Camaleón
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La España del extranjero

  1. 114 páginas
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La España del extranjero

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¿Cómo decirle a una persona cuya casa se está quemando que regrese a su interior? ¿Cómo pedirle a quien ve pasar hambre a su familia que no luche con todas sus fuerzas por sacarla adelante? "El problema de la inmigración es muy fácil de explicar", dice el autor de este libro y, a continuación, lo explica con la prosa honesta y clara de quien lleva en la voz la inmensa historia de cientos de miles de seres humanos. Y es que Camaleón. La España del extranjero es un libro cuya mayor virtud es despertar a sus lectores, lleno de ese "poder desfibrilador" que tanto necesita la conciencia europea, aterida hoy más que nunca por el frío de su inmovilidad.

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Información

Año
2017
ISBN
9788417236175
Categoría
Literature

1. ¿De dónde viene un camaleón?

Iñaki, zer urrun dago Kamerun
(Iñaki, qué lejos está Camerún).
Zarama[1]
Les sonará de algo si les hablo de un país en crisis, de una sociedad en paro y de una generación obligada a malvivir o a irse al extranjero para sentir que su vida avanza en algún sentido; o en todos. Tras más de una década viviendo en España me atrevo a resaltar esa particularidad española de no ver más allá de su nariz. También a mí me suena de algo esto porque sucede lo mismo en mi país: Camerún. Seguro digo una obviedad pero hay evidencias que no basta con que lo sean, hay que repetirlas, hacerlas presentes cada día, compartirlas. No hay país exento de egoísmo.
En Camerún oíamos hablar de una Europa que ayudaba a África. También en España se escucha que Europa ayuda, que Europa provee. Pero nosotros, camaleones, sólo nos dábamos cuenta de que ni con esas ayudas África mejoraba. Cuando llegué a España, en cambio, se podía encontrar trabajo. En Camerún, entonces y ahora, ojalá no siempre, más de la mitad de la población está en paro. La tasa de natalidad es altísima y los niños no suelen tener la suerte de ir al colegio, por lo que la tasa de analfabetismo también lo es, y la falta de educación infantil fomenta la delincuencia juvenil. Yo tuve la inmensa suerte de poder ir al colegio, lo que ha favorecido enormemente mi integración en las distintas capas sociales españolas.
Dicen en África: «Cuando dos elefantes se pelean es la hierba la que sufre». Y esto ha pasado en mi continente: guerras, dictaduras, conflictos, hambre… en una serie de países que han sido colonizados, después explotados y, finalmente, convertidos sus ciudadanos en mano de obra barata, tanto física como moralmente, mientras la riqueza natural se perdía.
Cómo no va a surgir miseria de una circunstancia como esta. Inmersos en una situación como la que se describe, muchas personas generan empleo de cualquier forma para poder sobrevivir; trabajos que no son legales, como comprar gasolina y revenderla más barata, organizar mafias, robar cosechas agrícolas propias del país… Hay trabajadores que apenas consiguen llevar a sus casas un sueldo de 50 euros al mes, y la segunda semana ya no tienen nada. Otro ejemplo: la policía y los militares cobran 100 euros al mes y se ven obligados a mendigar en las zonas en las que realizan controles. Con ese sueldo nadie puede vivir, y eso provoca distintos tipos de actitudes, algunas perniciosas. Algunos, como he dicho, piden; otros se aprovechan corruptamente de la situación, como sucede a menudo en todos los países, pero más en aquellos que sufren con crudeza el hambre y la necesidad.
Los camaleones notamos más las diferencias porque nos hemos ido y, cuando regresamos a nuestros países de origen, nos damos más cuenta de su tragedia. En el mismo aeropuerto, nada más llegar, recordamos que la policía de la aduana casi siempre es corrupta, aunque la responsabilidad seguramente no sea de ellos sino de quienes deciden que su sueldo será mísero cada mes. Luego, en la sala donde se recogen los equipajes, te das de bruces con la realidad: personas jóvenes buscándose la vida, que no tienen nada e intentan solucionar algo o conseguir una limosna.
