La distancia
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La distancia

  1. 221 páginas
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La distancia

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Información del libro

Una novela perturbadora y magistral sobre las intrigas del destino.La distancia es el doble viaje, geográfico y sentimental, que emprende Emilio para visitar a su amante marroquí, que está amenazada de muerte. Emilio vive el día a día de manera solitaria, haciendo traducciones y corriendo con su perro por pistas de montaña. Un encontronazo con el pasado coincide con un momento de inquietud: la relación que durante años ha mantenido con Tamar se termina. Ella vive en Marruecos con un marido al que teme, un hombre relacionado con el Majzén, el poderoso poder en la sombra marroquí. El viaje desata una imparable tempestad de conmociones."Pablo Aranda cuenta con una de las más exquisitas virtudes que puede tener un narrador: la elegancia."Sara Mesa"Pablo Aranda convierte en intriga criminal las mínimas perturbaciones de todos los días: como si supiera que la vida corriente es peligrosa."Justo Navarro"Pablo Aranda tiene la sangre de los narradores hipnóticos, sus historias queman."Manuel Vilas

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2018
ISBN
9788417081850
Edición
1
Categoría
Literature

TRES

1

Tamar se detuvo unos segundos en la puerta del garaje. El apartamento de Latefa quedaba muy cerca y necesitaba desconectar de la tensión de los últimos días, pero decidió entrar y dirigirse al coche. Podrían estar siguiéndola y nadie sabría por ella dónde vivía Latefa, qué papel jugaba. No vio al guarda y cuando comprendió lo que podía significar ya era demasiado tarde. Desbloqueó las puertas del coche con el mando a distancia y justo cuando iba a entrar se dio la vuelta. El hombre se encontraba a un metro de ella pero no lo había sentido. Le pareció que estaba asustado y no le habría extrañado a ella misma decirle al hombre que no se preocupase, que hiciese lo que tuviese que hacer, pero no dijo nada. Pensó que todo sucedía muy despacio y que tal vez el hombre dudaba, aunque no era el caso. Mientras el hombre sacase una pistola del interior de la chaqueta ella podría tratar de defenderse, pero el hombre llevaba la pistola en la mano. Le dio miedo pensar en la caída si le disparaba estando de pie, como seguramente iba a hacer. Sabía que si le disparaba, cuando cayese ya estaría muerta, pero aun así sintió más miedo de la caída que del disparo. De Leila y de Amina se había despedido. Acababa de dejarlas en el liceo y las había abrazado. Todos esos días anteriores habían constituido una despedida, la preparación para ese momento. Oyó ruidos de la calle, como si hasta ese momento todo hubiese permanecido en suspenso, y temió que alguien pudiese entrar y sorprender al hombre con la pistola y que el hombre matase a esa persona además de matarla a ella. Sintió alivio. Ése era el final. No pensó en Emilio. Se había despedido de las niñas. De nada serviría rogar al hombre que no hiciera lo que estaba a punto de hacer. El hombre levantó la pistola pero ella no dejó de mirarlo a los ojos. Un rostro como cualquier rostro. Una cara asustada. Ella no sentía miedo, sólo alivio y el vértigo de la caída. En el último momento, cuando sabía que contaba con dos segundos, el pánico le hizo perder el equilibrio y emitir un grito que no era un grito de dolor. Las rodillas golpearon el suelo y fue a apoyarse en las palmas de las manos, pero los brazos no le respondieron, así que supuso que ya le había disparado a pesar de no haber escuchado la detonación. La cara rozó uno de los zapatos del hombre y éste dio un paso hacia atrás. Oyó un grito que no pertenecía a ella ni al hombre y luego los pasos de alguien corriendo y después ya nada.

