Masculino
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Fuerza, eros, ternura

  1. 128 páginas
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Masculino

Fuerza, eros, ternura

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Información del libro

La rebelión drástica y necesaria que ha supuesto el movimiento feminista no se ha producido por casualidad. Las mujeres han tenido muchas razones, y muy válidas, para oponerse al varón.Muchas veces, el contexto les ha puesto en condiciones de mostrar hacia el varón un respeto más aparente que real. Esta situación durante largo tiempo ha incubado una grave enemistad entre los sexos, que constatamos a diario.También gracias a la lucha contra la prepotencia del varón, las mujeres han creado redes entre ellas, han reflexionado sobre sí mismas, han crecido, se han afirmado.Pero el modo, quizá inevitablemente unilateral, de considerar la relación entre los sexos, ha desembocado en un equívoco muy peligroso, que muestra ahora sus consecuencias de gravedad creciente: para contrarrestar la prepotencia, la mujer está contribuyendo sin saberlo a hacer al hombre impotente…

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Información

Año
2019
ISBN
9788432150609
II.
LA MASCULINIDAD
La dependencia
Según la narración bíblica, Adán, el primer hombre, ha recibido la vida directamente del soplo de su Creador.
Pero, después de él, cualquier otro hombre entra en la vida solamente a través de la mujer: una mujer lleva en sí al hijo durante nueve meses, lo rodea, transmite a sus sentidos los primeros signos que provienen del mundo. La primera imagen del mundo llega al hijo a través del filtro constituido por el cuerpo y la mente de la madre: el latido de su corazón y el ritmo de su respiración constituyen el trasfondo vital de cualquier realidad conocida.
La mujer, puerta de acceso de la vida humana al mundo, es también la primera en acoger al hijo recién nacido. Ella lo reconoce y hace que le reconozcan, lo introduce en el ritmo de la vida, hecho de sueño y de vigilia, de hambre y de alivio del hambre. A través de ella, el pequeño hombre se inicia en su código comunicativo fundamental (la lengua-madre), que solo se puede desarrollar gracias al intenso intercambio comunicativo preverbal que lo precede, compuesto por una sutil y constante interacción recíproca y una mutua sintonización de miradas, gestos, tiempos, sonidos.
La madre también es, a todos los efectos, la primera y más poderosa educadora, porque la percepción de lo que le agrada o desagrada tiene un impacto especial sobre el pequeño que está creciendo, y le empuja inconscientemente a modelarse de forma que la madre se dé cuenta de su presencia y esté contenta. La satisfacción que experimenta la madre en la relación con su hijo en los primeros años de vida constituye la base sobre la que se funda su primer sentimiento de tener un valor.
Cuando nace el bebé, tanto varón como mujer, para la madre es en primer lugar un cachorro, necesitado de sus cuidados para sobrevivir. El bebé es esa criatura que ha tomado forma en el interior de su cuerpo y que tiene una necesidad vital de contención física y psíquica (necesita ser tenido en brazos, nutrido, asistido, consolado) y de reconocimiento (necesita entrar en una relación de mutua sintonización con la persona que se ocupa de cuidarle). Su valor no está vinculado inicialmente a sus características personales y objetivas, que todavía están solo esbozadas, sino al mismo hecho de ser, para esa madre, el hijo: es la fase de la simbiosis fisiológica, un momento breve y especial que, vivido en plenitud, fundamenta la seguridad emotiva del recién nacido.
El sexo con el que el hijo viene al mundo no es una variable neutra. Desde el primer momento, constituye un elemento importante en la configuración de la relación que se va construyendo, y contribuye también a determinar la intensidad y la duración de la simbiosis.
Ningún nacimiento se produce en el vacío. Cada recién nacido se inserta en una larga cadena de relaciones, en la que quien engendra ha sido a su vez engendrado. Cada madre y cada padre son simultáneamente también hijos: de un padre, de una madre, de una relación, que ha dejado su impronta en el inconsciente, con todas sus luces y sombras. Todo esto tiene resonancia en el encuentro de la mujer con su nueva criatura: si el hijo esperado es un varón, el encuentro con él está connotado por todas las experiencias, fantasías, imágenes, expectativas buenas y no tan buenas que la mujer porta en su relación con lo masculino. La masculinidad es para la mujer el otro, el diferente, lo no-femenino, y las huellas más profundas de lo que representa para ella remiten en el inconsciente a la relación con su padre.
