Exposición de primavera
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Exposición de primavera

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Información del libro

Un matrimonio húngaro, él ingeniero en una fábrica, ella empleada en el museo de la ciudad, presencia la revolución húngara de 1956. Él vive paralizado por el miedo a que le consideren sospechoso de participar en la sublevación, mientras ella asiste atónita al rechazo que el Partido muestra hacia la Exposición de Primavera, en la que ha intervenido, por no concordar con sus directrices. Un fresco vigoroso y lleno de humor que retrata magistralmente el ambiente de terror y degradación humana que experimentó la ciudad de Budapest bajo el dominio soviético.

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2013
ISBN
9788415689393
Categoría
Literature
GYÖRGY SPIRÓ
EXPOSICIÓN DE PRIMAVERA
TRADUCCIÓN DEL HÚNGARO DE
ESZTER ORBÁN Y ANTONIO MANUEL FUENTES
ACAN
ACANTILADO
BARCELONA 2013
No viene mal ser ingresado en un hospital los días previos al estallido de una revolución, permanecer allí hasta su sofocamiento y luego convalecer apaciblemente en casa mientras duran las represalias. De este modo, el destino lo protege a uno en los días críticos de tomar una decisión equivocada, es más, de tomar cualquier decisión; y lo protege también de que decidan algo malo, durante la revolución o tras su sofocamiento, quienes deciden sobre la vida ajena.
El héroe de nuestra historia, el ingeniero mecánico Gyula Fátray, había celebrado su cuadragésimo sexto cumpleaños el 2 de septiembre y tras un día entero de ayuno ingresó en el hospital el miércoles 17 de octubre a primera hora de la mañana. En el hospital ya no le dieron de comer, sólo de beber. Por la mañana, a mediodía y por la noche le aplicaron unas exhaustivas lavativas, y al día siguiente, el 18, fue operado por un primo segundo de su mujer, el doctor Zoltán Kállai.
Los dolores que acompañan a la primera defecación tras una operación de hemorroides se suelen comparar con los de un parto, y conviene que eso ocurra en el hospital puesto que pueden producirse complicaciones. Nuestro héroe descargó un lunes, cuatro días después de la intervención, y el profesor adjunto Kállai lo felicitó y le dijo que en un par de días podría incluso regresar a su casa.
Sin embargo, el miércoles no se produjo tal regreso a casa porque el día anterior por la tarde había comenzado el tumulto.
Evacuaron el hospital y mandaron a todo el mundo al sótano, a donde llevaron directamente a los heridos de la calle. Desde un punto de vista militar, la ubicación del hospital Rókus no es muy afortunada. Se construyó antes que las casas aledañas de cinco o seis alturas, y llega hasta la calzada de la calle Rákóczi. En varias ocasiones se planteó su derribo, pero finalmente permaneció en su sitio. A finales del siglo XVIII nadie pensaba que Pest pudiese convertirse en el escenario de una guerra, a pesar de que los arquitectos eran exactamente iguales que quienes los habían precedido y que quienes les siguieron. La reconquista de Buda no fue un rifirrafe incruento, bien podrían haberlo recordado cien años más tarde. Cincuenta años después de la inauguración del hospital estalló una revolución y una guerra de independencia. Desde lo alto del monte Gellért se podía disparar magníficamente contra todo Pest, incluido el hospital Rókus, que en aquel entonces se hallaba en el límite del centro de la ciudad. En la Segunda Guerra Mundial el edificio sufrió varios impactos de bala, fue entonces cuando en el sótano se estableció por primera vez un quirófano de emergencia. Como no se disponía de dinero para acometer una reforma completa, sólo se reconstruyó la capilla, que había sido destruida por los bombardeos. Los impactos de las balas en el largo muro que daba al Teatro Nacional eran visibles incluso once años más tarde.
Ahora, tanto desde la estación del Este como desde las posiciones de las inmediaciones de la parada final del tranvía, cerca del herrumbroso frontal del puente Erzsébet, volado durante la guerra, se disparaba apasionadamente contra aquella parte del hospital que daba a la calle. Los heridos insistían en que los húngaros disparaban contra los húngaros, algo que la mayoría de los pacientes y los médicos no quería creer.
¿Cómo que «húngaros contra húngaros»? ¿No será «rusos contra húngaros»?
¡Y eso que a tan sólo treinta metros, delante del Teatro Nacional, estaban destrozando la estatua de Stalin! ¡Bah! ¿Y cómo había llegado hasta allí desde la calle Dózsa György? ¿Volando tal vez? Sí, ¡o la habían hecho volar! Algunos llevaban al hospital pedazos de bronce, grandes y pequeños, y decían que procedían de las manos, las orejas o la nariz del ídolo.
¡Increíble!
Contra el Teatro Nacional se disparaba desde la Gran Ronda, pese a que no llegaba hasta la calzada. Disparaban también contra la sede del Pueblo Libre, cuya imprenta en el primer piso ya había sido saqueada. El paternóster había dejado de funcionar, y en la planta baja habían rajado el tabique de conglomerado que separaba las cabinas que subían de las que bajaban.
Las armas tronaban, y sobre la cabeza de los enfermos todo crujía constantemente. Pese a la orden de la dirección del hospital, los enfermeros y los pacientes más osados se habían arriesgado a ir a la planta baja o a subir al primer piso para escuchar por los auriculares de los aparatos de radio colocados en las cabeceras de las camas la emisora Kossuth, la única que se podía captar, y que inesperadamente se había ganado el nombre de Radio Libre Kossuth. Los que traían las noticias daban cuenta de las contradictorias órdenes del Gobierno y del Partido, e informaban de que, por lo demás, emitían música clásica sin parar. De vez en cuando cesaba la recepción debido a que el suministro de electricidad se cortaba: cuando esto sucedía, para realizar las intervenciones el sótano se iluminaba con velas, candelillas y lámparas de petróleo.