2

Touzit se parecía a Emilio. Los ojos, la forma de la cara, aunque tenía que haber algo más que los ojos y la forma de la cara, pensaba el Coronel, más rasgos que le hiciesen pensar a él que Touzit era un Emilio marroquí. Esta mujer lo tenía claro: le gustaba esa cara y se follaba a todo el que la tuviera.
Una puta que se enreda con uno y con otro y al cabo de los años cambia las reglas de todo, que si el padre ahora eres tú, y lía tanto la historia que acaba a tiros. Hasta a mí me lía. El Coronel en Marruecos, tiritando, disimulando el frío que Hakim parecía no tener. Esperando en el interior de un coche que saliese el hombre que hacía quince minutos había entrado en la vivienda que vigilaban. El hombre que había asesinado a su mujer que también era la mujer de Emilio.
—Es la casa de un amigo suyo. Hay varias personas dentro. Mejor esperamos que salga —propuso Hakim.
Hakim tiene miedo, pensó el Coronel, teme que yo entre pistola en mano en esa casa, que le ordene a él que entre.
El Coronel volvió la cabeza hacia Hakim y Hakim continuó mirando al frente, pero el Coronel sabía que el otro sabía que lo miraba, que simulaba atender la puerta por la que saldría en cualquier momento un hombre sacado del mismo molde del que hicieron a Emilio. Emilio en Madrid sin ser convocado. El hijo se pone en pie y sostiene la mirada del padre. El padre aguanta pero sabe que ha de retirarse. Dejarle espacio al hijo.
Estoy viejo, pensó el Coronel. Y Emilio me facilita la manera de salir por la puerta grande, como los toreros, espero que a mí no me corten las dos orejas. Ni el rabo. El ataque de tos apagó la risa. Ahora Hakim trató de completar un gesto de extrañeza, pero se encontró con la mirada firme del Coronel y volvió a la puerta de la casa, apenas a sesenta metros de donde se encontraban. Hakim le repugnaba porque era uno de los pocos hombres a los que no lograba diagnosticar, se le escapaba, no sabía hacia dónde iba, quién le pagaba incluso cuando era él quien le pagaba. Ahora Hakim esperaba en el coche con un hombre que le obligaba a realizar una acción que él no deseaba acometer, un hombre viejo pero con fuerza suficiente para obligarlo, el poder que confiere tanta información. El Coronel entendía a Hakim. Lo tengo cogido por los huevos.
Cuando Hakim descubrió el número del Coronel en la pantalla de su móvil no contempló la posibilidad de que lo pudiese estar telefoneando desde el interior de una cafetería por cuya ventana lo estuviera viendo.
—Date la vuelta, Hakim, hijo.
—¿Cómo? —Hakim, asustado, se volvió con rapidez.
—La cafetería.
—¿Coronel?
—Frente a ti, la ventana de la cafetería, te estoy viendo. ¿Qué llevas en esa bolsa, tomates?
Hakim parado en la acera, tratando de atravesar la cristalera del Café de París con la mirada, sin descubrir nada, el vidrio oscuro devolviendo su imagen, los brazos pegados al cuerpo, las manos a la altura de los bolsillos. En una de ellas sostenía el teléfono que no había colgado: el Coronel con el móvil pegado a la oreja escuchando el escándalo del tráfico. Así, sin cortar la comunicación telefónica, los brazos abajo, abatido, Hakim cruzó la calle, sin la seguridad de la tarde cuando se encontró con Emilio en ese mismo lugar para darle las instrucciones del trabajo en Chaouen, misión lo llamó Emilio, Emilio que no era más que un intérprete enmarañado en sus problemas, viéndose a escondidas con una mujer marroquí a la que él, Hakim, había fotografiado, como si fuese un detective, como si hubiese recibido la orden de hacerlo, como ahora, en un coche, habiendo recibido la orden de un hombre que había mandado mucho pero ya no, o eso había creído, un hombre que lo había llamado para pedirle que matase a Touzit, pero de qué ejército es coronel el Coronel, se preguntó Hakim, ¿de un ejército con jurisdicción en Tánger como si aún estuviésemos en la época de los protectorados y de Paul Bowles y otros intelectuales maricones emborrachándose en estas calles y llevándose a sus casas niños de estas calles para abusar de ellos? El Coronel le ordenó que matase a un hombre, pero si lo descubrían quién le iba a salvar el pellejo, ¿el Coronel de ese ejército universal que se cree gran coronel de todo el planeta? No cumplió la orden y el hombre al que no había matado asesinó a su mujer.
