La moral del testigo
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La moral del testigo

Ensayos y homenajes

  1. 224 páginas
  2. Spanish
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La moral del testigo

Ensayos y homenajes

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Estas notas tratan de un tema bien sencillo: ¿por qué ha pasado la poesía a ser tan marginal en nuestra cultura? Claro está que no dispongo de una respuesta igual de sencilla: aquí no haré sino traer a colación unas cuantas cuestiones que me parecen pertinentes para quien trate de llegar a ella. Pienso que esta situación de la poesía tiene que ver decisivamente con la naturaleza de aquello que la poesía hace, y que, según están las cosas, lo que hace va en contra de fuerzas muy poderosas, presentes tanto en nuestra sociedad como en nuestros hábitos mentales (suponiendo que quepa distinguir una de otros). En consecuencia, voy a insistir, por un lado, en algunos aspectos de lo que la poesía, y en concreto la poesía lírica, parece implicar necesariamente y, por otro, en ciertos rasgos nuestros y de nuestro entorno social que fomentan una visión, digamos, singularmente antilírica de los seres humanos.Este libro se compone de dos partes claramente diferenciadas. En la primera, ensayos, una reflexión lúcida, muchas veces sorprendente en su desarrollo y conclusión, que se ocupa de cuestiones conexas: el yo lírico y el problema del sujeto, la presencia y ausencia del canon, los acontecimientos (memorables) sobre los que se funda la comunidad y configuran la historia. En la segunda parte, homenajes, Carlos Piera se refiere a autores como Víctor Sánchez de Zavala, Manuel Sacristán, Chomsky, Sánchez Ferlosio, Tomás Segovia, Aníbal Núñez, Northrop Frye, etc. Parecería a primera vista que no existe relación alguna entre ambas partes, sin embargo no es así: lo que es común a ellos y a nosotros, y aquello en lo que somos diferentes configura una perspectiva histórica en la que se articulan de forma compleja pero con precisión las cuestiones teóricas y nuestra realidad cotidiana.

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Información

Año
2015
ISBN
9788491140573
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays
II

