Hipnosis
Uno
A veces no soy yo, sino que soy Gargano. Ése, más que otro, es mi verdadero yo: el de las sombras, el del agua. Azul, frágil e impotente. No me preguntéis quién soy porque eso me asusta. Preguntadme algo distinto. Os puedo hablar de mis recuerdos: sobre cómo el mundo, de materia sólida, se ha volatilizado poco a poco, de cómo la memoria se ha convertido en el último bastión de lo que soy, evaporándose casi por completo, como si fuera una columna de vapor. Cuando salto al pasado, soy plenamente consciente de lo que estoy haciendo. Deseo serlo todo, como la mayoría de la gente en la Tierra. Ahora me siento mejor, contemplando la línea continua, blanca, sobre el asfalto amoratado. Me tranquiliza. La oscuridad se derrumba indolora. No miro hacia atrás. La oscuridad está detrás de mí, pero la siento como si no estuviera allí; como si no devorara la carretera, los edificios y los árboles. Anda detrás de mí, pero no se atreve a acercarse porque sabe que entonces tendré que utilizar mi escudo de papel con palabras luminosas y todo podría irse al infierno. Y nadie quiere que eso ocurra: ni Gargano, ni la oscuridad, ni ese otro, me refiero a mí, el astronauta, el aventurero y explorador de los ríos y los mares.
Mis recuerdos son feos y sucios. Me asquea tener que hablar sobre Yugoslavia y el comienzo de la guerra. Niños pobres en vestuarios en los que olía a orín antes de que comenzara la clase de gimnasia. Al ver el edificio del colegio, un sudor frío recorría mi cuerpo bajo el jersey que apretaba tanto que me daba claustrofobia, ¿cómo podría olvidarlo? Nos escaqueábamos de los excesos de la disciplina militar, en las letrinas de la escuela, donde la concentración de amoniaco cortaba la respiración. Los profesores eran estrictos y estirados, y los pasillos relucían como el cañón de un fusil. La pizarra negra tenía rayas grises, por donde previamente alguien había pasado una esponja empapada en agua de tiza. Las colillas de cigarrillo y los condones flotaban en los retretes: la única forma de rebelión contra un sistema costroso. Teníamos que llevar unas batas azules que eran todas idénticas. El aire en los pasillos olía a bocadillo barato de salami, los denominados parizer. Por su arquitectura, el colegio podía mutar en barracón militar en tiempos de guerra; desde sus numerosas ventanas pequeñas podíamos, con nuestras caras desafiantes y tiznadas, nosotros, pequeños soldados con tirachinas y armas de madera, disparar piedras con las que oponer resistencia al pérfido enemigo, más numeroso, y cantar melodías partisanas durante las treguas, entre batalla y batalla.
Los maderos podridos de las viviendas, datados de tiempos austrohúngaros, apestaban a heces rancias y a las enfermedades que sufrían sus inquilinos, el lumpenproletariado de mi ciudad, Bosanska Krupa. Un cuello de botella de medio litro, asomaba desde el interior de una vagina madura como el bosque de Striborova, cuando la camarera mostraba a los clientes lo que su órgano sexual podía llegar a hacer. Se tumbaba sobre la mesa con sus muslos, blancos como la nieve, muy abiertos, y la cola de caballo de su pelo, color negro satinado, colgada hacia abajo por la parte posterior de su cabeza. Una vena del grosor de un dedo se hinchaba en su cuello. La luz en lo alto del techo parpadeaba y los que veían menos se acercaban para convencerse de la voracidad de esa vagina. Cuando terminaba la actuación, cogía el dinero y se ponía unas bragas blancas y grandes, una falda corta, y servía coñac a los espectadores sedientos. Si los mirones, hasta arriba de coñac infame y de nicotina, leyeran libros en latín, sabrían que habían tenido la suerte de asistir al speculum mundi, el espejo del mundo.
Las memorias son tan feas que se anulan a sí mismas. Todo lo que recuerdo hace que no quiera rebobinar más la historia. Veo mierda de caballo humeante en el asfalto de la calle Titova. Escucho el ruido de los cascos: ese ciclo depresivo e implacable que me desalienta. Días de lluvia, que cae al ritmo de los golpes de herradura. Sé que puedo superar esa sensación de náuseas y sé que podría describirlo todo con colores más hermosos, pero siento que traicionaría mi deseo de mirar hacia el pasado sin compromiso.
