Recuerdos para el porvenir
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Recuerdos para el porvenir

  1. 280 páginas
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Recuerdos para el porvenir

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Las semblanzas que aquí se ofrecen se refieren a quienes más influyeron en mi vida, a excepción de mi madre, de mi padre, de mi mujer, hijos, nietos y bisnietos, que ocupan, lógicamente, el primer lugar, junto a los que, por su cercanía y colaboración durante muchos años, han sido, con ellos, mi "entorno", mi "con-vivencia", mis senderos iluminados en los que, de pronto, irrumpieron con singular esplendor los personajes que describo en estas páginas. Todos han sido para mí motivo de reflexión y de estímulo, todos han representado valores y cualidades que me han ayudado especialmente en los momentos más difíciles. También rememoro una serie de vivencias, algunas de ellas breves y aparentemente intrascendentes, pero que dejaron una huella indeleble y desencadenaron transformaciones de hondo calado (Federico Mayor Zaragoza)

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2018
ISBN
9788428832786
DOCE RELATOS BREVES
Olegario: lo que todo el mundo cree saber
Olegario, excelente persona, solícito y sonriente, era el portero del edificio en cuyo sexto piso se hallaba el apartamento en el que vivíamos en 1968, en Granada. Sus «¡buenos días!» cuando salía de casa eran estimulantes.
Mi nombramiento como rector de la universidad el 17 de junio de 1968 fue una sorpresa para todos, yo incluido, y ponía de manifiesto la originalidad, autonomía y rapidez con que actuaba el ministro José Luis Villar Palasí desde que había tomado posesión hacía tan solo unas semanas. Ya había creado las Universidades Autónomas en Madrid, Barcelona y Bilbao, anunciado su propósito de promover una Ley General de Educación (fue discutida en las Cortes y aprobada en 1970), y puso en marcha la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) a los pocos meses.
No era previsible, en efecto, que quien figuraba con menos votos en la terna que se le había presentado (hasta aquel momento nunca se había pedido) y, sobre todo, tenía como antecedente –un gran honor– que el hermano de su abuela materna fuera Marcelino Domingo, el primer ministro de Educación (se denominaba entonces de Instrucción Pública) de la Segunda República, que destacó especialmente por el nombramiento de maestros «profesionales» y el establecimiento de las «Misiones pedagógicas», fuera designado, a los 34 años, rector de la Universidad de Granada.
Cuando, muy sorprendido, llamé al ministro a la mañana siguiente, diciéndole que no comprendía las razones de un nombramiento que alteraba radicalmente mis previsiones en aquellos momentos, el ministro fue tajante: «Porque es usted el único con dedicación exclusiva, y porque estaba usted en la terna».
Quisiera o no, la suerte estaba echada, y debo decir que mucha gente me paraba en la calle y me felicitaba y daba ánimos.
Solo Olegario me miraba con inmenso pesar y hacía gestos de profunda desaprobación:
–¡Qué pena me da, D. Federico, qué pena tan grande me da! –repetía.
–¿Por qué, querido Olegario, por qué le doy tanta pena?
–¡Quite usted, quite usted! ¡Tener que luchar con tanto enterao!
La respuesta fue para mí un aldabonazo, porque ya había tenido ocasión de reflexionar sobre el «general conocimiento» que todo el mundo tiene sobre la educación, defendiendo apasionadamente puntos de vista que, en la mayoría de los casos, no pasan de ser reflejo de experiencias personales relacionadas con la vida escolar.
¡Qué razón tenía Olegario!, pensé en varias ocasiones hablando con profesores, colegas, discípulos, dándome cuenta de que es un tema en el que todos, sin excepción, tienen puntos de vista y vivencias que defienden con tanta imprecisión como calor. Pero sobre todo pensé en el acierto de Olegario cuando tuve ocasión de asistir al Consejo de Ministros: si se daba la palabra al ministro de Asuntos Exteriores, silencio. Silencio cuando eran los ministros del Interior o el de Hacienda quienes se expresaban. Pero en cuanto el presidente daba la palabra al ministro de Educación, ¡todos los ministros querían intervenir, todos estaban enteraos!
Muchos años después de esta anécdota, Ángel Gabilondo, rector de la Universidad Autónoma de Madrid y excelente ministro de Educación, coincidió plenamente en que una de sus más inolvidables experiencias había sido «¡tener que luchar con tanto enterado!».
Ilya Glazunov y Chinguiz Aitmatov:
notoriedad para la disidencia
Fui director general adjunto de la UNESCO desde julio de 1978 a agosto de 1981. La delegación de la Unión Soviética, consciente de su importancia comparativa –especialmente cuando ya se barruntaba que los Estados Unidos deseaban abandonar la organización– me visitaba con frecuencia. Tenía al frente al yerno de Kosiguin, primer ministro, y en el grupo figuraba con cierta frecuencia Ilya Glazunov, pintor «oficial» de la URSS («People’s Artist of USSR» en 1980). Por su sumisión, su triste papel, tengo que reconocer que no le profesaba la menor simpatía.
