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La historia será «efectiva» en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser. Dividirá nuestros sentimientos; dramatizará nuestros instintos; multiplicará nuestro cuerpo y lo opondrá a sí mismo. No dejará nada sobre sí que tenga la estabilidad tranquilizante de la vida o de la naturaleza, ni se dejará llevar por ninguna obstinación muda hacia un fin milenario. Socavará aquello sobre lo que se la quiere hacer descansar, y se encarnizará contra su pretendida continuidad. El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho para hacer tajos.
Michel Foucault
Francis Bacon no cita a Foucault –como acabo de hacerlo yo–; transcribe sí, y lo hace para afirmarlo él mismo, a su tan leído como admirado Charles Baudelaire: «si el arte no choca no tiene ningún interés». Pero su intención fue más lejos, o es más raigal, que la de sacudir al público, que la de épater les bourgeois –recurso pueril y fácil si lo hay–, por eso consecuentemente agrega sin ambages: «quiero chocarme a mí mismo». Estrellarse, sacudirse y arrojar de sí todo lo convencional, lo ya sabido, lo ya aceptado… lo ya sido. Todo lo que solemos llamar «yo»; ese yo más vivido por ayeres que viviente hoy, ese artista más ilustrador que creador.
«En fin, si destruyes, hazlo entonces con las herramientas nupciales». Comentando este poema de René Char, Bacon agrega y comparte: «sí, eso es, la violencia que abre la puerta a otra cosa. Es raro, pero a veces el arte logra producirla; imágenes que pueden hacer añicos el viejo orden sin dejar nada como era antes». Mucho menos –agrego yo– teniendo por parámetro la vida de Francis Bacon, al artista que las configura.
D. H. Lawrence, refiriéndose a Paul Cézanne, escribió lo que ahora hago extensivo a Bacon, lo que creo que se aplica por igual tanto a su vida como a su obra:
Su lucha representa el esfuerzo por escapar a la dominación del concepto mental estereotipado, a la conciencia mental atiborrada de clichés que se interponen como una pantalla entre el yo y la vida. Es una lucha entre el ego del hombre, es decir, su yo mental estandarizado y su yo intuitivo.
Su yo «instintivo», corregiría, y encarnará Bacon traduciéndolo a su discurso estético, a su violencia expresiva.
«No es más que un prejuicio de los tres últimos siglos el que en todo saber haya de estar presente el ‘yo’, es decir, que no pueda ver un árbol sin que sea ‘yo’ quien lo ve», escribió Franz Rosenzweig en uno de sus libros; constatación con la que estaría plenamente de acuerdo Bacon, para quien la condición sine qua non de la creación pictórica –la deconstrucción de sí, de ese «yo», de ese «sujeto» social y socializado– se fue desarticulando a pinceladas sobre sus telas, se fue transparentando en sus colores, y, no menos, desangrándose.
Chocarse, sacudirse a sí y de sí, y desde esa conmoción que es su obra, espolearnos, despertarnos a nosotros: eso buscaba Bacon, y eso suele seguir logrando su obra, su legado. Rescatarnos del estancamiento repetitivo que es nuestra forma de mirar, nuestro estar frente a todo sin entregarnos a nada, nuestro no ver sino corroborar, nuestro subsumir lo que nos interroga en lo ya sabido, igualar lo otro con lo mismo: identificar, uniformar.
Identificar: a = a, y, clausurados en esa fórmula mágica, declararnos sanos, lógicos, portadores del sentido común, del sentido sin sentido de los adaptados, de los colonizados por el sistema.
Todos iguales para que nadie sea único.
Singular.
Lógica o ideología de la «identidad», que tiene como logro y precio el dejar todo lo diferente fuera –«principio de no contradicción»− e ignorado o eliminado de nosotros –«principio del tercero excluido»−, el precio de llamar a nuestra propia alteridad −la propia y ajena multiplicidad o nuestra necesaria discontinuidad− locura, y encerrarla tras las rejas de la represión; o llamarla delirio y ocultarla en la sombra de la negación o tras la niebla de algún fármaco.
Hablando sobre la fotografía, nos dice Bacon: «ella no es una figuración de lo que se ve, es lo que el hombre moderno ve». Y el hombre moderno, como nos decía Rosenzweig, y ésa es su modernidad, no puede ver sin verse en lo mirado, sólo puede especular, espejarse mentalmente a sí mismo, girar.
Yo no dibujo, comienzo a hacer toda clase de manchas. Espero eso que llamo «el accidente»: la mancha a partir de la cual va a configurarse el cuadro. La mancha es el accidente. Pero si uno cree que puede comprender el accidente, todavía está haciendo una ilustración, porque la mancha siempre se parece a algo.
Uno no puede comprender el accidente; si pudiera comprenderlo comprendería también la manera en que uno va a actuar. Y la manera en que uno va a actuar es el imprevisto, uno no puede jamás comprenderlo: es, básicamente, la imaginación técnica. Busqué mucho cómo llamar a esta manera imprevisible con la que se va a trabajar y nunca encontré otras palabras que ésas: the technical imagination.
En estas líneas, tomadas de la entrevista que Marguerite Duras le hizo a nuestro pintor en 1971, podemos entrever algunas claves de su pensar, tanto sobre los «acontecimientos» como sobre el sujeto creador, sobre la pintura y el pintor. Pero antes que nada, antes que podamos ponderar el sentido de su confesión, nos advierte: el «accidente», la «mancha», son incomprensibles, «uno no puede jamás llegarlos a comprender».
El accidente tiene lugar cuando el artista hace marcas involuntarias en el lienzo. En mi caso, considero que todo lo que me ha gustado de verdad ha sido el resultado de un accidente sobre el que he sido capaz de trabajar.
Imposible explicar qué es la mancha o...