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Abstraída de todo lo que la rodeaba, los gritos de la calle, el trajín de algunos funcionarios del juzgado, la mirada impaciente de los policías, Lola miraba la fotografía que ocupaba la parte central del mueble mural. Se había agachado un poco, las manos sobre el saliente de madera, y escudriñaba la foto sin marco como si quisiera encontrar algún secreto. Tal vez un rastro de dolor en la cara de su madre, cualquier señal que delatara que la sonrisa de Ana era mentirosa porque ya sabía lo que le pasaba. Tal vez una mueca en el pliegue de la comisura de los labios, o en la forma de las arrugas que le surcaban la frente que trasluciese la pena por lo que venía, por lo que ya había llegado y por todo lo que se empezaba a ir.
Lanzó una mirada furtiva al reloj y volvió a fijarla en la foto. No había nada. Ningún rastro. Solo una cara radiante, la luz del Mediterráneo, el brazo en torno a sus hombros y la expresión de orgullo porque su hija los hubiese invitado a un hotel de cinco estrellas y al viaje en AVE. Recordó las palabras de su madre:
—Muchas gracias, hija, esto te habrá costado un dineral.
—No te preocupes, mamá, no ha sido tanto. Tú te mereces eso y más. El año que viene, si puedo sacar unos días, nos vamos a ir a Paris. Verás cuánto te va a gustar.
—Ya sabes que tu padre no quiere coger el avión, Lola, dice que le da miedo.
—Pues si no quiere, que no venga, es su problema. Mejor, así estamos tú y yo solas, más a gusto. Bastante hemos tenido que aguantarlo ya.
—Lola, por favor.
—No, mamá, ni por favor ni nada.
—Cada uno es como es.
—A mí eso no me vale, mamá. Yo también soy como soy. Y tú.
—Bueno, déjalo estar, por favor te lo pido.
Lola se dirigió a un policía local que merodeaba por el salón y lo ojeaba todo y trataba de parecer activo mientras no hacía nada.
—¿Le importa que me lleve esta foto?
—Eso debe preguntárselo a la jueza, señorita —le respondió seco, casi grosero.
Estaba muy guapa su madre. En dos días había cogido algo de color en la cara. El contraste de la piel atezada con el pelo castaño recogido en un moño, al estilo años setenta, y con los ojos de color miel claro, le favorecía. Parecía más joven. Podría haber pasado incluso por una de las mujeres de cincuenta años de los compañeros de Lola: mujeres que conocían todos los tratamientos de belleza, que habían usado todas las cremas que anunciaban modelos jóvenes para mostrar los efectos rejuvenecedores de ungüentos carísimos en sus caras lisas y tersas a años luz de la senectud. Podría haber pasado por una de esas mujeres que nunca han tenido que dejarse la vista remedando ropa vieja ni las uñas fregando.
Porque era guapa. Y siguió siendo guapa cuando enfermó. Quizá en ese momento aún no lo sabía. Quizá fue a la vuelta de aquellas vacaciones, cuatro días en Málaga para conocer la feria y ver el mar por última vez en su vida, cuando tuvo los primeros síntomas. Algún mareo. Un malestar general.
—Cosas de la edad, hija —le dijo cuando sintió el vahído que le hizo dejar de ordenar los cacharros y agarrarse a la encimera para no caer.
Era una mañana soleada de noviembre, la segunda o tercera vez que había podido ir a visitarla desde las vacaciones en Málaga. Fuera hacía ya algo de frío, pero el sol que entraba a borbotones por el ventanal caldeaba la cocina. En los meses de otoño e invierno era donde mejor se estaba. El resto de la casa era más oscura y fría, pero en la cocina los rayos que se filtraban por los cristales templaban el ambiente y convertían la estancia en un invernadero donde crecía una primavera artificial.
—¿Seguro? ¿Has ido al médico, mamá? ¿Quieres que vaya contigo?
—No, el lunes voy sin falta. No es nada, solo que estoy un poco cansada. Si es que ya tengo sesenta años, hija, cómo pasa el tiempo.
