La ciudad de los conquistadores 15361604
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La ciudad de los conquistadores 15361604

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La ciudad de los conquistadores 15361604

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Recoge fuentes primarias sobre la fundación de Bogotá y su consolidación como comunidad urbana, para contar la historia de sus primeros 150 años de existencia El autor busca las motivaciones para su fundación y gobierno durante el siglo XVI, da luces sobre sucesos confusos e inicia una línea de investigación para que los bogotanos piensen sus raíces como comunidad

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Información

PARTE IV

LA CIUDAD HABITADA

Gracias al cielo doy que ya me veo
en el pobre rincón de la morada
que por merced de Dios y el Rey poseo
en este Nuevo Reino de Granada.
Juan de Castellanos
Un visitante en Santafé, finalizando los años 1560, debió tener la rara sensación de estar en un lugar que todavía no tenía forma definida y en la que una febril actividad constructiva se adivinaba por todas partes. Tres lustros antes, ese mismo personaje solo habría visto unas decenas de bohíos repartidos ordenadamente en unas manzanas que se separaban entre sí por empalizadas más que por tapias pues todavía era muy temprano para ello, las que sin embargo en su continuidad dejaban ver las calles de la naciente ciudad. Y si nuestro viajero hubiera llegado finalizando el siglo XVI todavía habría podido ver bohíos pero la mayoría apenas adivinándose tras los muros de tapia que paramentaban las manzanas cuando no eran ya paredes producto de los más de dos centenares de viviendas que con sus portones en piedra, pequeñas ventanas, aleros protectores y pesados techos de teja, daban habitación a una comunidad urbana que, igualmente, había construido iglesias y ermitas, dado forma a plazas y plazuelas, y dotado la urbe de puentes, carnicerías, tiendas de comercio, molinos, en fin, tantos otros lugares necesarios para la vida en ciudad.
Desde los primeros años, sin embargo, nuestro visitante habría presenciado una de las particularidades de la ciudad indiana en sus inicios: aunque su existencia física todavía no era más que un proyecto, la comunidad política ya tenía presencia en el nuevo territorio. No podía ser de otra manera pues, herederos tanto de la Roma imperial como de la centenaria guerra contra los musulmanes en la península ibérica, los españoles había convertido la ciudad en el locus de la civilización. Esto es,
una reminiscencia de la idea romana de que la ciudad debía servir como mediador entre Roma y la población nativa, instrumento por medio del cual la civilitas romana debía reemplazar la rusticitas de los bárbaros. Los romanos habían regularmente establecido pueblos (municipia) como medio para imponer sus leyes, instituciones, costumbres y religión sobre las recién conquistadas tierras. Los españoles querían que sus pueblos y ciudades hicieran lo mismo (Kagan, 2000, p. 26. Traducción libre del autor).
Por ello, aunque todavía pareciera un campamento militar, la función de la ciudad en términos de la idea imperial española sobre América era servir de herramienta precisamente a la consolidación de ese nuevo territorio mediante la civilización de la población nativa; sin embargo, debía garantizar igualmente que los españoles acá residenciados continuaran viviendo de acuerdo con la normas y costumbres del lugar de donde provenían, España. No de otra manera podemos entender que “la medida del éxito de la colonización española fueron sus ciudades” (Lucena Giraldo, 2006, p. 61).
La ciudad indiana es, entonces, ante todo una comunidad política, la cual para su permanencia en el tiempo construye un espacio que en sus edificios y otros elementos asegura la vida de las personas que forman esa comunidad, y en su territorio viabiliza su reproducción y continuidad frente a los demás ciudades y ante el mismo rey. Por ello, la afirmación de esta comunidad nos lleva a la idea de una sociedad que se ordena bajo una forma particular de entender que vive en “policía”. En este sentido, de una parte, esa comunidad vive así porque sus “residentes estaban organizados como república”; concepción que implica “la subordinación de los deseos e intereses individuales a los de la comunidad, una acatamiento garantizado por ordenanzas y leyes” que, por ello, significa “buen gobierno, especialmente por el orden, la concordia y prosperidad a la que supuestamente debe dar lugar el régimen”; de otra parte, el concepto de policía en la ciudad indiana debe entenderse igualmente como “tacto, refinamiento, buenas maneras”; por lo tanto, la idea de policía en la ciudad indiana “representaba una combinación de dos conceptos: uno público, vinculado a ciudadanía en una organización política, el otro conectado con el comportamiento personal y la vida privada, pero inseparable de la vida urbana”; en síntesis, “tal y como se entendía en el siglo XVI, policía, en términos generales, implicaba todos los beneficios que se allegaban con la vida urbana: ley, orden, moralidad y religión” (Kagan, 2000, pp. 27 y 28. Traducción libre del autor).
