Consejos para la iglesia
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Consejos para la iglesia

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Consejos para la iglesia

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Índice
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Información del libro

Ser semejantes a Jesús en carácter es el ideal de Dios para su pueblo. Desde el principio fue el plan del Señor que los miembros de la familia humana, creados a su imagen, desarrollaran caracteres semejantes al suyo. Pero ante la caída de nuestros primeros padres, tal propósito sufió un giro que requirió la puesta en práctica de los medios previstos para desarrollar el plan original. Que las insutrucciones y los consejos preciosos que llenan las páginas de este libro nos ayuden a ampliar nuestra experiencia cristiana, fortalezcan nuestra esperanza en la victoria final del bien sobre el mal y cumplan con el cometido original: una raza de seres humanos que disfruten de gozo y paz desde ahora y lleven la imagen divina por la eternidad.

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Información

Año
2020
ISBN
9789877980714

1

Una visión de la recompensa de los fieles

(Mi primera visión)
Mientras estaba orando ante el altar de la familia, el Espíritu Santo descendió sobre mí y me pareció que me elevaba más y más, muy por encima del tenebroso mundo. Miré hacia la tierra para buscar al pueblo adventista pero no lo hallé en parte alguna, y entonces una voz me dijo: “Vuelve a mirar un poco más arriba”. Alcé los ojos y vi un sendero recto y angosto trazado muy por encima del mundo. El pueblo adventista andaba por ese sendero en dirección a la ciudad que se veía en su último extremo. En el comienzo del sendero, detrás de los que ya andaban, había una luz brillante que, según me dijo un ángel, era el “clamor de media noche”. Esa luz brillaba a todo lo largo del sendero y alumbraba los pies de los caminantes para que no tropezaran.
Delante de ellos iba Jesús guiándolos hacia la ciudad, y si no apartaban los ojos de él, iban seguros. Pero no tardaron algunos en cansarse, diciendo que la ciudad estaba todavía muy lejos, y que contaban con haber llegado más pronto a ella. Entonces Jesús los alentaba levantando su glorioso brazo derecho, del cual dimanaba una luz que ondeaba sobre la hueste adventista, y exclamaban: “¡Aleluya!” Otros negaban temerariamente la luz que brillaba tras ellos, diciendo que no era Dios quien los había guiado hasta allí. Pero entonces se extinguió para ellos la luz que estaba detrás, y dejó sus pies en tinieblas, de modo que tropezaron, y, perdiendo de vista el blanco y a Jesús, cayeron fuera del sendero abajo, en el mundo sombrío y perverso. Pronto oímos la voz de Dios, semejante al ruido de muchas aguas, que nos anunció el día y la hora de la venida de Jesús. Los 144.000 santos vivientes reconocieron y entendieron la voz; pero los malvados se figuraron que era fragor de truenos y de terremoto. Cuando Dios señaló el tiempo, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, y nuestros semblantes se iluminaron refulgentemente con la gloria de Dios, como le sucedió a Moisés al bajar del Sinaí.
Los 144.000 estaban todos sellados y perfectamente unidos. En su frente llevaban escrita la frase: “Dios, nueva Jerusalén”, y además una brillante estrella con el nuevo nombre de Jesús. Los impíos se enfurecieron al vernos en ese santo y feliz estado, y querían apoderarse de nosotros para encarcelarnos, cuando extendimos la mano en el nombre del Señor y cayeron rendidos al suelo. Entonces conoció la sinagoga de Satanás que Dios nos había amado –a nosotros, que podíamos lavarnos los pies unos a otros y saludarnos fraternalmente con ósculo santo–, y ellos adoraron a nuestras plantas.
Pronto se volvieron nuestros ojos hacia el oriente, donde había aparecido una nubecilla negra del tamaño de la mitad de la mano de un hombre, que era, según todos comprendían, la señal del Hijo del hombre. En solemne silencio contemplábamos cómo iba acercándose la nubecilla, volviéndose cada vez más esplendorosa hasta que se convirtió en una gran nube blanca cuya parte inferior parecía fuego. Sobre la nube lucía el arco iris y en torno de ella aleteaban diez mil ángeles cantando un hermosísimo himno. En la nube estaba sentado el Hijo del hombre. Sus cabellos, blancos y rizados, le caían sobre los hombros; y llevaba muchas coronas en la cabeza. Sus pies parecían de fuego; en la mano derecha tenía una hoz aguda y en la izquierda llevaba una trompeta de plata. Sus ojos eran como llama de fuego, y escudriñaban de par en par a sus hijos. Palidecieron entonces todos los semblantes y se tornaron negros los de aquellos a quienes Dios había rechazado. Todos nosotros exclamamos: “¿Quién podrá permanecer? ¿Está mi vestidura sin manchas?” Después cesaron de cantar los ángeles, y por un rato quedó todo en pavoroso silencio cuando Jesús dijo: “Quienes tengan las manos limpias y puro el corazón podrán subsistir. Les basta mi gracia”. Al escuchar estas palabras se iluminaron nuestros rostros y el gozo llenó todos los corazones. Los ángeles pulsaron una nota más alta y volvieron a cantar, mientras la nube se acercaba a la tierra.