Homenajes

1

Alrededores de Víctor Sánchez de Zavala

Mi amigo Víctor Sánchez de Zavala entró en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad hoy Complutense en el curso 1960-61. Algún profesor, por otra parte eminente, recuerda aquellos años con «añoranza» y de ese sentimiento extrae comparaciones: habla, y no es el único, del «desastre de las Facultades de Letras», de «un antihumanismo, un especialismo y un optativismo por el momento imparables», de un «empobrecimiento cultural» que «va a costar trabajo arreglar». No es extraño, si esto escriben personas de cultura, que se mencione «una generación condenada a la ignorancia» con referencia a la de los estudiantes actuales. Pero hay muchas cosas que uno no entendería, ni de la vida y las actitudes de Víctor Sánchez de Zavala ni de otras muchas vidas y actitudes, si fuera así el cuadro que tuviera en el recuerdo. Hagamos pues memoria.
Para licenciarse entonces, como se proponía mi amigo, en esa Filosofía que se llamaba Pura, no hacía falta leer ningún libro. De hecho era recomendable no leer ninguno. Víctor, que era prodigiosamente trabajador y disciplinado, se había preparado aprendiendo por su cuenta alemán y griego e iba siguiendo el programa de Historia de la Filosofía empezando por Die Fragmente der Vorsokratiker, comprado a crédito, como todo lo que leía, a los heroicos libreros Miessner. Nunca lo hubiera hecho: el primer indicio que dio de semejante actividad le acarreó un rapapolvo público del enseñante, que no había visto cosa igual.
No quiero pecar de injusto. Quien, a diferencia de Víctor, cedía a una comprensible tentación y no iba a tomar apuntes a clase, podía sacar partido de exactamente tres títulos, a lo largo de aquellos cinco años. Eran éstos el manual de filosofía de Millán Puelles y el de historia de la filosofía de González Álvarez, catedráticos respectivamente en los cursos primero y segundo, comunes a todas las especialidades; luego, ya entre filósofos, la Filosofía del saber de don Leopoldo Eulogio Palacios, único catedrático de Lógica. De este último volumen tenemos los de entonces un recuerdo particularmente afectuoso, pese a que, por comparación con él, nos ha costado luego justipreciar a Monty Python. No vacile el lector en buscarlo por las bibliotecas. Allí encontrará inolvidables distinciones entre arte indumentaria y arte edificatoria, las dos destinadas a cubrir al hombre con distintos grados de rigidez, o pesquisas sobre una categoría ontológica que, con castiza pluma, se llamaba trastulo, bagatela o fruslería, ejemplificada por la muleta del torero. Hay mucho más, estoy seguro, y mejor todavía.
Si esta era la lógica, la psicología y la antropología estaban ambas en manos de un señor Fagoaga y su hermano simétrico. Nada de libros en este caso. Se aprobaba la segunda materia mediante un examen tipo test que incluía preguntas del orden de ¿Cómo son los chinos?, para lo cual la única respuesta correcta era Laboriosos. En cuanto a la primera, para aprobarla había que someterse al test de Rorschach, fuente inagotable de jolgorio para aquellos dos hermanos, que sistemáticamente diagnosticaban lesbianismo en las monjas. Conviene recordar estas cosas a los sectarios: no es cierto que con el franquismo desapareciera del todo la diversidad ideológica, que incluso llegaba a la tolerancia de algún anticlerical. Eso sí, se hacía lo posible por seleccionar sólo a los muy incompetentes.
Como es natural, cuanto más próxima era una disciplina a lo ideológico, más sometida estaba a esta bienintencionada vigilancia. Pero no variaban tanto las cosas de una especialidad a otra. En la de Filología Románica, única productora entonces de especialistas en literatura española, no se leía ni una sola obra literaria. A mí una vez me leyeron un soneto (de Góngora) y todavía se lo agradezco a aquel adjunto inexperto. Libros de otros temas sí se leían, y además buenos. El profesor Lapesa y su entonces adjunto Eugenio de Bustos Tovar obligaban a adquirir y leer, como complemento del curso y requisito para el examen, tres obras de teoría del lenguaje (Saussure, Bally y Sechehaye). Pasmados nos dejaba aquel rigor. Pero se lo acabábamos admitiendo, y es que en sus clases (como también en las de Mariner, y pare usted de contar) uno aprendía. Volviendo al hilo: si contamos los dos manuales de filosofía de los cursos comunes, ganaba Románicas por cinco libros a tres. O seis a cuatro, con el texto de Historia del Arte de Sánchez Cantón. Pero en Filosofía, ya digo, puros manuales.
Había pues una generación condenada a la ignorancia, y es la del que suscribe. Si esa condena no se cumplió del todo se debe en Madrid ante todo al profesor Aranguren, entre los filósofos, y a los que he citado, entre los romanistas. Y, fuera del profesorado, muy en especial a aquel extraterrestre que misteriosamente habitaba entre nosotros, un ingeniero industrial de treinta y cinco años, especialista en lluvia artificial y experto fotógrafo que, ante un desplante de los que soltaba un docente con la displicencia de los ignorantes, retintinaba muy despacito: «Ruego a la cá-te-dra que no emplee ar-gu-men-tos ad ho-mi-nem para hacerse la publicidad.»
