Divago mientras vago
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Divago mientras vago

Un viaje autobiográfico

  1. 416 páginas
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Divago mientras vago

Un viaje autobiográfico

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Cuando tenía veintisiete años, se hundió la bolsa. Cuando tenía veintiocho, me hundí yo. Entonces, supongo, me desperté. De este modo, cuando estaba a punto de cumplir los treinta, empecé a ganarme la vida escribiendo. Esta es la historia de un negro que quiso ganarse la vida con sus poemas y sus cuentos.Divago mientras vago, la segunda de sus autobiografías, es un libro de viajes en el que su autor pone de manifiesto su perspicacia para captar los rasgos más importantes de los lugares y las diferentes sociedades que visita. EE?UU, Centroamérica, España en la Guerra Civil, la URSS, Extremo Oriente, son algunos de los lugares recorridos y, aunque todos son destacables, nos parecen singularmente relevantes sus narraciones del Asia soviética, la peculiar relación entre el comunismo y las costumbres, religiones y leyes ancestrales, así como sus viajes por Japón y el Oriente extremo. James Langston Hughes fue un activista, tuvo que declarar ante el subcomité del senador McCarthy, conoció a poetas e intelectuales de todo el mundo, pero fue sobre todo una persona de una extrema curiosidad y un narrador excepcional.

