El enemigo
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El enemigo

  1. 84 páginas
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El enemigo

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Información del libro

Rebolledo decoró sus gemas poéticas con arcaísmos, neologismos, colores, sonidos y texturas que evocan imágenes de gran plasticidad; logró sus mejores composiciones en la forma del soneto, aunque también trabajó metros menos rígidos, utilizó varios recursos parnasianos para costruir sus narraciones, que como la mayoría de los ejemplares modernistas del género, a veces tendieron al estatismo porque la trama se supeditaba a la introspección o la representación de visiones oníricas. Rebolledo experimentó la sensibilidad del fin de siécle, condensó sus anhelos y sus angustias en una escritura catártica, que lo ayudó a resaciar su malestar espiritual por medio de imágenes sensoriales crueles y sugerentes que lo acercaron a misteriosos parajes en donde aún existía la belleza intacta del pragmatismo de la vida cotidiana y de la prosaica ostentación económica de la burguesía.

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EL ENEMIGO



A Luis G. Urbina
A Jesús E. Valenzuela

Spiritus quidem promptus
est, caro vero infirma.

marcos 14:38



I

Lentamente se deslizaba el río, con perezas y movimientos de serpiente; con la superficie reposada, negra, sin una arruga, sin producir un solo ruido. El calor abrasante, el cielo sin una nube; ni una montaña en el horizonte, ni un árbol cerca ni lejos de fresca copa; y por todos lados una llanura ardorosa, inconmensurable. El sol arriba inmóvil, y las horas muy lentas en su marcha, y volcando poco a poco y con indiferencia las urnas de tedio sacadas del río, en los labios y en la frente, en la cabeza y en los miembros de muchos hombres y mujeres de rostro pálido, sentados en las márgenes, con una sombra de atonía en los ojos, y el pensamiento ausente de imágenes y memorias.
País más horrible que el de la locura; más cruel que el del sufrimiento; por donde pasa todo el mundo; a donde van los neuróticos; donde sucumbe el débil. Porque cuando tu víctima es pusilánime, monstruo desolador, la cansas en la lucha, la fatigas, la disgustas con tu aspecto de bestia repugnante, y como un tallo que se dobla, se hunde irreparablemente en tus aguas negras.
Respiras tu aire maléfico, y la frente que alcanza tu hechizo se frunce, la mirada se extingue, el pensamiento se nubla, el vigor dormita, el ser desfallece, hasta que la rebeldía sacude el espíritu y lo despierta del sueño en que lo tenía abismado tu fascinación.
Y Gabriel Montero era una de tus víctimas, impávido inquisidor. Al pasar por tu orilla mil veces sufrió el maleficio de tus miasmas y se sentó en la arena, con la mirada fija en tu superficie inmóvil.
Pero se sublevaba contra ti y te vencía; llamaba en su auxilio a su aspiración y a su fe, a cuanto había en él de orgullo y de fuerza generosa, y salía de tus infernales dominios donde lo confinaba su fragilidad orgánica, reconfortado, reuniendo fuerzas, acumulando energías y ben­diciendo a la vida que es un talismán precioso, un don del cielo que trae la felicidad.
Entonces amaba la existencia y la miraba adorable, bella; la miraba a través de un prisma de optimismo que hacía ver todo rosa, y se sentía fuerte, se veía con vida y con tiempo para cultivar la dicha, sembrar esfuerzos, y después cosechar recompensas, goces y satisfacciones, servido y fortificado por su albedrío.
Miraba un fin en su camino, y henchido de un sentimiento de exaltación y exuberancia, a él diría sus anhelos, sin fijarse en los escollos que le obstruían el paso, volviendo su espíritu hacia el ideal brumoso, orientando hacia la lejana estrella sus pensamientos y sus ansias, el cuerpo todo en tensión, como un gran arco provisto de una gran flecha, que visa un punto remoto e imperceptible.
Armado de su juventud, y fiado en las energías y la virtud de la sangre, dedicábase a excitar y acrecer sus fuerzas, desdeñando en su pensamiento el triunfo fácil y la nimia satisfacción por goces más elevados y duraderos.
Exprimiendo sus tendencias y facultades había extraído su mejor jugo, lo bueno solamente, la esencia, y arrojando y despreciando cuanto había de grosero y miserable, penaba queriendo labrar una copa donde verter el zumo celestial. Espoleaba su espíritu elevándolo de lo mezquino, haciéndolo desplegar las alas bajo cielos inundados de luz y horizontes deslumbradores; olvidado de lo material y extendidos los brazos hacia una visión blanca e impalpable, cuyo beso sería su recompensa y su delectación.
Y hacia allá iba, pero a veces veía el fin tan lejos que desmayaba; y entonces sentía las desgarraduras de sus pies, la sed, el desencanto, la fatiga de su cuerpo que consumía en la consecución del goce lejano todo el acopio de su noble savia; sentíase abatido, inerte, y veía que estaba en un error, pues su alma no era sólo aspiración ni su existencia ideal, sino lo grosero y miserable que era mucho, y lo superior y elevado que era el jugo solamente; reconocía que era una mezcla de todo aquello, que formaba la vida completa, con sus instintos, sus esperanzas, su inteligencia, su virtud y sus vicios; que el ser no estaba formado sólo de lo espiritual, y temiendo volver al fastidio, buscaba la amistad y el amor, y todas las satisfacciones inmediatas y fatales de los sentidos, como pequeños remansos por donde debía pasar y refrescarse, antes de llegar al término supremo de su aspiración.

