El candidato y la furia
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El candidato y la furia

Crónica de la victoria de Donald Trump

  1. 128 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El candidato y la furia

Crónica de la victoria de Donald Trump

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Una crónica vibrante de la victoria de Donald Trump. Un retrato del hombre que emergió de la televisión y el oropel para ganar —contra pronóstico— la presidencia de Estados Unidos, y una inmersión en la América herida que le dio su confianza. Desde Nueva York a los Montes Apalaches, con humor y empatía, perspicacia y un agudo instinto periodístico y literario, Argemino Barro nos asoma a los resortes de la demagogia y del alma humana en una de las campañas electorales más salvajes de la historia reciente.

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Información

Año
2017
ISBN
9788494666797
EL CHAMÁN
1
Hay que empezar por la descripción física. Mucha gente aconseja lo contrario: «No mencionéis su cabello o su piel naranja», dicen. «No lo banalicéis». Pero es que su casco refulgente y su cutis, que parece cubierto de arcilla, lo sitúan en otra dimensión. Como la voz del Padrino o la calva de Lex Luthor, son un ancla sensorial, una brecha en el paisaje.
Ahora mismo, el candidato, que acaba de entrar en la sala como un emperador, es una antena parabólica humana que recibe las emociones de todo el país. El odio, la frustración, la esperanza; las recibe y las devuelve en salvas de comentarios incendiarios, generando una espiral. La gente le odia más, y él odia de vuelta, o le ama, y él ama de vuelta, y esta dínamo crea energía de manera exponencial. Él lo sabe y maneja los ritmos. Cuando la atención del mundo se le escapa, da otro golpe y la recupera. Cuando la cuerda está a punto de romperse, relaja el tono y el mundo baja la guardia. No es como ver a un político. Los políticos se mueven en registros muy bien definidos. Hay cosas que un político, sea del partido que sea, no diría jamás. Pero este hombre sí. Este hombre no masajea la atención del votante, sino que la agarra, la golpea y le da la vuelta, y ya nada es lo mismo. Se establece un vínculo, una fuerte curiosidad, e incluso quienes lo odian o lo desprecian corren a la televisión cuando oyen su nombre.
Esta descarga diaria de frustración y de energía lo alimenta, o esa es la impresión. Al cutis se une la corbata, roja y ancha, pasional, casi chavista, como si una voluntad fogosa le quemase el pecho, y su pelo es un disparo de bengala. Dado que todos los elementos han sido realzados, el conjunto es una bombilla humana que se enciende y absorbe el oxígeno de la sala. Otros hablan de él como si fuera un zepelín en llamas, una bola de fuego destinada a estrellarse, pero que en realidad sigue subiendo. Medio país le lanza flechas, pero el zepelín sube y sube, y ya casi domina el cielo.
2
La historia del aspirante empieza en el pueblo de Kallstadt, en el Palatinado alemán, una región dedicada al vino desde la época del Imperio romano. A los habitantes de esta localidad, hoy 1200, se les llama Brulljesmacher, que en dialecto comarcal significa «fanfarrón». A pesar de su tamaño, Kallstadt es una potencia vinícola y turística, un vecindario denso, amante de los clubes sociales, del chisme y del estómago de cerdo relleno. Una villa idílica en la que nacieron dos de las sagas empresariales más importantes de Estados Unidos: la dinastía Heinz y la dinastía que fundaría un joven llamado Friedrich Trump.
Estamos en 1883 y Friedrich, al que llaman Fritz, vive con sus hermanos y su madre viuda en una casita blanca de tejado puntiagudo. Su padre, muerto a los cuarenta y ocho años de enfisema pulmonar, ha dejado una situación económica ruinosa, lastrada por las deudas médicas. Fritz no es lo suficientemente robusto para vendimiar y su familia lo envía a aprender peluquería a un pueblo vecino. Está allí dos años; cuando acaba, a los dieciséis, decide que merece algo más y una noche parte de incógnito a esa tierra de rumores y oportunidades, Estados Unidos, donde vive su hermana.