El martes por la tarde, Gyula Fátray estaba cenando sentado en su cama—ya era capaz de incorporarse, lo cual no era nada desdeñable—, con unos auriculares ennegrecidos por la galvanización, cuando oyó disparos procedentes de la calle Sándor Bródy, así como de los auriculares. No daba crédito a sus oídos, y cuando lo hizo, se ofendió: nadie le había dicho que tendrían que vivir otra guerra. A su alrededor la gente era presa del pánico o se alegraba. Él, por su parte, estaba desesperado. Con ayuda de los sanos, se dedicó a transportar al sótano a los enfermos más graves, así como las camas, las mesitas de noche y los taburetes. Le vino bien el esfuerzo físico, y mientras duró esa tarea no tuvo que pensar.
El profesor adjunto Kállay, sumamente ajetreado, le gritaba cada vez que pasaba junto a él:
—Gyuszi, déjalo, se te hinchará—decía, alejándose velozmente mientras su bata blanca aleteaba.
Nuestro héroe consiguió que la noche del miércoles le sobreviniese un acceso de fiebre. El jueves 25 de octubre el doctor Kállai le diagnosticó neumonía cuando pegó el oído a su espalda y su pecho.
—Gyuszi, querido, ni hablar de darte el alta. Tienes que guardar cama hasta que esto se cure completamente.
—Ya guardaré cama en casa.
—¡Pero si están disparando por toda la calle Rákóczi y por la Gran Ronda!—gritó el doctor Kállai—. Tampoco yo puedo irme a casa, a todo el que se atreve a asomar la nariz le sueltan una ráfaga.
El profesor adjunto Kállai vivía a la vuelta de la esquina, frente al cine Urania, y desde la noche del martes no había vuelto a su casa. Mantenía el contacto con su esposa por teléfono. Resulta portentoso que en una ciudad en guerra funcione el teléfono, y el caso es que en Pest funcionaba.
—Anikó está histérica—dijo el profesor Kállai con sorna—, tiene que molestarse en bajar personalmente a comprar el pan.
Todos odiaban a la egoísta, limitada y supuestamente guapa Anikó. Sin embargo, al menos ella era digna de comprensión: había contraído matrimonio con un rico cirujano que gracias a su profesión se enriquecía ilimitadamente, de modo que ella podía colgarse todas las joyas que era capaz de llevar. Lo que no resultaba tan comprensible era por qué se había casado con ella Zoltán, que ya antes de la boda le había dado a entender que después de contraer matrimonio no renunciaría a su vida de faldero. Anikó sonrió incrédula con su carita fría y soberbia, y se ofendió mortalmente cuando Zoltán cumplió lo dicho. Nunca había amado a Zoltán, pero a raíz de aquello llegó a odiarlo; con todo, no quería divorciarse, pues el bienestar le pesaba más. Zoltán también le declaró que no quería tener hijos, que ya había tenido suficiente con que su anterior mujer y sus dos hijas hubiesen sido gaseadas. Anikó no se había empeñado en tener descendencia.
El profesor adjunto Kállai pasaba dieciocho horas al día operando o asistiendo en operaciones, y el resto del tiempo discutía y votaba junto a sus colegas quién debía formar parte del comité revolucionario y quién no. Finalmente, la mitad del comité se constituyó con médicos, y la otra mitad con personal del hospital.
En el estrecho círculo familiar, el doctor Kállai había insistido ya varias veces en que odiaba el sistema, pero ahora declaraba públicamente que había que desalojar del poder a los comunistas. Había entrado en el Partido en el cuarenta y cinco, pero a lo largo de los años las reuniones le habían gustado cada vez menos, y había criticado duramente la política antiintelectual del Partido; no obstante, no se había dado de baja.
—Zoltán es un reaccionario—afirmaba Kati, la mujer de Gyula, cada vez que se reunían con él; luego, para quitarle hierro al comentario, añadía—: Ya de niño era un reaccionario.
Zoltán llamó «giro histórico» a la revolución; sin embargo, su entusiasmo se desinfló un poco tras las primeras dos sesiones del comité revolucionario. El voto de un médico valía lo mismo que el de un encargado de la limpieza. ¿Qué era eso sino otro ejemplo más de la dictadura del proletariado? ¡Que los médicos fuesen una minoría en un hospital!
Primero discutieron su nombre, si debía ser «comité revolucionario» o «comisión revolucionaria». Se pasaron con ello una hora y media, a pesar de que debían realizar urgentemente una operación; sin embargo, nadie dejó de parlotear en aquella reunión. Los que argumentaban a favor de «comisión» tildaban de renegados de las tradiciones húngaras y de las ideas de 1848, de antipatriotas y de traidores a los que se decantaban por «comité» y a aquellos que habían sido elegidos miembros de la corporación exactamente de la misma forma que ellos. A continuación, la discusión giró en torno a la cuestión de si atender a todos los heridos o tan sólo a los húngaros; aun entre éstos, si limitarse a los revolucionarios que pudiesen acreditar dicha condición, así como el modo de hacerlo: si eran suficientes dos testigos o si se debía pedir un certificado por escrito; en este caso, qué tipo de certificado y a quién habría que pedírselo. Los que más clamorosamente protestaban contra la asistencia a los heridos soviéticos también habían realizado el juramento hipocrático y hasta hacía una semana habían sido fervientes estalinistas.
—Deberíamos emigrar a Palestina—dijo Zoltán—. ¡Ordeñar vacas en un kibbutz! En el comunismo de aquí no hay nada, ¡pero allí existen comunas de verdad! No preocuparnos por nada y tra...

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