Es frecuente observar que la mujer que ha gozado de una relación de afecto y estima con su padre vive de modo más sencillo la relación con el hijo varón. Muchas veces parece notar un orgullo especial y un peculiar sentido de plenitud por haberlo traído al mundo.
La dependencia es la condición originaria ineludible de todo ser humano, sea varón o mujer; el cachorro de hombre, en efecto, nace completamente inerme. Su supervivencia física y psíquica depende de la acogida en la órbita de la relación simbiótica con la madre, que constituye el mundo de proveniencia, el área de experiencia primaria, el olor y el sabor de lo que es conocido y, por eso, da seguridad. Los dos sexos mantienen una profunda nostalgia inconsciente de esta experiencia preverbal originaria, que da una impronta al ser y constituye la base de partida sobre la que se forma la personalidad de cada uno.
Muy pronto, el varoncito se enfrenta con un deber muy concreto: hacerse hombre, que significa, en primer lugar, renunciar a ser como la madre. Supone aceptar una diferencia que tiene el sabor difícil de la separación definitiva, más que para la niña.
Se trata de un recorrido progresivo y delicado, que es importante describir brevemente.
Aproximadamente entre los 15 y los 24 meses el niño, que con seguridad ha llegado a la estación erecta, madura también la posibilidad de ser educado en el control del esfínter. En efecto, a esta edad se desarrolla (gracias al incremento de la capacidad verbal) la capacidad de captar lo que los adultos esperan de él. También se desarrolla la capacidad de corresponder, gracias a la maduración del sistema nervioso, que permite un control voluntario de la micción, antes imposible. Todo este proceso incluye una fuerte implicación del área genital, que se convierte en un centro de gran atención e interés. El niño se encuentra entonces ante la constatación realista de un mundo dividido netamente en dos categorías: los varones, portadores del pene igual que el padre, y las mujeres que, como la madre, no tienen pene.
Ser un varón supone, en primer lugar, aceptar ser diferente de la madre y situarse en «otra» categoría, la del padre. Por eso, introducirse en el mundo masculino para hacerse hombres supone la necesidad de fijar progresivamente unos límites psico-físicos en relación con la madre, porque la diferencia siempre incluye distancia y separación.
En este delicado paso del niño se enfrentan dos impulsos contradictorios. Por un lado, está el deseo de quedarse en la órbita de la madre, precisamente por miedo a separarse de ella y perder el bienestar que deriva de la cercanía fusional. Por otro, en cambio, está el deseo evolutivo, que tiene su origen en el impulso natural hacia el crecimiento y el desarrollo de un yo autónomo y diferenciado. Se trata de un primer e importante escollo en el recorrido del crecimiento. Su superación positiva es muy importante para dar comienzo a la conquista de aquella competencia fundamental que es la capacidad masculina para «estar solo».
Nunca se insiste lo suficiente en la dificultad que supone este paso de la experiencia masculina y su especificidad, que desde el mismo origen diferencia el recorrido del hombre respecto al de la mujer.
Para hacerse plenamente hombre, el varón debe salir del paraíso terrenal de la simbiosis con la madre, y debe hacerlo de un modo mucho más decidido y definitivo que la mujer. La experiencia de la soledad, en su caso, es más radical. En la condición de hija, y en la potencialidad para convertirse en madre, la mujer siempre vive en cierto sentido como «acompañada» por su propia madre. No necesita abandonarla de un modo tan definitivo: su contacto psíquico con la imagen materna, sea esta buena o mala, nunca se interrumpe, porque el necesario proceso de identificación constituye la fuente de una continuidad de la experiencia.
Por eso, en general, la mujer encuentra menor dificultad para estar sola, sobre todo si ha tenido el don de una buena relación con su madre, porque sigue llevando dentro su imagen, como referencia de identificación.
El caso del varón es diferente: para poder ser él mismo debe renunciar totalmente a la madre. Por tanto, no puede llevarla consigo, a no ser como nostalgia. No se trata, en realidad, solo de renunciar a la relación infantil con la madre real, de la que tiene que aprender a tomar distancia progresivamente, sino de renunciar también, y sobre todo, a la fantasía inconsciente y omnipotente de una reunificación con ella a través del encuentro con otra mujer que sea igual.
El pleno desapego de la madre y la conquista de la capacidad adulta de «estar solo» representan, en realidad, los requisitos previos e indispensables para el encuentro maduro del varón con una feminidad distinta de la materna: la de una mujer concreta, definida, con sus características, límites y proyectos; tan diferente de la imagen idealizada, omnipotente y atractiva que el niño ha construido en la infancia sobre su madre.