Ilya había nacido en 1930 en San Petersburgo. Sus padres perecen en la batalla de Leningrado un año después. En 1959 se casa con Nina Vinogradova-Benois. Uno de sus primeros éxitos consiste en ganar el Premio para Jóvenes Artistas organizado por el periódico Student News.
Había alcanzado ya renombre por sus viajes y visitas a distintos países (Italia, Dinamarca, Laos, Vietnam, Chile, Finlandia, Cuba…) y pintado a actrices, actores y personas internacionalmente famosas, como Gina Lollobrigida, Claudia Cardinale, Federico Fellini… También contribuyeron mucho a extender su «radio de conocimientos» sus ilustraciones de las obras de su autor más admirado: Fiodor Dostoyevski.
Al final de la presentación de su primer libro de recopilación de la obra pictórica realizada hasta aquel momento escribe Vasily Zakharchenko: «Hoy el nombre de Ilya Glazunov es parte relevante de la escena contemporánea del arte ruso soviético».
En los años noventa del siglo pasado, la UNESCO le ofrece la «Medalla Picasso de Oro».
El 20 de octubre de 1979 me hace llegar una carta manuscrita en la que hace referencia al cuadro que presenta aquellos días al Consejo Ejecutivo de la organización. «Para mí, el marco de la UNESCO es muy importante», escribe. «Recuerde que tiene usted un buen amigo en Rusia». No pone «en la Unión Soviética», sino en Rusia, en Moscú.
A principios del año 1981, cuando ya había decidido regresar a Madrid, mi secretaria me anunció la visita de un joven que «venía de parte del pintor Glazunov». Entró en mi despacho, dejó sobre mi mesa un paquete –que resultó contener un precioso icono oval con un motivo, la resurrección de Cristo, muy infrecuente– al tiempo que me decía: «Es de parte del pintor Ilya Glazunov. Me ha pedido que le dijera que ya sabe que no le aprecia usted mucho, pero espera que comprenda que, para ser un disidente eficiente, hay que ser muy importante».
Todo esto en dos minutos. Pensé, mientras admiraba su obsequio, que tenía toda la razón: si no se es personaje muy conocido, puede desaparecer sin dejar rastro.
Cuando al poco tiempo fui a Moscú, solicité visitar a Ilya Glazunov, que se hallaba en arresto domiciliario. No pudieron negarse. Me recibió exultante. Su casa, llena de cuadros por todas partes. Su mujer Nina, menuda y sonriente, apreciaba mucho la visita. Me mostraron unos cuadros de sus hijos Vera e Iván, ella y él de gran belleza, en los que Ilya Glazunov había pintado solo los ojos, pestañas y cejas. Y luego un gran cuadro que «reflejaba el alma rusa»: una mujer rubia, con largas trenzas y ojos azules, espacios verdes y nevados, una gran mancha roja –la época de Stalin– y la imagen de Jesucristo, «porque sin él no puede concebirse ni interpretarse el alma rusa, y, al final, Gagarin como referente bien conocido del progreso científico y tecnológico alcanzado.
Estuvimos comentando que, efectivamente, era ahora, que era muy conocido en toda la Unión Soviética, cuando su disidencia tenía mayor repercusión e impacto.
Por cierto que, cuando ya me iba, me pidió que felicitase a un abuelo de barbas blancas que se hallaba en una de las habitaciones leyendo con gran atención. «Cumple hoy 80 años», me dijo Ilya. Cuando le di la enhorabuena por lo bien que se conservaba, ya que aparentaba muchos menos años de los que cumplía, me dijo con una sonrisa: «Me ha dicho Ilya que es usted un biólogo, que sabe muy bien, por tanto, que el frío conserva las proteínas. Pues bien: ¡me han tenido más de treinta años en Siberia!».
Pasó el tiempo. A los cinco años llega al poder Mikhail Gorbachev, y pronto convenció a Glazunov de que podía exponer los cuadros que quisiera, que había completa libertad. Con gran alegría empezó a hacer las diligencias oportunas para una gran exposición de su obra. A los pocos meses todo estaba preparado, y la fecha de inauguración, acordada. Solo Nina insistía en que no podía creer que fuera realidad aquel cambio drástico en su vida. «Es una trampa, nos detendrán a todos», repetía obsesivamente. Y, completamente trastornada, sin que su marido pudiera suponer que llegaría a límites nefastos, el día de la inauguración se vistió de negro, se adornó con pendientes y broches, pero, en lugar de salir por la puerta, donde la esperaba Ilya, bien trajeado, ¡se tiró por la ventana! Era el 24 de mayo de 1986. Tan a...

Índice

  1. Portadilla
  2. Introducción
  3. Publicaciones
  4. Preámbulo personal
  5. Prólogo
  6. Nelson Mandela (1918-2013). Reconciliación
  7. Madre Teresa de Calcuta (1910-1997). Fraternidad
  8. Mikhail S. Gorbachev (1931-). Imaginación, lo inesperado
  9. Rigoberta Menchú (1959-). Derechos humanos universales
  10. Mario Soares (1924-2017). Visión global
  11. Amadou-Mahtar M’Bow (1921-). La igual dignidad
  12. Juan Antonio Carrillo Salcedo (1934-2013). La lucidez
  13. José Luis Sampedro (1917-2013) y Stéphane Hessel (1917-2013). La implicación
  14. Aurelio Peccei (1908-1984). La anticipación
  15. Ramón Areces (1904-1989). Emprender
  16. Yasser Arafat (1929-2004), Shimon Peres (1923-2016) y Yitzhak Rabin (1922-1995). La paz es posible
  17. Doce relatos breves
  18. Contenido
  19. Créditos