II

Quizo tener un amigo, y fijose en aquellos de modo de sentir semejante al suyo, como más aptos para labrar con su auxilio esa forma de amistad que había soñado, que conserva y fortalece el afecto como un ánfora los licores generosos; pero no lográndolo, habíase hecho huraño, y dedicádose a analizar el carácter de los que lo rodeaban; sintiendo una satisfacción acre, saboreando algo así como un cruel absintio cada vez que encontraba su observación en el fondo del espíritu sujeto a su estudio, y a través del agua más o menos clara de educación y sociedad, el mismo asiento de rencor, el mismo poso de interés y de egoísmo.
No podía vivir la vida de los otros; no tenía sus gustos ni sus preocupaciones, y lleno de tristeza en su alma ingénitamente bondadosa, veía su vida estéril, sin un lazo ni un cariño; y en las noches, cuando caminaba pensativo por las calles bajo el frío y la melancolía luminosa del cielo, contemplaba desolado la luna, y quién sabe qué corrientes de simpatía y qué extraño parentesco hallaba entre aquel astro triste y solitario, sin árboles, ni agua, ni vida, y su alma sin afectos y sin amor.
Entregábase entonces al estudio, consagrábase al arte; buscando en los libros la magia que en su derredor no encontraba; viviendo enclaustrado dentro de sí mismo, y poblando su mundo interior con los tesoros de sus sueños y de sus tristezas.
Mas cansábase pronto; contra su decisión y sus hábitos formados tras muchas decepciones rebelábase el genio de la asociación que vela en nuestros pliegues más íntimos, y buscaba el trato, el roce con todos, sediento de una gota de cariño, con la ilusión de recoger un grano de afecto, hasta que lo alejaba el fastidio, el cansancio de la conversación que llegaba a sus oídos como indistinto murmullo, y volvía a su soledad, porque creía que sólo en el retraimiento y la meditación se descubren y forjan las virtudes ocultas, pues el mérito se forma y se conserva escondido, como el oro en las profundidades de la tierra y de las rocas.
Desconocíase a sí mismo; desconfiaba de su valer; su vida llena de amarguras recónditas no era fortalecida por el estímulo; y no obstante, aunque había perdido la fe de Dios y no la tenía en sus fuerzas, la tenía en el trabajo, y una esperanza hermosa, indestructible, perennemente joven, le mostraba con el brazo extendido, allá lejos, un término adonde debía llegar, impulsado por un espejismo brotado de sí propio.

III

Y en el desierto ardoroso y desolado de su vida, que una tenaz juventud calcinaba con sus rayo hirientes, era martirizado con un tormento más: debajo de las arenas caldeadas por tanto sol, debatíase incansable, eterno, forcejeando como un poseído el terrible deseo; haciendo temblar su cuerpo como a la tierra un terremoto, ardiendo interiormente como un infierno de lava encandescida; retorciéndose en el fondo de su ser como un león enjaulado y con rabia; unas veces adormecido, sofocado otras, pero nunca muerto; haciendo notar su presencia cuando era olvidado, con zarpazos desgarradores, siempre alerta, siempre perturbador.
Tras algunos días de retraimiento, Gabriel salía a pasearse un rato por las avenidas, y aunque su ánimo pasara puro y distraído ante las tentaciones, enrigidecíase el deseo y brotaba la mirada codiciosa a sus ojos, que se deslizaban inquietos sobre las espaldas ceñidas, quemaban como una lumbre los cuellos, e iguales a un musgo aterciopelado y mordiente, subían desde los diminutos pies, envolviendo los contornos de aquellas estatuas palpitantes.
Sus noches eran un hervidero de pesadillas sensuales: apenas se comenzaba a dormir veía en la sombra a una odalis­ca pellizcando las cuerdas de un arpa, miraba a mil cupidillos vertiendo perfumes en abrasados pebeteros, y al son del arpa saliendo de todas partes rondas de impuras mujeres: unas completamente desnudas, otras más inquietantes aún, cubiertas con velos sutiles como telas de araña, y todas perezosas, indolentes, provocativas, torciendo sus cuerpos en inverosímiles escorzos, desatadas las cabelleras, incitantes las bocas, coléricos los granates de los senos; bailando; incitando los apetitos, hasta que el despertar las hacía huir por entre las sombras cadereando…
Mas aquella lujuria era sólo cerebral: en la prueba sucumbía su pobre cuerpo; como una zarza en el fuego retorcíase su débil carne en el espasmo; y después qué fatiga; cuánta laxitud, como si sus nervios se hubieran reventado. A la falta iba acompañado siempre el rencor, el disgusto, la náusea de sí mismo, el arrepentimiento de haber derrumbado en un instante lo edificado ya; pero aquello era ineludible: estaba hecha su vida de absolutas abstinencias y de caídas feroces, de las que salía agobiado, rendido el cuerpo hasta el agotamiento; pero el cerebro siempre en vela, trabajando clandestinamente, dando vuelta la fantasía a mil absurdas imágenes; en reposo solamente cuando lo absorbía el estudio, asociando la idea lasciva como sombra fatídica a todo pensamiento.

IV

Componíase la familia Medrano de doña Lucía y sus nietas: tres vírgenes dulces y candorosas. De luto desde la muerte de su marido, dábale el color negro a la anciana cierto aire de distinción y de majestad. Era tranquila, dada a las prácticas devotas, y como todos los viejos, descuidada de lo presente y encerrada en lo pasado, donde su memoria removía dormidos recuerdos.
Las tres nietas llamábanse Clara, Julia y Genoveva, por orden de edades, y todas eran apuestas y atrayentes por su sencillez.
La mayor, más en contacto con su abuela, a quien ac...

Índice

  1. Introducción
  2. EL ENEMIGO
  3. AVISO LEGAL