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Información

Año
2015
ISBN
9788491140580
Edición
1
Categoría
Literature
1

En busca del Sol

Menos que lírico

Cuando tenía veintisiete años, se hundió la bolsa. Cuando tenía veintiocho, me hundí yo. Entonces, supongo, me desperté. De este modo, cuando estaba a punto de cumplir los treinta, empecé a ganarme la vida escribiendo. Esta es la historia de un negro que quiso ganarse la vida con sus poemas y sus cuentos.
Hacía diez años que era una especie de escritor; un escritor que escribía, sobre todo, porque cuando me sentía mal, la escritura evitaba que me sintiera peor. Escribir me permitía exteriorizar mis emociones y darles forma, y funcionaba como una válvula de escape de cosas que nunca era capaz de expresar cuando hablaba.
Bueno, la verdad es que estaba en plena depresión. Mi mecenas acababa de abandonarme. Las becas, las ayudas y los premios literarios eran cada vez más escasos. Ya había obtenido unos cuantos premios a los que no podía presentarme por segunda vez. Era muy difícil encontrar trabajo. La WPA1 todavía no existía. Si quería vivir y escribir, como no sabía hacer ninguna otra cosa, tenía que lograr vivir de la escritura. Así, por necesidad, comencé a convertir la poesía en pan.
Pero eso de ganarse el pan no resultó sencillo. Mary McLeod Bethune fue la primera persona que me recomendó que viajara por el sur leyendo mis poemas2. Y comencé a hablar con Mary McLeod Bethune porque me había ido a Haití.
Me había ido a Haití para alejarme de mis problemas. Mi intención inicial era viajar en autocar desde Cleveland, donde pasé la Navidad con mi madre, hasta Key West, y desde ahí ir primero a Cuba y después a Haití. Pero en Cleveland, en la Karamu House, conocí a un tipo llamado Zell Ingram que iba a la Escuela de Arte de Cleveland pero no le gustaba, así que quería dejar los estudios y dedicarse a viajar. Le pidió a su madre que le prestara el coche, ella le dio trescientos dólares y nos pusimos en camino. A mí me quedaban trescientos dólares de los cuatrocientos que me había reportado la beca Harmon por mi novela No sin risa, ya que le había dado cien a mi madre3. Una mañana de marzo, Zell y yo partimos hacia el sur.
En cuanto me libré del último dolar que me había asignado mi antigua mecenas, me sentí muchísimo mejor; había tenido el estómago revuelto durante semanas, desde que mi relación con la amable y anciana dama de Park Avenue había terminado de forma abrupta, pero a partir de entonces dejó de molestarme4.
Terminé la universidad en 1929, el año del hundimiento de la bolsa, cuando empezó la Gran Depresión. Había escrito mi primera novela, No sin risa, mientras estudiaba en la Universidad de Lincoln, donde había podido entrar gracias a una beca. Después de licenciarme, mi mecenas me proporcionaba una suma mensual que me permitía vivir cómodamente en una zona residencial de Nueva Jersey, a una hora de Manhattan, y dedicarme a corregir mi novela con total tranquilidad. Gracias a la resaca del «Renacimiento de Harlem» de principios de los años veinte, había estado navegando plácidamente a la deriva, viviendo de mis poemas, que parecían satisfacer las fantasías de algunas bondadosas damas de Nueva York que disponían de dinero para apoyar a escritores jóvenes. Las revistas publicaban muy pocos relatos sobre temas de negros, ya que los temas de negros se consideraban exóticos, como los rasgos chinos o de las indias orientales. Las editoriales, en aquella época, nunca contrataban a escritores negros para leer manuscritos ni para formar parte de sus plantillas. Casi todos los jóvenes escritores blancos que había conocido en Nueva York en los años veinte habían conseguido buenos empleos en editoriales o revistas gracias a su trabajo creativo, a sus obras. A mis amigos blancos de Manhattan, cuyas primeras novelas habían recibido críticas que ni de lejos eran tan buenas como las que había recibido la mía, los invitaban a Hollywood o les proponían que escribieran guiones para la radio. Había poetas cuyos libros apenas se vendían y que recibían ofertas para colaborar con las mejores revistas de Nueva York. Pero ellos eran blancos. Yo era de color. Así que en Haití comencé a pensar en cómo yo, un negro, podía ganarme la vida con la escritura en América.