Ayudados por los jefes de la aduana, muchos jóvenes buscan personas recién llegadas e intentan ayudarles a sacar sus maletas, sin ningún tipo de control. Hasta los camaleones tenemos que negociar la salida de nuestros equipajes y mercancías. Uno no sabe nunca cómo distinguir, en un aeropuerto, al turista del trabajador, mientras ve su maleta desaparecer.
Al salir, numerosas personas se agolpan y buscan viajeros para engañarlos con los precios. En cuanto se sale de Europa, en cuanto se aterriza en África, uno es consciente de lo mal que funciona el continente: por el aspecto, por su confusión.
Cuando llegamos a casa nos reunimos con la familia, compramos algo de comer y algo de beber para aquellos hermanos nuestros que, últimamente, no hayan comido bien, y siempre hay algún familiar que ha caído enfermo. Si lo visitas, encuentras médicos que, en una situación tan precaria, no pueden desarrollar su trabajo.
También existen diversos tipos de trapicheos que dificultan la sanación de un paciente. Por ejemplo, algunos doctores venden las muestras que tienen de jeringuillas o medicamentos a los enfermos. Y los que nada tienen, nada obtienen. Son abandonados porque la consulta médica está por encima de sus capacidades económicas.
Pude conocer de primera mano este tipo de casos cuando viajé a mi país en representación de la ONG que fundé en Madrid, Bazou Young Association, con la intención de donar medicinas e instrumental médico en el hospital de distrito de New-Bell. Bazou es el nombre de mi pueblo, donde nací y donde vive mi familia.
Había contactado ya con el jefe del hospital para organizar la entrega. La negociación había sido un poco complicada porque el responsable aseguraba tener muy poco tiempo. Me presentó al vicepresidente del hospital, encargado de acompañarnos. A mi padre, en tanto jefe de mi barrio, también le invité a venir. Me respondió: «Si la entrega tiene un valor de cinco millones de francos, invitaré a todos mis amigos para que sea aún más conocida».
El domingo, tras escuchar misa y atender los evangelios, emprendí la tarea. Las palabras sagradas hablaban de lo que nosotros teníamos que hacer, hablaban de que, cuando preparamos una fiesta, tenemos que invitar, precisamente, a aquellos que no pueden devolver lo que se les está dando. Se me quedó grabado en la cabeza y en el corazón. Así que el lunes invité a mis amigos más débiles, a los que peor situación económica tenían, para que me acompañaran a cumplir nuestro objetivo humanitario.
También llamé a mis amigos de la infancia que son periodistas en cadenas importantes del país. En el hotel donde estaba alojado encontré a un amigo junto a su jefe en la televisión, Charles Ndongo. Les hablé de mis intenciones, les conté que iba a entregar instrumental y ayudar a los enfermos del hospital donde habíamos nacido. Alucinaron, y se lo hicieron saber al dueño de ese canal. Así que mandaron a un equipo a cubrirlo.
Jabón, aparatos médicos y medicinas era el equipaje que, en una furgoneta, acercamos al hospital, donde nos recibió el vicedirector, en presencia de CRTV televisión y la prensa escrita más importante de Camerún. La sala se llenó de periodistas, invitados y médicos. La administración del hospital no dejaba de preguntar quién era el responsable de todo eso. Un señor corrió tras de mí para informarme de que un enfermo estaba abandonado en el suelo porque no tenía dinero, así que fui a verlo antes de comenzar la celebración y la entrega. Vi a una familia destrozada y a un hombre con una hernia discal avanzada con necesidad urgente de una operación. Pregunté quién se ocupaba de él y un médico salió a darme la mano y me explicó que ese enfermo no tenía dinero para operarse. Le dije a la familia que, tras el acto, iría a ayudarles.
Fue un momento importantísimo para mí. Pude explicar cómo, gracias a mis amigos en España, había fundado la organización Bazou Young Association. Narré cómo aquellas personas confiaron en mí y me dieron su dinero para que ayudara a los niños. Siempre que hablaba con mis amigos de Camerún, me daba cuenta de que las cosas únicamente iban a peor. Incluso mis propios amigos morían, y yo sentía una rabia inmensa que me animaba a trabajar duro, a esforzarme incluso económicamente. Por eso, les dije a todos que esperaba que el material que les estaba entregando pudiera salvar alguna vida y que soñaba con formalizar un acuerdo entre la ONG y el hospital para seguir haciéndolo.
