Mi vida con Potlach
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Mi vida con Potlach

  1. 288 páginas
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Mi vida con Potlach

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Índice
Citas

Información del libro

Tras una grave crisis, Luis decide aplicarse una terapia propia consistente en cuadricular su vida y desvincularse del resto de los seres humanos con el fin de mantenerse a salvo. Pero el destino es incontrolable y tozudo y, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, Luis se ve envuelto en una relación con una adolescente cajera de supermercado que le descubre cómo a veces la felicidad llega por los caminos más insospechados. Mi vida con Potlach es el diario de un hombre que va cerrando puertas que la vida se empeña en volver a abrir.

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Información

Editorial
Baile del Sol
Año
2013
ISBN
9788415700494
Categoría
Literatura

Mi vida con Potlach

Inma Luna
Baile del Sol

9 de septiembre

Tomo té y me sienta bien.
Hasta ahora prefería el café: respirarlo, beberlo, espirarlo.
Café.
El té está caliente y algo áspero. Parece que a su paso me arrancara láminas diminutas del paladar. Me las trago junto con el líquido verdoso. Lo noto, me hace bien. No dejo que se enfríe en el vaso de plástico. Necesito apreciarlo, advertir que me hiere, mínimamente, pero me hiere.
En estos días apenas siento nada. Todo es tan plácido que es como la muerte de suave.
El doctor Espinosa se llama Miguel.
Sonia acaba de salir por la puerta y ya está anocheciendo. Se va la luz más pronto porque es casi otoño. Cada vez más pronto.
Miguel Espinosa me trajo un cuaderno, me trajo un boli de tinta líquida, negro, de punta finísima.
—Escribe —dice Miguel Espinosa—. Escribe lo que sea, Luis, suéltalo todo.
El boli casi araña el papel, de tan fino. Las palabras se ven ordenadas y serias, parece que saben lo que dicen. En este instante puedo dar la impresión de ser feliz. Si respiro despacio, y me paro a escuchar el silencio, noto la paz, parezco feliz mientras lo pongo todo por escrito.
—A lo mejor te duele —dice el doctor.
Aquí no duele nada, Miguel, aquí todo es muy fácil. Espinosa me seda para que la punta de mi boli se vaya deslizando así, como la seda, y mi cansancio dulce solo sabe pintar letras redondas y ajustadas. Sonia se acaba de marchar, nos hemos duchado juntos. Estoy tan limpio y blando que podría dormirme para siempre, como si nada.
Puedo acostarme ahora mismo. Si quiero me acuesto y nadie me molesta. Pero, aunque agotado, aunque relajado, no me duermo. Los brazos, las piernas, la espalda reposan en la cama, se adhieren al colchón y puedo cerrar los ojos, permanecer inmóvil muchas horas, pero no estoy dormido. O quizás sí, tal vez a veces me duerma sin saberlo, porque las horas pasan muy deprisa.
Es buena idea la de escribir, estoy seguro. Mejor que contestar preguntas para las que nunca tengo respuesta, mejor que seguir esforzándome en desplazar los miedos cuando atenazan. Mejor escribir, contar «sin orden ni concierto», dice Miguel, «lo que vaya saliendo».
Ahora lo que sale es decir que hoy estaba muy triste, que resulté patético suplicándole a Sonia que me llevase a casa, como un niño. Todavía no hace un mes que duermo sin ella y, sin embargo, me parece que aquello ocurrió en otra vida, que yo siempre he vivido aquí en esta habitación tan fresca y blanca, con este olor que se ha instalado ya en mi piel.
«Sonia, sácame de aquí, llévame contigo», le he dicho. Y he llorado agarrado a su brazo.
Ella suspira, mira para otro lado, a la tele, colgada sobre nuestras cabezas. Me besa en el pelo.
Después, me ha acompañado al baño, se ha desnudado conmigo y ha dejado que el agua empapara nuestro abrazo y nos consolase.
Me gustaría pensar que me quiere también ahora, también así, pero a veces su gesto se crispa cuando la toco, sin darse ella cuenta, sin querer. Sus ojos están más duros cuando entra por la puerta y su mirada se desvía de vez en cuando hacia la muñeca en la que lleva el reloj. No obstante, sé que cuento con ella, eso es algo sobre lo que no puedo albergar dudas.
No hemos hablado mientras estábamos llenándonos de agua. Sonia tenía la piel de gallina y el pelo pegado en la frente. Creo que yo seguía llorando, aunque ya no me daba cuenta. La he mordido en el hombro y apenas se ha quejado, solo quería recordar su sabor. La he besado en la boca y ella se ha retirado un poco antes de que acabase el beso. Me hubiese gustado penetrarla, pero no puedo. Miguel me había advertido de los efectos secundarios de la medicación.
Acaban de servirme la cena: crema de salmón y tortilla de la huerta. De postre, un yogur de fresa.
Esta noche en la tele ponen una serie que me gusta sobre abogados. Voy a cenar y después me tumbaré en la cama a verla. Espero no quedarme dormido antes del final, cuando se resuelve el caso.
Ahora iba a escribir aquí algo de lo que haré mañana, pero mañana no sé lo que haré.