Emerge de entre mis recuerdos un ataúd con una ventana de cristal. A través de ella me mira el profesor de arte con cara de mal humor y sus gafas de montura negra. Es como si esa montura negra, décadas antes de que lo mataran, diera forma a un rostro con certificado de defunción. Recuerdo los interminables funerales partisanos, las trompetas y los trombones de latón. En la orquesta tocaban notas lastimeras y las gotas de sudor recorrían mi columna vertebral mientras miraba aquellas marchas, a las nueve y media de la mañana, el domingo, en el segundo canal de la televisión estatal. Veo el cuerpo de mi tía abuela envuelto en blanco, dentro de un ataúd que desciende la pendiente de la colina de Hum, desde donde se puede observar el río y sus islas verdes. Era la mentira en la que vivíamos, y que sería puesta en evidencia por los miles de proyectiles lanzados durante cuatro años de guerra. Mi malestar podría tomar un cariz religioso, pero no deseo ceder al odio, sería demasiado barato y fácil.
El sol está demasiado caliente. En la sombra uno se siente helado y húmedo. Huele a orina, heces, crema de zapatos. Estos son los primeros recuerdos que me llegan de esa vida pasada. No creo que nunca vaya a ser capaz de deshacerme del asco que me producen todos los lugares comunes sobre los que descansaba el Estado yugoslavo. Estoy harto incluso de mencionar estas palabras. Afortunadamente, todavía existen el estilo indirecto y palabras con significados ocultos. Y también existe el río Una.
Dos
Los grandes eruditos del periodismo, esos expertos que lo saben todo, dicen: se trató de un caso de fuerza mayor, un movimiento tectónico de la historia, un agujero blanco en la nebulosa de Asterión y una fluctuación subespacial dentro de la materia oscura, el colapso de la última utopía del siglo xx, y un largo, un larguísimo etcétera. El muro de Berlín se derrumbó sobre nosotros, y sólo era una cuestión de justicia que la sangre fuera derramada en alguna otra parte. Sólo que yo no era una mísera moneda en un ajuste de cuentas entre fuerzas cósmicas. Yo era un hombre real, con la personalidad formada y con una misión: sobrevivir. ¿Por qué debería creer a aquellos que nunca han sentido el olor de la pólvora en su piel, ése que no se puede lavar con ningún detergente, cuando son ellos los que ya no me creen? Cogí el destino en mis manos y no esperé a que alguien llamara a mi puerta y me sacara de la cama somnoliento, directo a una zanja húmeda para ser fusilado. La pasividad siempre se pagó con la propia cabellera, y yo quería seguir viviendo. Entonces me acordé de mi casera en el barrio de Sveta Klara, en los suburbios de Zagreb. En 1990 Katica Cvetko, majestuosa anciana de Zagorje, nos dijo a mi compañero y a mí: «A vosotros, serbios de Bosnia, os van a matar». ¿Qué podíamos saber nosotros, que no éramos serbios, sólo infelices enamorados del cine y de la literatura?
Los analistas post scriptum tienen problemas para entender la lucha por la supervivencia. Les gusta molestar con metáforas ilegibles y explicar mi destino a través de fenómenos globales y episodios de importancia crucial: falsos acontecimientos que nunca podrían explicar el cataclismo. El chorro de sangre y la crueldad, el ruido chirriante de los tanques oruga T-55 que hiela la sangre incluso a dos kilómetros de distancia. No tengo la intención de enumeraros las tremendas imágenes de terror de las que fui testigo, requeriría de un libro del doble del tamaño de este, y el efecto seguiría siendo el mismo: el que no entienda que permanezca en la feliz oscuridad de la ignorancia.
Mi biografía es una sucesión de coincidencias. Muchas las he decidido yo mismo, otras me eligieron a mí. Con todo, si pudiera llegar a explicarme, cavaría una tumba, y vivo y sano me tumbaría dentro de ella, porque no tendría sentido seguir viviendo. Mi biografía es carne y es sangre, no un entertainment. Aquí estoy, en algún lugar, en el medio de todo esto. Soy uno, pero hay miles como nosotros —entre ellos: los descuartizados y los inquebrantables—.