Se trata de un recorrido largo y delicado, que para completarse ha de pasar a través de experiencias de desapego, indispensables y progresivas, entre las que van a ser decisivas la pubertad y la adolescencia. Pero el primer paso se produce ya con el descubrimiento de la diferencia sexual. En esta fase es frecuente que el niño se vuelva «elástico», moviéndose entre el progreso y la regresión; su posibilidad de no estancarse en el vínculo simbiótico depende en buena medida de la capacidad que tengan la madre y el padre de secundar y promover el impulso evolutivo espontáneo.
A este propósito, es importante subrayar que la tarea de favorecer la «justa distancia» no compete exclusivamente a la madre. Para la mujer no es posible alejar activamente al hijo de sí misma, porque la madre que aleja es percibida por el hijo como madre que rechaza y abandona, y que es, por tanto, mala. En cambio, la madre puede aceptar y secundar el deseo evolutivo de desapego, dar valor a los elementos activos presentes en el hijo, y animarle a explorar el mundo más allá de ella. La madre «suficientemente buena» permite al hijo «ir y venir» a ella, renunciando al control y al placer de la total participación en sus experiencias. Esa madre buena apoya la curiosidad que manifiesta el niño hacia el mundo del padre, autorizando y estimulando la relación directa entre ellos, también más allá de ella misma.
Pero, en este momento decisivo, el niño necesita que el padre le tenga en cuenta, lo mire con orgullo, le haga sentir que el valor de dejar a la madre va a ser recompensado con el interesante ingreso en el mundo aventurero de los hombres, al cual él pertenece, como su padre. Y que le haga sentir que no va a estar solo, porque su padre va a estar ahí para apoyarle y acompañarle, orgulloso de pasarle en herencia eso que solo él sabe, y no la madre, de masculinidad.
El varón y la madre
Creo que para un hombre es muy importante detenerse con un poco más de profundidad en el tema «materno», porque para el varón la madre es, siempre y en todo caso, la mujer de referencia. La idealización y la des-idealización de la madre representan, por eso, nudos decisivos en la evolución psíquica masculina, con consecuencias muy profundas en la organización de su vida afectiva o sexual.
La idealización de la figura materna, en positivo o en negativo, es de alguna forma un obstáculo inevitable en el camino del crecimiento. No necesariamente depende de las características reales, buenas o no tan buenas, de la madre.
La potencia del arquetipo materno es estructural: en efecto, está relacionada principalmente con las características mismas de la relación, con su carácter tan indispensable, y con la despro­porción de los recursos presentes en la primerísima infancia entre el niño y la propia madre.
En el núcleo de lo humano está siempre la experiencia de una ausencia. Es la nostalgia de la unidad primaria y preverbal con la madre, la nostalgia de la pertenencia originaria y totalizadora a ella, la que se pierde con el crecimiento. La soledad es extraña al hombre y le aterra, porque la criatura humana se percibe desde el origen como un ser en relación, necesitado de recibir el propio significado a través del reconocimiento del otro.
En cada fase de la vida, siempre seguimos deseando que alguien nos vea, nos reconozca, nos valore, nos entienda, como imaginamos que saben hacer las madres. Deseamos una comprensión que también sea preverbal, hecha de mutua sintonía; querríamos ser entendidos sin necesidad de hablar, querríamos a otro capaz de «sentir» nuestros tiempos, capaz de saber que nuestro valor supera a nuestras capacidades y que no hay un límite al perdón. Son estas las características que presta el pensamiento infantil a la madre: en cierto sentido, ella es omnipotente y omnisciente, forma parte del imaginario infantil más que de la realidad, y hace eco a los meses de gestación en los que el hijo y la madre constituyen una unidad realmente inescindible.
El niño que en el primer año de vida goza de una buena sincronía con la madre experimenta un sentido de seguridad que se advierte, en primer lugar, como estado de bienestar corporal: la respiración y los latidos del corazón son regulares, y el pequeño encuentra un buen ritmo en el sueño y la alimentación. El pr...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. INTRODUCCIÓN
  7. I. La Carta a los Efesios: una provocación
  8. II. LA MASCULINIDAD
  9. III. LOS OBSTÁCULOS
  10. IV. LA POTENCIA, NÚCLEO DE LA MASCULINIDAD
  11. V. LA RELACIÓN
  12. CONCLUSIONES
  13. BIBLIOGRAFÍA
  14. AUTORA