Los vecinos de enfrente
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Los vecinos de enfrente

  1. 168 páginas
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Citas

Información del libro

Adil Bey llega a Batum, ciudad del sur de la Unión Soviética, como nuevo cónsul de Turquía. Pero su trabajo en la pequeña ciudad, asfixiada por el régimen comunista, se va pareciendo cada vez más a una trampa: aislado de todo contacto con el mundo, va tomando cuerpo la sospecha de que su antecesor ha sido envenenado, y siente que sus vecinos de en­frente le vigilan día y noche. Cautivo de una obsesiva soledad, se siente atraído por Sonia, su secretaria, con la que inicia una relación de terribles consecuencias.

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2013
ISBN
9788415689355
Categoría
Literatura

1

—¿Cómo es eso? ¡Si hay pan blanco!
Los dos persas, el cónsul y su mujer, entraron en el salón, y fue ella la que se extasió ante la mesa cubierta de emparedados artísticamente dispuestos.
Apenas hacía un minuto que alguien había dicho a Adil Bey:
—En Batum sólo hay tres consulados: el de ustedes, el de Persia y el nuestro. Pero los persas no son de recibo.
Quien hizo este comentario fue la señora Pendelli, la mujer del cónsul de Italia, y éste, retrepado en un sillón, fumaba un delgado cigarrillo con boquilla de color rosa. Las dos mujeres se reunieron sonriendo en medio del salón en el preciso instante en que unos sonidos, que hasta entonces no habían sido más que un vago rumor en la soleada ciudad, fueron en aumento, y de repente, en la esquina de la calle, se oyó una música de charanga.
Entonces todo el mundo salió a la terraza para contemplar el cortejo.
El único nuevo era Adil Bey, tan nuevo que había llegado a Batum aquella misma mañana. En el consulado de Turquía le esperaba un funcionario que había venido de Tiflis para aquella interinidad.
Este funcionario, que partiría aquella misma tarde, había llevado a Adil Bey a casa de los italianos, con objeto de presentarle a sus dos colegas.
La música se oía cada vez mejor. Podían verse los instrumentos metálicos avanzando bajo el sol. Lo que tocaban quizá no fuese alegre, pero sí rápido, y lo hacía vibrar todo a su paso: el aire, las casas, la ciudad.
Adil Bey observó que el cónsul de Persia había ido a reunirse con el funcionario de Tiflis cerca de la chimenea, y que los dos conversaban en voz baja.
Luego dirigió su atención hacia el cortejo, porque detrás de la charanga se distinguía un ataúd pintado de color rojo vivo, llevado a hombros por seis individuos.
—¿Es un entierro?—preguntó tontamente, volviéndose hacia la señora Pendelli.
Y ésta frunció los labios para no reírse al verle tan pasmado.
Era un entierro, el primer entierro que Adil Bey veía en la URSS. Los músicos de la charanga vestían como si fueran de un club gimnástico, de blanco, con zapatillas en los pies y una gran escarapela roja a la altura del corazón. El ataúd era de madera mal cepillada y mal pintada, pero de un rojo cegador. En cuanto a la gente que andaba tras él, lo seguían como a una banda de música. Unos iban en mangas de camisa, otros con camiseta de cuello alto, había mujeres con vestidos de algodón blanco, sin medias, solamente dos hombres llevaban chaqueta y corbata, sin duda jefes, se veían muchas cabezas rapadas, y en la última fila un joven montado en una preciosa bicicleta nueva, que hacía zigzags para no perder el equilibrio, y que de vez en cuando se apoyaba con la mano en el hombro de una muchacha.
En el momento de pasar ante el consulado todos levantaron la cabeza y miraron a los extranjeros de la terraza.
—¿Qué piensan?—murmuró Adil Bey.
La persa, que le había oído, replicó cínicamente:
—¡Que comeremos pan blanco!