10 de septiembre

He estado esperando el atardecer. Será mejor escribir a esta hora para poder contar lo que ha ocurrido durante el día. Llevo largo rato sentado en el sillón que hay frente a la ventana.Trato de leer, pero me resulta difícil concentrarme. Sonia me trajo algunos libros, los he ojeado. No termino de leer ninguno, me aburren.
Hoy he cogido Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll. El libro comienza con una fotografía a doble página del autor y su familia. Él, su mujer y sus tres hijos rubios. Böll mira a la cámara con gesto de resignada amabilidad, su mujer le mira a él con absoluta entrega, diría que siente un cierto agradecimiento por poder participar de su presencia, como si pensara que no se lo merece. Los niños son únicamente tres niños. Muy rubios, ya lo he dicho. Me pregunto si el escritor habría elegido esta foto para abrir con ella el libro. Más bien parece una foto para colocar sobre la repisa de una chimenea. En mi opinión, los escritores no deberían tener familia y, en caso de que así fuera, tendrían que ocultarlo a sus lectores, eso les resta intelectualidad y, para mí, pierden interés.
No obstante he leído hasta la página 25, sin enterarme de mucho, la verdad. Ha sido casi al final de mi lectura cuando algo ha llamado mi atención. Resulta que el protagonista de la novela tiene el don de percibir olores por teléfono. De repente he notado como si alguna pieza encajara dentro de mi cabeza. Creo que yo también poseo esa capacidad desde hace algún tiempo. No lo he comentado con nadie y tampoco creo que ahora sea el momento adecuado para hacerlo. Hasta hoy ni siquiera yo mismo era del todo consciente, se trata de una de esas cosas que te parece sentir, pero rechazas por ilógica y eso que, últimamente, mi percepción de lo lógico y de lo ilógico tampoco se adapta con exactitud a lo establecido.
El caso es que al hablar por el móvil, en los últimos meses, y yo pensaba que era pura coincidencia, percibía aromas que no sabía muy bien de dónde emanaban. Ahora lo he comprendido, pertenecían a mis interlocutores. ¡Dios!, ha sido como una revelación, como un clic de ajuste.
El señor Schiner, en la novela de Böll, percibía un hedor a pastillas de esencia de violetas. A mí algunas personas me huelen por teléfono a caramelos de menta, otras, a perro mojado.
He pasado tiempo pensando en todo esto, tenía muchas ganas de ponerlo por escrito, quizá para que resultase más real, pero he esperado hasta el atardecer por pura disciplina.
Al margen de este descubrimiento, que me ha alegrado la tarde, los avances no han sido muchos. Me refiero a mi evolución, al descuento de los días que me quedan aquí.
Por la mañana he bajado al gimnasio a practicar ejercicio. Llevaba algunos años sin apenas moverme y es grato recuperar la sensación de esfuerzo físico, destilar un sudor que parece nacer de mi mismo fondo, escuchar cómo retumba el pálpito de la sangre en las sienes.
Hoy, Lucas, el entrenador, un chico de veintitantos, ha puesto freno a mi entusiasmo gimnástico. «Calma, Luis, no tan rápido», me ha advertido con un tono pausado, como el de un cura, «pequeños y suaves movimientos. Quiere a tu cuerpo, trátalo bien, siéntelo».
Sonaba a consejo budista, y aún más en su voz.
No le he hecho caso y he seguido a lo mío, machacándome, haciéndome sufrir. Claro que así siento mi cuerpo, es el único modo.
Después he tenido terapia. No estaba Espinosa; por lo que me han contado se ha marchado a un congreso de psicopatología en Valencia y no regresará hasta dentro de una semana. A ver si aprende algo. Es broma, no desconfío de él, pero quiero que finalice de una vez por todas su diagnóstico y me diga cuándo podré salir de aquí.
Así que la terapia ha corrido a cargo de la ínclita doctora Tía Buena Galán. Me desarma su timidez. No entiendo que una profesional de su categoría, que es mucha (me lo ha dicho Sonia, que tiene controlados a todos los facultativos que me rondan gracias a la red), inicie las sesiones con ese ligero rubor y la voz un tanto temblorosa. A medida que avanzamos en la conversación se va relajando y aumenta su firmeza, pero los inicios no dejan de parecerme deliciosos.
Creo que hoy me ha aplicado un test sobre la ansiedad. Todo esto también lo he aprendido de mi mujer. Cuando Sonia me visita, me pregunta sobre las terapias que me están aplicando, yo se las describo y ella toma nota en una libreta para luego empaparse en internet y darme toda clase de informaciones en el siguiente encuentro. Me resulta entretenido, y es como jugar con ventaja frente a los psiquiatras.
Ahora sé, o intuyo, o intuimos Sonia y yo, que me están aplicando una terapia cognitiva conductual, que consiste en buscar la colaboración del paciente a través de métodos de conducta combinados con los emocionales para, básicamente, reestructurar el modo de interpretación subjetivo de la realidad.
Esto significa que pretenden conseguir que yo vea la realidad de otra forma.
Me hace gracia eso de modificar la visión subjetiva de la vida. Se ve que ellos tienen en sus manos la visión objetiva y me la quieren insuflar.
Sonia me dice que confíe, no obstante, así que yo confío.
La doctora Tía Buena Galán ha intentado hoy baremar mi nivel de pensamiento catastrofista. Es decir, quería saber si me preocupa que a mí o a mis seres queridos les ocurra algo terrible sin que nada lo pueda remediar. Si me asusto cuando suena el teléfono, si me preocupa el hecho de que mi mujer conduzca, si creo que me van a avisar de la residencia para decirme que mi madre se ha tirado por la ventana. En fin, ese tipo de angustias.
Pues no, doctora Tía Buena, nunca he tenido pensamientos relacionados con la anticipación de desgracias, así que punto menos para usted, punto menos para mí y nuevo retraso en el diagnóstico.
Estuve tentado, por supuesto, de seguirle el juego y dramatizar para hacerla feliz, pero le prometí a Sonia no volver a jugar más con esas cosas después de haber realizado un test para Espinosa en el que marqué las crucecitas sin leer ni uno solo de los enunciados.
Cuando se lo conté a Sonia me encontraba de muy buen humor y me reí explicándoselo. Ella, sin embargo, se molestó muchísimo, me recordó el dineral que nos está costando la clínica y me preguntó si realmente tenía ganas de curarme o no. Además me llamó crío, inmaduro, imbécil y no sé qué más.
La doctora Tía Buena se quedó bastante decepcionada con mis respuestas. Sin embargo, al final de la conversación me pareció apreciar que había tenido una idea porque, de pronto, su frente se desarrugó y en su cara surgió una mínima sonrisa, que camufló con una tosecilla falsa. Creo que se le ha ocurrido alguna alternativa y tengo la sensación de que, a partir de ahora, las cosas van a avanzar mucho más rápidamente.
Seguro que lo primero que ha hecho, nada más abandonar la sala de terapia, ha sido llamar a Espinosa para comunicarle su corazonada.
Estoy impaciente por saber qué van a hacer ahora conmigo.