El mismo día que llega a Nueva York, Friedrich encuentra empleo en una barbería alemana. Trabaja seis años y con el dinero ahorrado se marcha a participar en la «fiebre del oro» de la Costa Oeste, que en ese momento se extiende hacia Canadá y Alaska. Los exploradores siguen río arriba el Yukon y arrastran víveres para resistir un año de condiciones imposibles, en la taiga, sobre el permafrost, a decenas de grados bajo cero. El núcleo regional de transporte y búsqueda de empleo es Seattle, y allí se coloca Friedrich. El alemán compra un restaurante en el «barrio rojo», donde proporciona comida, bebida y prostitutas a los mineros. Friedrich se cambia el nombre por Frederick, consigue la ciudadanía americana y monta sucesivos negocios en la región. Los mineros rentabilizan el oro, él rentabiliza a los mineros, y poco a poco, a través del frío, el trabajo duro, el soborno, y un cuidadoso vadeo de las leyes, Frederick Trump se hace rico. En 1905, el emigrante vuelve a Kallstadt para casarse, pero al cabo de un tiempo las autoridades alemanas le acusan de haber abandonado su país para esquivar el servicio militar, y Frederick retorna definitivamente a Estados Unidos. Es en Queens, en Nueva York, donde compra bienes inmobiliarios y echa las raíces del clan. En 1918, a los cuarenta y nueve años, Frederick muere víctima de la «gripe española».
El patriarca de los Trump deja casi medio millón de dólares de herencia, en estándares contemporáneos. Su viuda y su hijo mayor, Fred Trump, crean una empresa inmobiliaria, E. Trump & Son, que en 1923 construye y vende la primera de muchas casas. La compañía produce chalés, supermercados durante la Gran Depresión y viviendas para los oficiales de Marina durante la Segunda Guerra Mundial. Después, el boom. Fred Trump llega a construir unos 27 000 pisos para la creciente población de Queens, Brooklyn y Staten Island.
Fred, de ojos helados bajo dos matorrales y un bigote salvaje, es un hombre tenaz, tacaño y astuto; un adicto al trabajo. Se presenta como defensor de la clase media y extiende el bulo de que proviene de una familia sueca, quizás para evitar acritudes, en época de guerra, con la creciente comunidad judía. Fred trabaja siete días a la semana y los sábados y domingos se lleva a sus hijos a la oficina, o a recorrer las zonas de construcción, a revisar el ensamblaje de las ventanas, a recoger los tornillos del suelo para que no se desperdicien. Espera que aprendan «por ósmosis», viéndole trabajar, y les inculca la visión de un mundo que se divide en dos categorías de personas: killers (gente que gana brutalmente) y perdedores. Igual que su padre, Fred pelea milímetro a milímetro y no duda en forzar la ley. En 1954 el Senado lo investiga por soborno y por inflar los gastos de construcción para obtener mayores préstamos públicos y embolsarse la diferencia.
Fred tiene cinco hijos. La tradición dice que el mayor, Freddy, le sucederá algún día al frente de la empresa familiar. Freddy es un joven guapo y vivaracho, de buen corazón, que fuma y bebe y gusta de imitar a actores famosos. Conduce un Corvette y pilota una lancha. Tiene amigos judíos y novias italianas, y los invita a beber cerveza en las dependencias de la empresa de su padre. Este, el patriarca ceñudo, se impacienta. Le abronca por comprar ventanas nuevas en lugar de reparar las viejas, y deposita en él toda la presión del sueño dinástico. Freddy abandona y cambia de profesión; se hace piloto comercial.
Su marcha abre la puerta al segundo hijo, Donald, ocho años más joven. De pelo rubio flotante, boca redonda y cejas expansivas como su carácter, Donald es el diablo de Jamaica Estates, en Queens. Un niño rico deslenguado con chófer, Cadillac y televisión en color. En su colegio lo castigan tantas veces que la palabra castigo es reemplazada por sus iniciales, dt. Con doce años se escapa en secreto a Manhattan para hacer travesuras; cuando se entera, su padre lo interna en una escuela militar. El adolescente «Donny» acaba siendo disciplinado: saca buenas notas, lidera un grupo de cadetes y destaca en fútbol americano, pero no deja de imponer su voluntad en los dormitorios. Donald es el jefe y quien proteste es golpeado o llevado al borde del abismo de una ventana. El joven estudia Economía y Sector Inmobiliario en la Wharton School de la Universidad de Pensilvania y se libra, varias veces, con certificados médicos, del servicio militar que le habría enviado a Vietnam. Al graduarse, canaliza su energía hacia el negocio familiar y toma las riendas en 1971.