Tomó la palabra el subdirector del hospital, que agradeció mi gesto y manifestó su sorpresa de que, a pesar de haberme ido de mi país, no me hubiera olvidado de mi gente. Algunos de los aparatos que les llevé les hacían mucha falta. Hicimos la entrega y, después, efectuamos una ronda de visitas y, en la zona de maternidad, dimos jabón a las madres para que pudieran lavar a sus hijos.
En el camino, nos encontramos una madre cuya hija de 30 años estaba postrada en la cama. No tenían dinero siquiera para la consulta del médico y, cuando vio que repartíamos jabón, nos preguntó quiénes éramos. Mis amigos me señalaron a mí, pero le expliqué que sólo gracias a otras personas había podido hacerlo. Me miró fijamente y dijo que tenía algo que explicarme. Comenzó a llorar, intentó narrar que su hija llevaba ya demasiados días en cama sin recibir asistencia médica. Le pedí que se relajara e intentara reflexionar sobre qué necesitaba exactamente. Me pidió una cantidad y saqué otra superior. Se arrodilló para recibir el dinero y me pidió que rezáramos por su hija juntos. Lo hicimos todos y, tras la oración, nos lo agradeció efusivamente. Visitamos a otros enfermos y no pude evitar entristecerme al pensar que un país tan rico como Camerún tiene a sus ciudadanos sufriendo semejantes condiciones sanitarias. Terminamos la visita firmando un certificado de la entrega de materiales y valoramos la posibilidad de contactar hospitales cameruneses con centros sanitarios europeos.
Antes, los hospitales de Camerún solían recibir donativos en forma de aparatos médicos, instrumentos quirúrgicos y medicinas pero, tras la devaluación del franco CFA[2], los médicos y los funcionarios vieron su salario reducido a la mitad e hicieron lo que no debían: vender los materiales. El sistema sanitario africano es un caos. Se construyen hospitales pero, dos años después, la cantidad de camas ha disminuido, los médicos se han corrompido y exigen un dinero extra a los pacientes antes de atenderlos. Por eso, muchos enfermos graves asisten al final de su vida sin poder hacer nada para remediarlo, ni siquiera por tener un final digno. Si su familia no tiene dinero quizá ni puedan tener un entierro.
Si bien Europa ha sido capaz de unirse y defenderse, en África no sucede lo mismo y sus países sufren la mala gestión de sus gobernantes. Pero el mayor problema, ahora, es quién quedará en Camerún y otros países africanos para sacar adelante la economía si una generación entera ha emigrado. ¿Cuál es el futuro de Camerún? Cuando era un niño, mi país tenía una estructura económica sana y mi familia estaba más o menos equilibrada. Eso ya fue una suerte, porque nadie elige ni su origen ni su estatus social. Yo estaba acostumbrado a estar metido en mi cuaderno. Mis padres nos enviaron a un colegio católico con la intención de que obtuviéramos buenos resultados académicos. Mis 14 hermanos y yo estudiamos bajo una disciplina prácticamente militar.
Dedicaba la mayor parte del tiempo a estudiar y, en el recreo, organizábamos partidos de fútbol. Mi escuela era únicamente para chicos y se llamaba María Goretti. Cuando visitábamos a nuestra hermana en su colegio teníamos que esperar fuera, a muchos metros de distancia de la verja de entrada. Aun ahora me resulta extraño no haber faltado nunca a clase, únicamente si estábamos enfermos. Cuando eso sucedía, el director del colegio venía a comprobarlo a nuestras casas. Aquel hombre tenía todo el tiempo posible para controlar a sus alumnos y, para acceder al colegio, tenías que ser seleccionado según tu nivel. Cada colegio agrupaba a 12.000 alumnos y, en cada clase, había alrededor de 70 estudiantes. Los profesores tenían la sagrada obligación de que todos los estudiantes obtuvieran buenos resultados.
El director se acercaba cada mañana a cada una de las aulas y, antes de comenzar las clases, rezábamos, y la misa era obligatoria. Era un colegio católico pero admitía alumnos de todas las religiones. El insulto entre compañeros estaba prohibido, aunque siempre había cabezotas. Al final de cada curso, se entregaban las notas en el patio, delante de todos los padres, y también un premio a los cinco primeros de cada clase y una reprimenda a los cinco últimos. Era un momento cruel. Si tus notas eran malas se te quedaba una cara de vergüenza terrible. Incluso había una canción sobre el día de la entrega de notas.