* * *
De la elocución que gastaba Víctor cuando así llegaba el caso me acordé un tiempo después leyendo acerca de Alfred Jarry, que usaba por lo visto, más mecánicamente, de un soniquete parecido. Y esta coevocación de dos seres tan distintos es menos insensata de lo que parece, pues Víctor es sin duda, de todas las personas que he tratado, la que mejor encaja bajo el rótulo de Vanguardia, en el sentido que le dan los artistas. No es porque asistiera puntualmente a los conciertos de Zaj, por su conocimiento de Cage o por su admiración hacia Beckett: asistía igualmente a cualquier interpretación de música o bien lo bastante antigua o bien de Debussy en adelante (literalmente: Fauré quedaba entero del lado malo) y discurría con pareja soltura, aunque con variable tolerancia, sobre cualquier obra literaria de las entonces punteras, pongamos Tropismes, de Nathalie Sarraute. O las de Borges, y aprovecho para insertar otra viñeta de aquel entorno. Borges era entonces tan desconocido aquí que su primera visita al Madrid posbélico no iba a tener otro eco en la Facultad que una invitación a comparecer en la clase de Lapesa. Isabel Llácer, que lo había leído como los demás jóvenes gracias a la biblioteca de Víctor, propuso hacer de aquello un acto público, lo que llegó a oídos del decano señor Camón Aznar; éste la llamó a capítulo, convencido de que íbamos a homenajear a algún recóndito subversivo. Le debieron de dar cuidadosas explicaciones, pues, lejos de prohibirlo, a la mañana siguiente se presentó Camón a presentar a Borges en el Paraninfo, con su traje académico y su birrete. En su discurso abundaron las expresiones de admiración ante una obra que frecuentaba de antiguo. Borges habló luego de Lugones, pausadamente, pero casi ninguno sabíamos quién era Lugones.
En todo aquello, pues, Víctor hubiera sido más que vanguardista comparativamente, pero es que él lo era de manera absoluta. Su amiga Carmen Martín Gaite ha intentado explicarnos cómo los escritores jóvenes de su momento odiaban por encima de todo el estilo vacuo e inflado de la España oficial y única visible, y cómo su principal empeño era recuperar la capacidad de nombrar las cosas, que era también la de presentarlas como la gente las vive y, por ello, la de presentar a la gente misma. En Víctor, cuya vocación no era tanto la literatura como el pensamiento, una paralela aversión a la rimbombancia y el camelo se plasmaba en exigencias de honradez intelectual rigurosísima, pero también en un comportamiento personal donde, por no existir un atisbo de estereotipo, todo absolutamente se podía en cualquier momento reconsiderar ex novo, para inmediatamente obrar en consecuencia con lo averiguado. De ahí que en su casa no hubiera prácticamente muebles de la estructura habitual, sino una mesa cuyas dimensiones eran las máximas compatibles con tener sólo cuatro patas, un digamos sillón ergonómicamente diseñado para las posturas que había decidido eran las más habituales en él y unas estanterías cubriéndolo todo cuya resistencia había él calculado cuidadosamente. Una característica de estos radicalismos es que en ellos la coherencia deviene en ironía y viceversa, y el espectador no sabe bien en qué punto de estas oscilaciones se encuentra, con la satisfacción consiguiente, en este caso bondadosa, del que ha provocado la situación. Un ejemplo. En aquellos tiempos anteriores al tetrabrik se planteaba el problema de qué recipiente usar para guardar la leche en la nevera. Víctor, gran consumidor de leche, dio con el utensilio ideal: muy capaz, con asa y lo bastante chato como para caber entre dos estantes de frigorífico. Me refiero al orinal. Así que se procuró uno (nuevo, como solía precisar) y lo sacaba para ofrecer bebida a sus visitantes, a los que también obsequiaba con cigarrillos carminativos de anís comprados en la calle Espoz y Mina. En las grandes ocasiones había chinchón seco especial de la Alcoholera. Víctor mismo no probaba el alcohol, pero a veces tenía una botella de jerez, porque le gustaba olerlo; solía presumir de su olfato y a él atribuía su preferencia, afín según decía a la perruna, por las comidas a temperatura ambiente; así, colocaba el jamón de York sobre la tapa de un recipiente con agua hirviendo antes de comerlo, para que se templara.
En aquella casa se reunía uno más que nada a estudiar, porque no había en Madrid biblioteca más al día, con música de Alban Berg y con interrupciones para jugar, por ejemplo, con un dado dodecaédrico de fabricación propia (en efecto, ¿por qué sólo seis lados?). Leer podía uno leer cualquier cosa, desde el I Ching o la gramática egipcia de Gardiner hasta Suzuki, Michaux, Quine o los Minima moralia. Sigo sin entender cómo Víctor lograba comprarse todos aquellos libros, leérselos y anotarlos, desafiando a la posteridad, con un Bic negro de punta fina; cómo le daba tiempo de hacer las traducciones, esmeradísimas, de las que vivía, y de ir a to...

Índice

  1. I. Ensayos
  2. II. Homenajes
  3. III. Homenajes breves
  4. Procedencia de los textos