Donald es una combinación letal de sus padres; tiene la ambición devoradora de Fred, la obsesión por el detalle y la inclinación a bordear la ley para progresar en un mundo que ve como una jungla. Su madre, Mary Anne MacLeod Trump, inmigrante escocesa de familia de pescadores, le pasa el carácter sociable, el instinto dramático y las ganas de llamar la atención. Donald se convierte en el favorito del padre. Su estrella asciende mientras la de su hermano mayor decae. Freddy Trump acaba muriendo de alcoholismo en 1981, con cuarenta y tres años. Su muerte confirma a Donald como heredero principal y como abstemio: jamás fumará, ni beberá, ni tomará café.
Su padre ha conquistado los barrios humildes de Nueva York y a Donald Trump le obsesiona Manhattan. En 1978 renueva el Hotel Hyatt, junto a la estación de Grand Central. La idea, que reproduce con los años, es comprar pedazos de las barriadas interiores de la ciudad, inseguras y pobres, y convertirlas en zonas lujosas. A los treinta y dos años Donald Trump acuerda construirse un monolito en plena Quinta Avenida. Igual que su abuelo y su padre, Donald tuerce las leyes: utiliza doscientos obreros polacos indocumentados que trabajan día y noche, cobran cinco dólares la hora, no usan casco de seguridad y duermen en las obras. El resultado es un bicho babilónico de sesenta y ocho plantas levantado sobre los restos de la tienda de lujo Bonwit Teller. La Torre Trump encarna la inmensa ambición de su creador: acaba en forma de sierra, como si quisiera escarbar un hueco en el cielo; tiene reflejos dorados, un vestíbulo enorme de mármol rosa, cascadas y jardines derramados. Los productos que el magnate desarrollará con los años, desde libros a jerséis, vino o pelotas de golf, se exponen hoy a la entrada, y el apartamento más grandioso es el suyo: un tríplex decorado como el Palacio de Versalles, con puertas dobles de oro y diamantes, columnas de mármol, estatuas, vasos griegos, retratos familiares y Apolo cruzando el cielo en su carro guiado por Aurora.
Donald Trump está en sintonía con la época. Las economías de Europa y Japón, reconstruidas tras la guerra, se han consolidado, y aumenta la competencia de su tecnología y sus manufacturas. También estalla la crisis del petróleo, suben los precios, y Estados Unidos nota los primeros desafíos de la globalización. Ya no puede mantener el confort económico de los años cincuenta y sesenta, y el sistema se reequilibra. La retracción del Gobierno deja margen al empresario con olfato para la oportunidad y el coste, que empuja, descarta, potencia, y corte a corte, acuerdo a acuerdo, da un puntapié a la economía. Donald Trump intenta con todas sus fuerzas encarnar este modelo de comportamiento sin escrúpulos. Paralelamente a la construcción o renovación de hoteles y viviendas de lujo, siempre con su marca dorada, «Trump», en el frontispicio, el magnate se vende sin descanso. Levanta a su alrededor un escenario de neón; quiere convencer al universo de que él siempre gana y siempre se lleva lo mejor, también en el terreno personal. Donald llena las portadas de la prensa rosa con romances reales o ficticios. Sale con muchas modelos, se casa con una de ellas, tiene tres hijos, y se convierte en el zar de la galaxia kitsch. Donald cierra más acuerdos empresariales, que exagera para la prensa, y aparece en anuncios de coches, de relojes o de pizzas; en películas, revistas y series de televisión. Se vende con tanto ahínco que llega a hacerse pasar por su propio portavoz, un tal John Baron que nadie ha visto y que suena como él por teléfono; un portavoz que presume de los grandes acuerdos de Trump, de las cuatro novias que, se supone, tuvo a la vez, o del presunto romance que mantiene con la modelo italiana que le habría arrebatado a Mick Jagger. El constructor embiste, pero se refugia tras una muralla de abogados, un escudo burocrático erizado de pleitos: contra el Estado, contra otras corporaciones, contra pequeños empresarios. Trump, que llegaría a estar implicado en más de 3000 demandas, recibidas o interpuestas, publica un libro sobre el arte de negociar que se convierte en un superventas. En este libro, que escribe para él un periodista, habla de lo importante que es evocar imágenes de grandeza y éxito en la mente de los clientes y de aprender a manejar los medios de comunicación a través del sensacionalismo.