Y todavía quedaba otro dilema por resolver: cómo ganarme la vida con la clase de escritura que a mí me interesaba. No quería escribir literatura barata, ni producir historias supuestamente ciertas para venderlas bajo distintos seudónimos, como hacía Wallace Thurman5. No quería dedicarme a hacer cuentos muy pulidos y bien estructurados y que no tuvieran nada que ver con la vida de los negros para presentarme a concursos junto a otros mil escritores comerciales que trataban de publicar en The Saturday Evening Post. Quería escribir en serio y lo mejor que pudiera sobre la gente negra, y lograr ganarme la vida con esa clase de escritura.
Pensé que, con los cuatrocientos dólares que había ganado con mi novela, lo mejor era ir a tumbarme al sol una temporadita y pensar un poco, ya que acababa de pasar un invierno tenso y descorazonador tras una serie de malentendidos con la amable dama que había sido mi mecenas. Ella quería que fuera más africano que de Harlem, que fuera primitivo en el sentido más simple, intuitivo y noble de la palabra. Yo no podía serlo, ya que había crecido en Kansas City, Chicago y Cleveland. De modo que aquel invierno me había dejado herido en lo más profundo. Estuve meses sin poder concentrarme en la escritura. Pero tenía que escribir para no morirme de hambre, así que fui a tumbarme al sol a ver si se me ocurría alguna idea.
En Cleveland, aquel invierno había sido frío y húmedo, y daba la impresión de que la primavera no iba a venir nunca. Yo sabía que en Haití haría calor. Cuando Zell y yo llegamos a Carolina del Norte, ya estábamos fuera de la zona de alcance de la nieve. Y al bajar a toda velocidad por la costa de Florida, nos encontramos con el sol, cálido y cordial.
Hicimos una parada en Daytona Beach para visitar el Bethune-Cookman College, del cual era presidenta la más distinguida de todas las mujeres negras, Mary McLeod Bethune. Llegamos a Daytona sobre las ocho de la tarde. Nos llevó cierto tiempo encontrar el campus. Cuando por fin lo hallamos, nos detuvimos delante del primer edificio en el que vimos unas luces encendidas. Hacía calor, por lo que todas las puertas y ventanas estaban abiertas. Oímos a un grupo de chicas cantando en una habitación del segundo piso. Zell subió las escaleras para preguntar por dónde se iba a la casa de la señora Bethune. Llamó a la puerta de un aula y, cuando una profesora la abrió, las chicas dejaron de cantar. Después escuché cómo la voz de una mujer exclamaba:
–Se acabó la clase por hoy, niñas. ¡Está aquí Langston Hughes, el poeta!
De repente, sentí una enorme vergüenza. No me imaginaba que mi nombre sería conocido en Florida más que para la señora Bethune, a quien me habían presentado en una ocasión en la Universidad de Columbia. Algunas de las estudiantes bajaron las escaleras corriendo, seguidas por la profesora, y me dieron la bienvenida con mucho cariño. Nos acompañaron hasta el otro lado del campus, a la casa de la señora Bethune, y esta nos recibió muy simpáticamente, aunque no le habíamos anunciado nuestra llegada. Nos prepararon la cena y pusieron a nuestra disposición una habitación de invitados. Pero antes de irme a la cama, estuve un largo rato sentado en el porche hablando con la señora Bethune, que me trató de un modo maternal y amable y me dio sabios consejos. Yo era joven y me sentía perplejo.
Al día siguiente, leí algunos poemas a las estudiantes de Literatura Inglesa. Así comenzó mi aprendizaje de cómo ganarme la vida con la escritura; fue la señora Bethune quien me había dicho, la noche anterior:
–¿Por qué no se va de gira por el sur leyendo sus poemas? Hay miles de estudiantes negros para los que sería un motivo de orgullo y un gran estímulo verlo y escucharlo. Usted es joven, pero ya se ha hecho un nombre en los círculos literarios, y puede contribuir a hacer que los estudiantes negros se den cuenta de que pueden aspirar a algo en este mundo, a pesar de todos los problemas que tenemos.
No dejaba de pensar en lo que había dicho la señora Bethune mientras conducía hacia el sur por aquella carretera de Florida, larga y recta, que llevaba a Miami.