Durante el verano nos esforzábamos por no perder el nivel, y trabajábamos en la empresa de mi padre, una ferretería. Desde pequeños, estábamos acostumbrados a ayudar en el negocio. Por la mañana, clases de recuperación. Por la tarde, trabajar. Así durante mucho tiempo, hasta que cada uno comenzara a independizarse. Fue por entonces cuando el país empezó a perder nivel económico y, durante un tiempo, mi padre tuvo que cerrar la ferretería por cuestiones de impuestos.
Así que comenzamos a buscarnos la vida como fuera. Yo iba a las tiendas de mis amigos, para ayudarles a vender ropa y zapatos. En vacaciones, intentaba siempre trabajar como comentarista deportivo, pues me apasionaba. También jugaba al fútbol y llegué hasta el equipo juvenil Unión de Douala.
Yo dejé el fútbol por propia iniciativa porque contenía demasiada magia y brujería[3]. Es un mundo que conozco bien, y no me gusta. Antes de conocer ese universo no me lo creía, pero ahora sí. A lo largo del tiempo me di cuenta de la locura que suponía vivir inmerso en la competitividad, donde en mi opinión habita el diablo. Tuve que reducir mi interés en el fútbol y quizá lo suplí con mi gusto por las tertulias deportivas.
En Camerún se realizan siempre campeonatos de verano, y conocí muchos jóvenes con gran talento en aquella época. Notaba que podía hacer cierta carrera en el fútbol también yo, pero seguía prefiriendo comentar las jugadas. Ese trabajo me animaba a continuar, a mirar siempre hacia adelante. Además, el salario me permitía sobrevivir, aunque sólo fuera un trabajo de verano. El resto de meses la vida era un calvario. Cuando digo que vi morir personas porque les faltaba una pastilla no estoy mintiendo. Con la riqueza que alberga Camerún, como ya he dicho, ver morir a tanta gente entristece sobremanera.
Un país supuestamente democrático con una juventud en el infierno, una generación de profesionales cualificados que no pueden desarrollar sus capacidades y conocimientos, jóvenes que mueren y que podrían haber mejorado el país. Cuántos mueren terminando un máster o una licenciatura. Viven en la calle, donde siempre hay más vendedores que clientes.
Por todas estas razones esperaba los meses de verano con muchas ganas, no sólo porque me encantara ser comentarista deportivo, sino porque, además, me ganaba un salario. En nuestro tiempo libre, solíamos sentarnos en un parque del barrio donde siempre había una señora que preparaba desayunos, y nos pasábamos la jornada hablando de política, de economía y de deportes. De aquellos que nos reuníamos hay muchos que ahora son importantes jugadores de fútbol en equipos franceses, alemanes, italianos y españoles.
Imaginábamos cientos de maneras diferentes de inmigrar, y tener una visa nos parecía tan bueno como tener un doctorado. Los que tenían el bachillerato intentaban de hecho el camino de los estudios, y matricularse en universidades extranjeras. Obtener un visado de este tipo era, y es, muy complicado. Primero debías entregar la inscripción en la universidad. Después una fianza de cinco millones de francos, unos ocho mil euros. Algunas familias vendían sus casas para conseguir semejante cifra, porque el dinero demostraba que esa persona podía mantenerse en el extranjero. Luego había que tomar un curso del idioma del país seleccionado: alemán, español, italiano… Y tener una nota de 14 sobre 20 por lo menos.
Yo me decanté por ser el...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo
  6. 1. ¿De dónde viene un camaleón?
  7. 2. Uno, ninguno, cien mil
  8. 3. Bajo el puente
  9. 4. Europa: mudar la piel
  10. 5. Motín en el CIE
  11. 6. Hacerlo posible
  12. 7. Del no lugar al espacio propio
  13. 8. Call Malta
  14. 9. La felicidad (también) es un lugar
  15. 10. Adenda: manual burocrático para el camaleón
  16. Mecenas
  17. Contraportada