Se reía. Los hombres que desfilaban por la calle la veían reír. Su rostro no cambiaba de expresión. Pasaban. Iban tras la banda y el ataúd rojo. Nadie hubiera sabido decir si estaban alegres o tristes, y Adil Bey, sintiéndose incómodo, retrocedió hacia el salón.
—¿Ha visitado ya la ciudad?—dijo la persa, que le había seguido.
—Todavía no he visto nada.
—¡Es un rincón del mundo!
Le miraba fijamente con aquellas pupilas negras que eran lo más desvergonzado que el turco había visto en toda su vida. Nunca nadie le había examinado de aquella manera, como un objeto que aún no se está seguro de querer comprar. Y lo peor era que las impresiones de ella podían leerse en su rostro. Se adivinaba perfectamente que estaba pensando: «No está ni bien ni mal, quizá un poco bobalicón».
Finalmente, dijo en voz alta:
—Como ya sabe, estamos condenados a vivir juntos durante meses, tal vez años. En total somos seis, incluyendo a John, de la Standard, pero siempre está borracho. A propósito, querida, ¿no vendrá John?
Todo el mundo volvía a entrar mientras la cola del cortejo desaparecía al fondo de la calle. El aire aún vibraba. Hacía bochorno.
—¿Se va usted?—se extrañó la señora Pendelli.
Porque el funcionario de Tiflis se estaba despidiendo.
—Mi tren sale dentro de una hora.
—¿Y usted también?—siguió la italiana dirigiéndose al cónsul de Persia.
—Discúlpenme un instante, vuelvo enseguida. Tengo que comentar algo con él.
Verdaderamente, Adil Bey era demasiado nuevo para poder intervenir en la actividad que le rodeaba. Volvió a encontrarse, con una taza de té en la mano, sentado en un sillón entre la italiana y la persa, mientras que, frente a él, Pendelli resoplaba quedamente, pues estaba muy gordo y el calor le agobiaba.
El salón era espacioso, con tapices, cuadros en las paredes, muebles igual que en todos los salones. En la bandeja había emparedados, pastelillos y una botella de vodka. El ventanal se abría a la terraza inundada de sol, y de allí venían vaharadas ardientes con un olor peculiar, un ambiente de calle desierta.
La taza de la señora Pendelli tintineó al chocar con el plato, y Pendelli murmuró con un suspiro:
—¿Habla usted ruso?
Parecía no dirigirse a nadie, porque miraba los emparedados, pero Adil Bey respondió:
—Ni una palabra.
—Mejor que sea así.
—¿Por qué es mejor?
—Porque prefieren a los cónsules que no entienden ruso. Todo eso salen ganando.
Pendelli hablaba condescendientemente, como alguien que se juzga a sí mismo muy bueno por tomarse tantas molestias. La persa continuaba su examen de Adil Bey. La señora Pendelli lucía una vaga sonrisa de dueña de la casa.
—Naturalmente, la harina la traen los barcos, ¿no?
A Adil Bey le pareció que la música volvía a acercarse de nuevo, pero esta vez por la parte trasera de la casa. La persa siguió en el mismo tono con que hubiese podido decir una picardía:
—¡Todo el mundo no puede ser cónsul de Italia y ver llegar un carguero por semana! Aparte de que es una distracción cenar a bordo, recibir a los oficiales…
—También acaba por cansar—dijo la señora Pendelli sirviendo té a Adil Bey.
Entonces éste cometió la torpeza de preguntar:
—¿No vienen nunca barcos turcos?
Pendelli se agitó en su sillón. Se agitó sin ningún propósito, de una forma imperceptible, pero todos comprendieron que iba a decir algo.
—¿Existen barcos turcos?
No reía. Tenía los labios entreabiertos, los párpados semicerrados.
Adil Bey aún no sabía lo que iba a suceder, pero tenía ya los ojos brillantes y las mejillas ardiendo.
—¿Qué quiere decir?
La señora Pendelli dejó caer dos terrones de azúcar en la taza. Pendelli adoptó un aire bonachón.
—No se enfade. Pero la idea de un barco pilotado por un turco…
—Somos unos salvajes. ¿No es eso?
De pronto la situación se había vuelto tensa. Adil Bey estaba de pie. Ya no veía los objetos ni los rostros con la misma claridad.
—¡Claro que no! Siéntese. Hace casi diez años que ya no cortan ustedes cabezas…