Hakim no mató a ese hombre que había entrado en esa casa que vigilaban. Una orden es dinero, o poder, o un aval para el futuro. Pero el Coronel ordenaba una muerte gratis. Tú, morito de mierda, mátame a este tipo jugándote tu pellejo. Chukran. No, gracias. Vente tú, si quieres yo te consigo la pistola porque no querrás mezclar a la gente del consulado, yo te busco el objetivo, entonces te dejo solo y tú apuntas y disparas, pum, y Touzit cae muerto y tú te vas si no te pillan, pero no, claro que no, para qué pringarte, mucho mejor el viejo rollo occidental del morito de mierda, siempre lo mismo, con malas formas o con las mejores maneras de la diplomacia más trabajada, lo cual representa lo mismo pero sienta mucho peor, porque te crees que eres como ellos, uno de ellos, que te consideran un igual pero no. Hakim no lo mató.
Una rabia antigua, tal vez un complejo, resentimiento, concedió Hakim, el complejo del moro, rió, cerró el sobre, se dirigió a la recepción del edificio de oficinas de Casablanca donde lo dejaría para Touzit, moro mierda ni moro mierda, la sangre hirviéndole, sonriendo a la recepcionista, una mujer preciosa que tendría un novio en alguna de las plantas de ese edificio, un abogado, marroquí, como ella, sin tener que buscarse un imbécil blanco, como la otra, un blanco que un día creyó que podría ser mi amigo pero yo no necesito amigos blancos. Los europeos me chupan la polla. Yo soy más blanco que la mayoría de los blancos. Más blanco que Emilio, que parece marroquí. Un árabe se folló a la madre de Emilio. Tamar me reconoció, me leyó el pensamiento, lo sé, me da igual, una zorra marroquí que se acuesta con un hombre blanco que además tiene más cara de marroquí que yo, un español mierda.
Abandonó el edificio sin decir sus datos, temblando de placer vengativo y doliéndose de las dentelladas del miedo por si pudiesen identificarlo y atenazado por la culpa cuando no lograba apartar el significado de lo que hacía: Touzit se encargaría de matar a Emilio. Aquel día entró en una cafetería y pidió un café imaginando cómo Touzit abría el sobre cuyos bordes él había adherido con su saliva, los dedos de Touzit pringados por micropartículas de la saliva de él, sacando las fotos inequívocas, antiguas pero vigentes, una zorra marroquí casada con él y otro hombre a su lado en actitudes inequívocas y vigentes, un hombre blanco de mierda besando a su zorra marroquí, entrando en El Minzah, y la mente de Touzit se disparará, se los imaginará en la habitación, al blanco mierda metiéndosela entera a su linda mujercita que no tiene bastante con su marido, alejándose con pasos rápidos del café frente al edificio de oficinas, arrepintiéndose en parte de lo que acababa de hacer pero sólo en parte, sabiendo que se había dejado llevar por una rabia antigua, tal vez un complejo, concedió. Eligió de nuevo la palabra resentimiento. Pensando que las fotos podría habérselas enviado a ella, que le ofrecería dinero y él le habría dicho que no necesitaba dinero, que se desnudase, y cuando ella se hubiese desprendido de toda la ropa le habría escupido, y le habría ordenado que se cubriese. No necesitaba ninguna puta. Sin embargo, se las había enviado a Touzit.
Y de repente una llamada y es el Coronel pronunciando palabras sin sentido, que me dé la vuelta, y está ahí, debe de estar, no lo veía, pero estaría dentro, viéndolo a través de los cristales, cómo, si no, saber que portaba una bolsa, cruzando la calle, olvidando colgar el teléfono, pensando que si lo espera en el Café de París es que no piensa matarlo, molestándole a Hakim el curso de sus pensamientos, ¿matarlo?, ¿quién es el Coronel para matarme?, también podría matar él al Coronel, sin embargo, pensó, no era eso lo que había pensado, el Coronel me puede, me provoca una sumisión que no suponía, todo lo que el Coronel sabe, me llama y que me dé la vuelta y yo me la doy y aquí estoy, cruzando la calle para sentarme a su mesa, como ya hice con Emilio, para reconocer que no cumplí s...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. UNO
  5. DOS
  6. TRES
  7. CUATRO
  8. CINCO
  9. UNO
  10. DOS
  11. TRES
  12. CUATRO
  13. UNO
  14. DOS
  15. TRES