía para conseguir mis propósitos». Llamaremos a esta última modalidad «racionalidad instrumental u orientada a medios».
Por supuesto, cada modalidad es un «tipo ideal» que no pretende tanto describir lo que empíricamente sucede —por poco que pensemos en ello, nos daremos cuenta de que a menudo actuamos guiados por varias de las modalidades expuestas, por una mezcolanza de sentimientos, costumbres, cálculo de expectativas y valores asumidos tácitamente— como servirnos de guía para poder entender mejor nuestro comportamiento social, para saber cuál es la tendencia dominante en un momento o circunstancia dada y a qué lógica obedece.
POR QUÉ CUANDO DEJAMOS DE CREER EN MERLÍN Y EXCALIBUR LA RAZÓN INSTRUMENTAL OCUPÓ EL TRONO
Aplicar nuestras capacidades lógicas y nuestro poder de cálculo y previsión para resolver tareas concretas, afrontar amenazas y alcanzar un objetivo determinado son aspectos inherentes a la condición humana, y las hachas paleolíticas, talladas con suma precisión o la domesticación del fuego son pruebas inequívocas de la presencia de la razón instrumental casi desde el principio de los tiempos. Pero también de su importancia, porque sin la razón instrumental difícilmente habríamos sobrevivido como especie, y menos aún progresado.
Sin embargo, hasta épocas no tan lejanas, el poder e incidencia de este tipo de acción social solía quedar supeditado a una compleja combinación de creencias que estipulaban lo que era lícito hacer y por qué; de tradiciones y costumbres cuidadosamente preservadas y transmitidas que nos dictaban cómo hacerlo; de tabúes que nos prohibían terminantemente transgredir determinadas formas de hacer y, por último, de un sistema de ritos y, sobre todo, de castigos y recompensas —cuyo alcance comprendía tanto nuestra vida terrenal como más allá de ella— que servían para evitar que el despliegue de nuestras capacidades instrumentales pusiera en peligro el orden social y simbólico establecido.
Incluso en el ámbito económico, el interés y el cálculo, si bien han estado presentes desde la aparición de la división del trabajo, el intercambio de mercancías y los primeros medios de pago, han tenido un radio de acción severamente limitado por un complejo entramado de normas, costumbres y creencias, hasta el punto de que se desalentaban las innovaciones e inventos que pudieran suponer un cambio del orden social establecido, y buen ejemplo de ello era que en la Europa medieval los cristianos tenían prohibida la práctica de la usura —del préstamo con intereses, tan vital para el desarrollo del comercio y de la actividad económica en general— y que las normas y costumbres que regulaban la actividad de los gremios limitaban severamente la innovación y la acumulación de capital.
Pero a partir de cierto momento el escenario empieza a cambiar: en un intervalo temporal relativamente breve, desde los siglos XVII-XVIII hasta los años setenta-ochenta del pasado siglo, la modalidad hasta entonces menos valorada de acción social, la orientada a la consecución de medios, pasó de estar supeditada a las otras a ocupar una posición preponderante y, así, dejó de ser la sierva de los dioses para convertirse en su verdugo o, cuando menos, en su dueña y vigilante. Al principio, solo en Occidente, pero progresivamente en todo el mundo.
Se trata de una cuestión mucho menos baladí de lo que pudiera parecer a primera vista: si la modalidad predominante de actuación social —y, por extensión, de pensamiento, de concepción del mundo y del lugar que debemos ocupar en él— se caracteriza por calcular la mejor manera de conseguir, en función de las circunstancias que nos rodean, un objetivo dado con los mejores resultados posibles y al menor coste, la consecuencia será que cualquier ámbito —la tecnología y economía, pero también la vida social, la política o la cultura— deberá regirse por este imperativo, por seleccionar y optimizar los medios más acordes con el logro del objetivo que nos hayamos propuesto, a ser posible a la mayor brevedad posible y con el mínimo coste. Y esto quiere decir, también, que cualquier creencia, costumbre, rito, sentimiento o impulso que pueda suponer un obstáculo deberá ser anulado o, lo que en cierto modo es más corrosivo, reconvertido en un instrumento más para conseguir un fin dado.
Conseguir un fin dado, sí, pero… ¿cuál? ¿Y en función de qué criterios o valores?
La respuesta, por extraña que pueda parecer a primera vista, es que no hay fines absolutos ni hay un único criterio o conjunto de criterios universalmente válidos para establecerlos. Y es que una de las características definitorias de la razón instrumental es que, una vez logrado un objetivo o finalidad, este puede ser reemplazado por otro o, como suele suceder, pasa a convertirse en un medio para un nuevo propósito, y así en una espiral sin fin.
Bajo esta lógica, pretender que haya un principio incuestionable o un valor considerado transcendente y universalmente válido sería un auténtico despropósito o, para ser más precisos, un oxímoron: a fin de cuentas, una espiral, por definición, no tiene —no puede tener— un final.
¿Nuestra empresa nos marca unos objetivos para el año en curso? Una vez cumplidos, serán reemplazados por otros, seguramente más ambiciosos y exigentes.
¿El Gobierno se ha propuesto aumentar el crecimiento del PIB en un 3 %? Movilizará todos los recursos y, una vez logrado, se marcará un nuevo objetivo de aumento.
¿Con qué finalidad? ¿Para conseguir un mayor bienestar de la población, para repartir más y mejor la riqueza así obtenida?
No exactamente: el mayor bienestar —por cierto, calculado únicamente a partir de parámetros estadísticos objetivos que para nada computan aspectos como la felicidad o el equilibrio— se admite si y solo si sirve para aumentar el PIB y la productividad de un país: el PIB debe crecer… para poder seguir creciendo, por encima de cualquier otra consideración.
¿A qué se debe este cambio radical?
Hay dos factores clave para entender cómo ha sido posible que la razón instrumental se haya convertido, al menos hasta finales del siglo XX, en la modalidad predominante, incluso hegemónica: el desencanto y la burocratización.
EL SIGLO DEL DESENCANTO
El primero de ellos es el que, siguiendo de nuevo a Max Weber, denominaremos «desencantamiento». Consiste en la creencia, ya sea tácita o explícita, de que cualquier aspecto de la realidad puede entenderse sin necesidad de recurrir a explicaciones sobrenaturales o transcendentes.
Durante siglos y siglos, tanto en Occidente como en otras culturas, se pensaba que dioses, espíritus, seres o fuerzas sobrenaturales de toda índole intervenían en el mundo que nos rodeaba y en nuestros destinos, pero con la irrupción de la Revolución Industrial, la ciencia moderna y el avance de las modernas ideologías seculares, toda esta dimensión sobrenatural desapareció o, a lo sumo, pasó a ser...