La señora Pendelli sonreía con condescendencia.
—Su té, Adil Bey.
—Muchas gracias.
—Mi marido bromea, se lo aseguro.
—Es posible, pero yo no. Somos una república joven, lo sé. Sin duda todavía conservamos ciertas ineptitudes, pero…
—¡Pero quieren que les traten como la nación más grande del mundo!
Ya nadie hubiera podido decir cómo había empezado todo aquello. El cónsul de Persia había vuelto a entrar silenciosamente.
—Acérquese, Amar. Nuestro nuevo amigo no entiende las bromas, y se pone tan divertido cuando se enfada… Dígame, Adil Bey, ¿sabe jugar al bridge?
—No—y añadió duramente—: ¡Es un juego demasiado refinado para un turco!
La señora Pendelli trató de calmarle.
—Le juro que mi marido…
—Su marido cree que Italia es lo único que existe en el mundo. Aún se imagina a Turquía con harenes, eunucos, cimitarras y feces rojos.
—¿Qué edad tiene usted?—preguntó la persa sonriendo.
A lo cual él respondió, sin renunciar a la mordacidad:
—Treinta y dos años. Me batí por mi país en los Dardanelos, y luego por la República en Asia Menor. Nunca permitiré que en mi presencia…
—¿Dónde nació?—preguntó Pendelli, que acababa de encender un nuevo cigarrillo.
—En Salónica.
—Eso ya no es Turquía. Al parecer los griegos la han convertido en una ciudad muy hermosa…
Adil Bey estaba furioso. Se olvidó de dónde estaba la puerta y se dirigió directo hacia un armario empotrado. La señora Amar no pudo contener la risa, y él la miró con tanta indignación que la dama tuvo que secarse los ojos con el pañuelo.
Hasta llegar a la calle, Adil Bey caminó inconsciente. Apenas advirtió que le seguía la señora Pendelli, y que, mientras andaban por el pasillo, le puso una mano sobre el hombro diciéndole con un mohín:
—No hay que tomarse en serio todo lo que dice mi marido. Le gustan las bromas pesadas.
Recogió su sombrero y se sumergió en el sol. Las calles ardían como un horno. Durante más de un cuarto de hora anduvo sin rumbo fijo, sin ver nada, rumiando su rencor. Luego trató de reconstruir las fases sucesivas de la discusión.
Era imposible. En cambio, podía evocar imágenes, sobre todo la de Pendelli, macizo, adiposo, repantingado en su sillón y fumando aquellos ridículos cigarrillos de señora. ¿No rezumaba orgullo por todos los poros? Tenía una hermosa casa con terraza, un salón y hasta un piano de cola en el que debía de tocar su mujer. Servía emparedados refinados, como en Europa. Tenía pan blanco.
—Y cree que los persas no son de recibo—dijo Adil Bey a media voz.
En el fondo, él también lo creía. No le gustaban los persas. La señora Amar le había irritado con su forma insolente de examinarle de pies a cabeza. En cuanto al cónsul, no había dicho nada. Era delgado, anodino, con un bigotito castaño, vestía un traje de no muy buenas hechuras y llevaba zapatos de charol. «¡Me han recibido así a propósito!».
Era el día de descanso que en Rusia sucede a cinco jornadas de trabajo. A medida que se acercaba al puerto, Adil Bey iba viendo más gente que andaba por las calles, y, poco a poco, a pesar de su ira, empezó a mirar a su alrededor.
Pero eran sobre todo los demás los que le miraban a él. A su paso, todo el mundo volvía la cabeza y le seguía largamente con la mirada. ¿Qué tenía de extraordinario?
El cielo se hacía cada vez más rojo; las sombras, más azules. Al menos debían de ser las ocho. La muchedumbre iba en la misma dirección, y Adil Bey, que la seguía, desembocó en el puerto. La ciudad entera se había desparramado por el muelle, y una impresión de vida tumultuosa sucedía a la sensación de vacío que percibía en las calles. También sonaba música en algún lugar. Acababa de llegar un barco de Odessa. Cientos de personas desembarcaban, y otros cientos las miraban pasar.
El cielo y el mar eran de color ...

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