Con su cabellera larga por detrás, el mullet de los años ochenta, que data de los guerreros hunos, Donald Trump es omnipresente. Se ha convertido en alguien, o en algo, que todo el mundo conoce, pero que no tiene por qué respetar.
En realidad, el millonario nunca sale de una urna.
La élite neoyorquina lo desprecia, le llama «bufón» y lo ataca por representar la codicia y la vulgaridad ostentosa y hueca. El periodista Mark Singer, que acompañó durante meses a Donald Trump para escribir su perfil en The New Yorker, en 1996, afirma que Trump es la única persona que ha conocido sin «el rumor de un alma» [Singer 2016]. Un narcisista puro que jamás ha leído un libro y que tiene el déficit de atención de un bebé sobreexcitado; alguien que no siente nada en un momento de paz, al afeitarse por la mañana frente al espejo. Trump reconoce en una entrevista que no reflexiona sobre sí mismo; simplemente hace cosas, planea, construye, avanza. Sigue siendo un chico de Queens, de hablar llano, gustos gruesos y pendiente de lo que dicen de él. Un B & T, acrónimo en inglés de «puente y túnel»: la expresión neoyorquina snob que describe a quienes tienen que atravesar puentes y túneles para venir a Manhattan desde la periferia.
Otro biógrafo, Michael D’Antonio, dice que Trump se alimenta de atención. «Probablemente lo necesite más que el desayuno», declara [Avella y Maxwell 2015]. D’Antonio asegura que Donald Trump recibe cada mañana una selección con todas las menciones que hacen de él los periódicos y la televisión, sean positivas o negativas. «Donald se levanta muy temprano; a las seis o seis y media ya está mirando la selección de noticias de la noche anterior. Se lo preparan, por un lado para mantenerle al corriente de lo que el mundo dice de él, pero también para estimular su ego. Este es un tipo que durante mucho tiempo mantuvo cerca una colección de vídeos para verse a sí mismo teniendo éxito. Le mantiene activo y sostenido».
Pero la década se gasta, la codicia se modera, y los años noventa parecen dejar atrás a Donald Trump como a un resto arqueológico. Su marca pierde lustre: las portadas ya no se interesan por él y además se ha embarrado en los negocios. Entre 1991 y 1992 declara cuatro bancarrotas ligadas a la construcción de casinos en Atlantic City. Trump navega dos años de tempestades legales. Tiene que vender sus lujos, el avión, el superyate, un helicóptero. Pide dinero a su padre y decenas de contactos le dejan como ramas viejas que se caen del árbol. El empresario playboy toca fondo, pero contraataca. Experimenta un renacer en dos frentes: el frente real de cemento, inversiones y deudas, y el frente perceptivo del qué dirán. En la segunda mitad de la década ya está firmando otra vez el horizonte de Manhattan: construye en Wall Street, en Park Avenue y junto al Hudson. Su nombre de oro, a veces alquilado a otras firmas, brilla de nuevo. Trump se divorcia de su segunda mujer y recupera la atención de la prensa rosa con otra serie de amantes. Las portadas lo recogen posando igual que un boxeador; Donald Trump ha vuelto y golpea en otros territorios. El millonario adquiere parte de la empresa que organiza los concursos de mises. Poco a poco, su figura y su época vuelven a encajar. Si en los ochenta es la quinta esencia de millonario fastuoso, ahora encarna la telerrealidad. El magnate ya no se limita a cameos o entrevistas. Desde 2004, un Trump más grueso, cincuentón, maduro y consolidado, un patriarca de sienes plateadas y cara de tótem, dirige el programa The Apprentice, donde examina a concursantes que desean trabajar en su imperio inmobiliario. El empresario termina cada episodio sentado a la cabecera de una mesa rectangular. Su rostro flota en la penumbra y su corbata refulge debajo. Los concursantes, inmóvi...

Índice

  1. EL CHAMÁN
  2. «YO SERÉ VUESTRO CAMPEÓN»
  3. TRUMP COUNTRY
  4. ROJO SUR
  5. LA DEMOCRACIA SE APAGA
  6. «ESTAMOS EN LA FIESTA EQUIVOCADA»
  7. REFERENCIAS