Os tengo que contar esto: he matado a un hombre. No sólo a uno, sino a más de uno. Cuando disparas, no hay preocupación que valga. Por supuesto, no todas las balas aciertan, pero algunas sí alcanzan su objetivo. Cuando disparas, eres ligero como una pluma, y es tal el placer que sientes, que podrías separarte del suelo y levitar; pero te mantienes a cubierto, con el peso de tu vientre apoyado sobre la tierra excavada, la hierba aplastada y las hojas mojadas porque así te lo dice el instinto. Cuando disparo, me siento como un Jesús Anticristo. Muestro todo lo contrario a la compasión. La mala conciencia no existe. Nadie va a susurrarte al oído que el enemigo también es humano. Las cosas son diferentes en el campo de batalla: el enemigo es el enemigo; no puede ser una persona normal y corriente. El enemigo debe ser un himenóptero viscoso con cuernos y pezuñas de cerdo. Dispara y no te rayes con basura con la que se entretienen los cobardes y los filósofos. Maté a varios enemigos en el combate cuerpo a cuerpo, y, por eso, ahora, mis paisanos me esquivan. Cuando camino por la calle cruzan al otro lado. Soy capaz de oler su miedo. Apesta a repulsión, a Hegel y a Kant, al sentido universal de la vida y a la llamada bondad humana, que merecen mi absoluta indiferencia.
He matado a tres hombres y también a un autonomista de la República de Bosnia occidental. Matar es como una droga que te saca de tus casillas, y luego, de repente, te hace despegar como un cohete y piensas que estás en el techo del mundo. El cuerpo viviente lo he convertido en sombra. En las sombras de las polillas, es decir en nada. Soy un poeta y un guerrero y, en secreto, también un monje de alma sufí. Un hombre santo, según Baudelaire. Maté en campos de batalla que nadie conoce ni importan, en todas las condiciones meteorológicas: cuando la nieve húmeda está cayendo la sangre es roja como en la película Doctor Zhivago, y, con una gota de sangre y un poco de nieve, puedes dibujar una margarita con tu dedo.
A veces me pregunto ¿por qué? ¿Por qué matar? Ahora sé la respuesta y no me puede importar menos. No tengo remordimientos por aquellos hombres que ahora imagino como retratos fantasmales en fotografías donde la cabeza ha sido cortada con tijeras. Pronto, desde mis recuerdos pasarán a la oscuridad. En ningún campo de batalla he visto al Papa Wojtyla, aunque los líquenes de los árboles parecieran del mismo color que las manchas de la parte dorsal de sus manos. En la guerra todo es simple y claro. Excepto cuando la sangre se mete debajo de las uñas: es difícil de limpiar, se seca y no puedes quitártela durante días.
He matado porque quería sobrevivir al caos. No sabía cómo hacerlo de otra manera, y mi orgullo me impedía pasarme los días de guerra en las unidades de retaguardia. Hay quienes hicieron esto de otra manera: los que rezaron a Dios para ser disparados, para morir, porque estaban llenos de vida y fuerza y eso era lo que les oprimía: el miedo a poder sobrevivir con demasiada energía en su interior. No sabían qué hacer con ella. Eso era lo que les hacía arremeter con los ojos abiertos y el corazón puro; sin miedo allá donde fueran. Tenían que atacar porque esa era la vida que guardaban dentro, asombrosa, más grande que la muerte. Yo estaba tranquilo, sabía lo que estaba haciendo. Nunca he bebido ni he estado drogado en la línea del frente, siempre estaba concentrado; por eso puedo contároslo ahora. Como sabéis, las bocas muertas no hablan. No soy insensible, si es eso lo que creéis. Sólo soy honesto. Algo así como un nazi. Me gusta escuchar a Bach tocado por una motosierra Stihl; aunque una Black & Decker tampoco estaría mal.
Tres
Los bosques eran de color turquesa y los árboles se mecían suavemente de un lado a otro como los tentáculos de una anémona de mar. Esa era la escena vista desde la distancia, en el borde del horizonte, tal como la observaba a través de las ventanas de cristal empañado, a través del filtro del arcoíris y a través de mi imaginación. De hecho, los árboles estaban desnudos, de un gris ceniciento, salpicado de líquenes y alguna que otra bola de muérdago, cuyo color verde no tenía nada que ver con la escasez general de clorofila en la naturaleza y en las almas humanas. Los colores eran agentes infiltrados del mundo occidental; olfateando el lujo y el bienestar y, como tal, expulsados de nuestras vidas. Tras el cristal de la ventana yo era el maestro de la realidad íntima. En el exterior, en las calles, se ventilaban otras historias. Bajo el balcón había una ciudad que todavía no podía sentir como mía —era demasiado joven para ese tipo de amor—, una ciudad suave como un vómito caliente al sol. Para mí, Yugoslavia era como una esfera distante del Atlas de los Cuerpos Celestes. Después me volvería un entusiasta, con independencia del esfuerzo sobrenatural que se hizo para qu...