Habitar la ciudad era vivir en policía. El conglomerado humano que reconocemos como santafereño cobró forma con el paso de los años. En el principio encontramos únicamente vecinos, esto es, conquistadores, con sus indios y esclavos de servicio. Poco después, sin embargo, la comunidad se hizo diversa al ampliarse con indios yanaconas y mitayos, negros libres y esclavos, blancos pobres y los mestizos, cada vez más numerosos. Si una “política moral” es la que se desprendía de la “vida en policía”, la complejidad creciente del hecho urbano llevó al mismo tiempo al control cada vez más rígido de la población mediante instituciones de control y a la transgresión como posibilidad siempre presente no solo en los bordes de dicha comunidad sino aún en los más prestantes sectores de la misma. Por ello, cuando Santafé se consolidó como comunidad, esto es civitas, la ciudad se habitó cumpliendo las normas de policía impuestas por la Corona en todos sus reinos pero también de acuerdo con las dinámicas sociales que solo pudieron ocurrir en ella.
Esta última consideración es la que nos permite pensar que la ciudad indiana, que apenas estaba cobrando forma, lo hacía precisamente bajo circunstancias novedosas no solo respecto de los intereses imperiales sino de lo que comenzaba a suceder en estos territorios. En estas ciudades nuevas algunos comportamientos de los españoles comenzaron a distanciarse de lo que se podía esperar de ellos en la Península, pues ellos “transformaron profundamente a las comunidades indígenas, pero en ese proceso sus propias vidas resultaron drásticamente alteradas”; sin duda América posibilitó con su oro y plata, el sometimiento de los nativos y la esclavitud de los negros, otros extranjeros, que los peninsulares comenzaran a percibir la posibilidad de un “ascenso social que estuvo asociado a la toma de conciencia de que los hombres podrían inventar sus vidas como nunca lo habrían podido hacer en España”; por lo mismo,
existía la idea de que la libertad que disfrutaban los españoles en América los había liberado de algunos de los controles más evidentes de la corona y la Iglesia y de que, si se ocupan lugares de privilegio, era casi necesario hacer ostentación excesiva del poder o de otros signos de dominio, como podía ser la despreocupación porque sus relaciones ilícitas fueran de conocimiento público y la exhibición casi insultante de sus riquezas (Córdoba Ochoa, 2011, tomo 1, p. 49).
La crónica de Rodríguez Freyle está construida precisamente sobre estos excesos, que él recoge y relata seguramente con el deseo de no permitir que la “situación americana” de los habitantes de la ciudad los arrastrara más allá de lo que para la fecha podía ser aceptado como conveniente para la moral de las personas, el beneficio del rey y la gloria de Dios.
El encuentro de las culturas, choque si se quiere, dio lugar a un mestizaje que como concepto se empobrece si lo limitamos a lo estrictamente racial. La “situación americana”, por ejemplo en las viviendas, espacio por excelencia de la vida, dio lugar a que la presencia de la mujer indígena fuera importante durante los primeros años de la ciudad y a que, poco después, cuando llegaron las españolas, no desapareciera en forma alguna la coexistencia de un lugar exclusivo de blancos donde la presencia indígena estaba sujeta, y otro, tolerado por decir lo menos, en el cual los hijos mestizos nos dicen de otras posibilidades de vivencias imposibles de cobrar forma en la península y en el mundo muisca antes de los sucesos del siglo XVI. No es de extrañar, por lo mismo, que las necesarias adaptaciones hicieran posible “un modo mestizo o indiano de alimentarse, de vestirse, de amoblar las viviendas y de hablar” (p. 50). Y aún más, se hizo real la posibilidad de que algunos de los hijos mestizos pudieran ocupar cargos menores en la administración civil, formar parte del bajo clero de la urbe, convertirse en propietarios al tener acceso a la herencia de sus padres y aún llegar a ser señores por el reconocimiento que los padres hicieron de sus hijos mestizos. De esta manera, la ciudad indiana se hizo un lugar para que muchos, españoles o nativos, pudieran llegar a ser lo que era impensable en otros lugares y tiempos, pero así mismo, sitio de controles y sospechas puestos en movimiento precisamente...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Dedicatoria
  6. Agradecimientos
  7. Prólogo
  8. Preámbulo
  9. PARTE I. LA CIUDAD EN CIERNES
  10. PARTE II. LA CIUDAD PRINCIPAL
  11. PARTE III. LA CIUDAD CONSTRUIDA
  12. PARTE IV. LA CIUDAD HABITADA
  13. Epílogo
  14. Bibliografía
  15. El autor