Las noches de La Habana

En Miami, Zell y yo metimos el Ford en un garaje. Fuimos en tren hasta Key West, y desde ahí a Cuba en barco. Era la hora de cenar cuando llegamos a El Moro; en el crepúsculo, La Habana se elevaba, blanca y moruna, sobre el mar6. Era una noche cálida y las avenidas estaban llenas de vida, atestadas de gente, entre la que se veían muchos negros color azabache vestidos con trajes blancos. En las calles estrechas había mucho tráfico, sonaban las bocinas y las campanas de los vehículos, y en las tabernas y los puestos de zumos de frutas las radios vibraban con el pulso de los tambores y los sonidos de las maracas, semejantes a olas, que marcaban el ritmo de interminables rumbas. La vida fluía, intensa y cálida, por las animadas calles de La Habana.
Nuestro hotel estaba ocupado sobre todo por familias numerosas de cubanos de provincias. En sus balcones interiores, que daban a un patio abierto, resonaba con fuerza el punzante parloteo de las corpulentas madres y sus vivaces niños. El restaurante, situado en el primer piso, con toda una pared abierta a la calle, era ruidoso como solo puede serlo un restaurante cubano, ya que, a todos los sonidos procedentes de la calle, se sumaban los gritos de los camareros y las risas de los clientes, el repiqueteo de los cuchillos y tenedores y el tintineo de las copas en la barra.
Me gustó ese hotel porque, como nunca iban turistas, los precios eran bastante bajos, acordes con el nivel adquisitivo de los cubanos. Ninguna de las habitaciones tenía ventanas, pero tenían unas enormes puertas dobles que se abrían a los balcones, cubiertos de azulejos, que daban al patio. Nadie se preocupaba por darles una llave a los clientes. La dirección simplemente daba por hecho que todos los clientes eran honrados.
Al día siguiente, fui a buscar a José Antonio Fernández de Castro, para el que, en un viaje anterior a Cuba, Miguel Covarrubias me había dado una carta de presentación7. José Antonio era una dinamo humana que en un momento podía poner en marcha un montón de cosas. Era amigo de muchos artistas y escritores americanos, a quienes llevaba a cenar y beber. Pescaba con Hemingway y le encantaba ir a Marianao, que por aquel entonces era la zona de ocio no turística. Conocía a todos los taxistas de la ciudad –tenía cuentas con ellos– y era, en términos generales, el mejor contacto que uno podía tener en Cuba si es que nunca había estado allí antes.
José Antonio trabajaba como periodista en el Diario de la Marina. Más adelante sería uno de los editores de Orbe, el semanario ilustrado cubano. Después entró en el cuerpo diplomático para convertirse en el primer secretario de la embajada cubana en Ciudad de México, y posteriormente en Europa. Todos los pintores, escritores, periodistas, poetas, boxeadores, políticos y bailarines de rumba eran amigos de José. Y, lo que para mí era lo mejor, conocía a los músicos negros de Marianao, a los fabulosos percusionistas que tocan sus tambores con las manos, a los intérpretes de clave y maraca que de algún modo han conseguido preservar –tras siglos de esclavitud y a miles de kilómetros de Guinea– los ritmos y los pulsos africanos8. Es este pulso el que hacen surgir en la noche cubana de una pequeña fila de humildes cafés en Marianao. O, si no, inundan con sus canciones las salas de baile, de techos bajos y cargadas de humo, donde los pobres de La Habana van a divertirse cuando oscurece.
La mayor parte de los cubanos que viven en Vedado, la zona más elegante de La Habana, no tienen ni idea de dónde se encuentran estas salas de baile. Por eso me gustó tanto José Antonio. Vivía en Vedado, pero conocía toda La Habana. Aunque era un cubano de origen aristocrático, conocía y amaba la Cuba negra. Aquella primera noche que pasamos en la ciudad, nos fuimos directamente a Marianao.
Aquel era mi tercer viaje a Cuba. Una vez había ido trabajando de marinero, y había conocido la vida de los muelles y de la calle San Isidro. Y la segunda vez había sido el invierno anterior, cuando había ido en busca de un compositor negro para hacer una ópera con libreto mío a instancias de mi mecenas neoyorquina. Por tanto, ya tenía muchos amigos en La Habana, incluyendo al entonces desconocido Nicolás Guillén, que más adelante llegaría a ser un famoso poeta9. Mis propios poemas habían sido publicados en español en unos cuantos periódicos y revistas cubanos, y yo los había leído en público en algunas instituciones culturales de La Habana. El Club Atenas, importante club de personas de color, me invitó a hacerlo una vez más.
El Club Atenas estaba situado en un gran edificio con una escalera de mármol, unas hermosas estancias para organizar recepciones, una sala de baile, una confortable biblioteca, una sala de esgrima y un bar. Me resultaba sorprendente y delicioso por su buen gusto y su lujo, ya que la gente de color de los Estados Unidos no tenía un club similar. Sus miembros eran diplomáticos, políticos, profesionales y sus familias; se trataba de un grupo de personas cultivadas y encantadoras. Entonces no se bailaba rumba en el Atenas, ya que en la Cuba de 1930 la rumba no se consideraba un baile respetable entre personas de buena cuna. Solo bailaban rumba los pobres y los desclasados, los juerguistas habituales y los caballeros cuando se iban de parranda.
La rumba y el so...

Índice

  1. Cronología
  2. Introducción
  3. 1. En busca del Sol
  4. 2. Poesía para la gente
  5. 3. Una película moscovita
  6. 4. Primavera junto al Kremlin
  7. 5. Gente de color por todo el mundo
  8. 6. Vivir de la escritura
  9. 7. Un mundo sin fin