Ana sonrió y Lola se quedó más tranquila. Desde que tenía conciencia la sonrisa de su madre, amplia y sin grietas, la inundaba por completo, como el sol inundaba la cocina en las mañanas de invierno. Era una sonrisa redentora que la llenaba de tranquilidad. No importaba cuál fuera el miedo, la pena o el frío: aquella sonrisa le hacía sentir una calidez temprana, casi como si le creciera dentro una infancia artificial.
—París tiene que ser bonito, ¿verdad?
—Sí, mamá, es precioso.
—A mí me hubiese encantado ir cuando nos casamos tu padre y yo. Era mi sueño, ir a París de luna de miel. —Ana estaba sentada en la mesa de la cocina, frente a su hija.
—¿Estás mejor, mamá? ¿Se te ha pasado?
—Sí, no te preocupes. Es solo cansancio. Pero en aquella época, figúrate, no nos llegaba ni para ir a Barcelona.
—Lo que más me gusta son los cafés —continuó Lola—, la vida que hay en las calles. Más incluso que los monumentos. Sentarte en una terraza por la mañana y tomar un café con un croissant mientras ves a la gente pasar de un lado para otro. Todo el mundo bien vestido, tan elegante. Sobre todo las mujeres, mamá, ya verás qué guapas y qué bien visten. —Ana abrió los ojos y la contempló risueña—. Y después, ¿por qué no habéis ido? —le preguntó su hija.
—Ya sabes, tu padre. No le gusta mucho salir, sobre todo si tiene que coger el avión.
—Siempre tiene una excusa para joder.
—Lola, no hables así, por favor. Y déjalo. Él tiene sus razones. Y siempre nos ha querido. A su forma, pero nos ha querido.
—Menuda forma de querernos.
—Además, hace ya tiempo que no bebe. Ni una gota.
—Bastante ha bebido.
Lola se paró junto a la jueza.
—No sé si necesita algo más de mí —preguntó tratando de mostrar firmeza.
—No, puede usted marcharse. —El tono de voz de la funcionaria era aséptico. Se notaba que a pesar de su juventud tenía experiencia en casos como el de Lola y había aprendido a tratarlos de una forma estrictamente profesional, sin dejarse invadir por ningún tipo de sentimiento—. Mañana la llamarán del juzgado, necesito hacerle unas preguntas.
—De acuerdo, que me llamen. Pero, de todos modos, ya he hablado con un policía y le he contado todo lo que sé. Desde hace más de un año mi padre y yo apenas hablábamos, no creo que pueda serles de mucha ayuda. Y no querría perder mucho tiempo, estoy bastante ocupada en el trabajo.
—No se preocupe, es una mera formalidad, no le quitaremos mucho tiempo. La verdad es que no creo que haga falta abrir una investigación; está todo muy claro. Pero tampoco se pueden cerrar las cosas en falso: hay un muerto. —La jueza creyó necesario extenderse algo más en sus explicaciones—. Me gustaría hablar con las personas cercanas al fallecido, recabar alguna información para conocer bien las causas. Es lo menos que se puede hacer ante un caso como este.
—Claro, por supuesto, entiendo —asintió Lola—. ¿Y sabe cuándo me podré llevar a mi padre? Quisiera abreviar los trámites y acabar con este asunto.
—Tal vez pasado mañana. Antes debemos hacerle la autopsia. Ya me ha comentado el inspector Rosales que le ha dicho que su padre no bebía ni estaba tomando ninguna medicación. Pero quiero estar segura de que no tomó alcohol o alguna otra sustancia esta mañana. También la avisarán del juzgado cuando pueda hacerse cargo del cuerpo.
—Está bien. ¿Le importa si me llevo esto? —Lola le enseñó la foto que había cogido del mueble. La jueza la miró un momento antes de contestar.
—No, llévesela, no creo que sea relevante para el caso. De todos modos, el piso estará precintado unos días. Después podrá disponer de él como le parezca.
—Gracias.
—Hasta mañana.
Lola debería haberse dado cuenta antes. ¿Pero cómo? Ana era hermética para sus cosas. Nunca se quejaba. De nada. Ni cuando cogía un resfriado, ni cuando ella era todavía una niña y las discusiones con su marido eran estridentes, ni cuando dejaron de serlo y la casa entera s...