11 de septiembre

Hoy es el cumpleaños de Sonia. Cumple 36. La he felicitado por teléfono. No ha venido a verme. He sido yo quien ha insistido en que no lo hiciera. Ya es bastante jodido para ella tener a su marido en un puñetero manicomio como para verse obligada también a «celebrar» su cumpleaños en este deprimente entorno.
Ella quería venir, pero me ha comentado que algunos de sus compañeros le habían propuesto salir a tomar algo y, por supuesto, le he dicho que saliese con ellos y que, si se daba la oportunidad, se corriese una buena juerga.
Desde que empezó todo esto ha tenido mucha paciencia conmigo, aunque me haya portado a veces como un auténtico cabrón.
A toro pasado es muy fácil decir que las cosas se veían venir. Tal vez el día en el que verdaderamente se aprecia el cambio es solo un pequeño detalle el que nos pone en alerta, el que nos muestra la evidencia de las cosas.
Luego sí, es sencillo, luego pensamos —o la gente nos lo dice—, joder, claro, se veía venir... Pero es mentira, no se ve.
No estamos preparados para lo inesperado, para el derrumbe. No seguimos el proceso porque los detalles que cambian son mínimos, son imperceptibles.
O puede que no.
Quizá lo vemos, pero somos muy capaces de darle a todo visos de normalidad, lo necesitamos, es nuestra defensa.
Cogemos la pieza que no encaja en el puzle, la limamos, la ablandamos con un poco de saliva, o de lágrimas, la introducimos, como sea, entre las colindantes y hacemos como que no nos damos cuenta de que no se acopla como debiera.
Algo así tuvo que hacer Sonia.
Eso fue al principio, cuando era posible que el paisaje siguiera pareciendo el mismo, que no se apreciase la chapuza. Cuando se despertaba a media noche y la cama era toda para ella, cuando mi tono de voz se elevaba considerablemente por encima de lo habitual, cuando...
Sonia acopló la pieza para que todo siguiera en su sitio. O al menos lo pareciese.
Ahora está conmigo. Así lo siento. Ella tiene la fuerza que a mí me falta. Y me la da.
Hoy es su cumpleaños y quiero que se divierta, quiero que sea feliz, que se ría.
Sin embargo, a cada rato, miro hacia la puerta con la esperanza estúpida de que haya cambiado de opinión en el último momento.

12 de septiembre

Hoy no me encuentro bien.
Al final Sonia no vino.
La doctora Galán ha decidido que es mejor que hoy tampoco reciba visitas.
Han aumentado mi medicación. Creo que anoche tuve una crisis. No me acuerdo de nada.
Tampoco recuerdo si he comido.
Es tarde.
Voy a dormir.
(Creía que dormiría, pero no).
Me he acostado, me duele la cabeza. Intento no pensar, aunque no lo consigo. Sin embargo no me pregunten qué es lo que pienso porque no lo sé. Lo lamento. Hasta ahora mis pensamiento...

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