Luego resonó la argentina trompeta de Jesús a medida que él iba descendiendo en la nube, rodeado de llamas de fuego. Miró las tumbas de sus santos dormidos. Después alzó los ojos y las manos hacia el cielo y exclamó: “¡Despierten! ¡Despierten! ¡Despierten los que duermen en el polvo, y levántense!” Hubo entonces un formidable terremoto. Se abrieron los sepulcros y resucitaron los muertos revestidos de inmortalidad. Los 144.000 exclamaron “¡Aleluya!” al reconocer a los amigos que la muerte había arrebatado de su lado, y en el mismo instante nosotros fuimos transformados y nos reunimos con ellos para encontrar al Señor en el aire.
Juntos entramos en la nube y durante siete días fuimos ascendiendo hasta el mar de vidrio, donde Jesús sacó coronas y nos las ciñó con su propia mano. También nos dio arpas de oro y palmas de victoria. En el mar de vidrio los 144.000 formaban un cuadro perfecto. Algunas coronas eran muy brillantes y estaban cuajadas de estrellas, mientras que otras tenían muy pocas; sin embargo, todos estaban perfectamente satisfechos con su corona. Iban vestidos con un resplandeciente manto blanco desde los hombros hasta los pies. Había ángeles en todo nuestro derredor mientras íbamos por el mar de vidrio hacia la puerta de la ciudad. Jesús levantó su brazo potente y glorioso y, posándolo en la perlina puerta, la hizo girar sobre sus relucientes goznes y nos dijo: “En mi sangre lavaron sus ropas y estuvieron firmes en mi verdad. Entren”. Todos entramos, con el sentimiento de que teníamos perfecto derecho a estar en la ciudad.
Allí vimos el árbol de la vida y el trono de Dios, del que fluía un río de agua pura, y en cada lado del río estaba el árbol de la vida. En una margen había un tronco del árbol y en la otra margen otro tronco, ambos de oro puro y transparente. Al principio pensé que había dos árboles; pero al volver a mirar vi que los dos troncos se unían en su parte superior y formaban un solo árbol. Así estaba el árbol de la vida en ambas márgenes del río de vida. Sus ramas se inclinaban hacia donde nosotros estábamos, y el fruto era espléndido, semejante a oro mezclado con plata.
Todos nos ubicamos bajo el árbol, y nos sentamos para contemplar la gloria de ese paraje, cuando los Hnos. Fitch y Stockman, que habían predicado el evangelio del reino y a quienes Dios había puesto en el sepulcro para salvarlos, se acercaron a nosotros y nos preguntaron qué había sucedido mientras ellos dormían. Procuramos recordar las pruebas más grandes por las que habíamos pasado, pero resultaban tan insignificantes frente al incomparable y eterno peso de gloria que nos rodeaba, que no pudimos referirlas, y todos exclamamos: “¡Aleluya! Muy poco nos ha costado el cielo”. Pulsamos entonces nuestras áureas arpas cuyos ecos resonaron en las bóvedas del cielo.
Con Jesús al frente descendimos todos de la ciudad a la tierra, y nos posamos sobre una gran montaña que, incapaz de sostener a Jesús, se partió en dos, de modo que quedó hecha una vasta llanura. Miramos entonces y vimos la gran ciudad con doce cimientos y doce puertas, tres en cada uno de sus cuatro lados y un ángel en cada puerta. Todos exclamamos: “¡La ciudad! ¡La gran ciudad! ¡Ya baja, ya baja de Dios, del cielo!” Descendió, pues, la ciudad, y se asentó en el lugar donde estábamos. Comenzamos entonces a mirar las espléndidas afueras de la ciudad. Allí vi bellísimas casas que parecían de plata, sostenidas por cuatro columnas engastadas de preciosas perlas muy admirables a la vista. Estaban destinadas a ser residencias de los santos. En cada una había un anaquel de oro. Vi a muchos santos que entraban en las casas y, quitándose las resplandecientes coronas, las colocaban sobre el anaquel. Después salían al campo contiguo a las casas para hacer algo con la tierra, aunque no en modo alguno como para cultivarla como hacemos ahora. Una gloriosa luz circundaba sus cabezas y estaban continuamente alabando a Dios.
Vi otro campo lleno de toda clase de flores, y al cortarlas exclamé: “No se marchitarán”. Después vi un campo de alta hierba, cuyo hermosísimo aspecto causaba admiración. Era de color verde vivo, y tenía reflejos de plata y oro al ondular gallardamente para gloria del Rey Jesús. Luego entramos en un campo lleno de toda clase de animales: el león, el cordero, el leopardo y el lobo, todos vivían allí juntos en perfecta unión. Pasamos por en medio de ellos y nos siguieron mansamente. De allí fuimos a un bosque, no sombrío como los de la tierra actual, sino esplendente y glorioso en todo. Las ramas de los árboles se mecían de uno a otro lado, y exclamamos todos: “Moraremos seguros en el desierto y dormiremos en los bosques”. Atravesamos los bosques en camino hacia el monte de Sión.
En el trayecto encontramos a un grupo que también contemplaba la hermosura del paraje. Advertí que el borde de sus vestiduras era rojo; llevaban mantos de un blanco purísimo y muy brillantes coronas. Cuando los saludamos pregunté a Jesús quiénes eran, y me respondió que eran mártires que habían sido muertos por su nombre. Los acompañaba una innúmera hueste de pequeñuelos que también tenían un ribete rojo en sus vestiduras. El monte de Sión estaba delante de nosotros, y sobre el monte había un hermoso templo. Lo rodeaban otros siete montes donde crecían rosas y lirios. Los pequeñuelos trepaban por los montes o, si lo preferían, usaban sus alitas para volar hasta la cumbre de ellos y recoger inmarcesibles flores. Toda clase de árboles hermoseaban los alrededores del templo: el boj, el pino, el abeto, el olivo, el mirto, el granado y la higuera doblegada bajo el peso de sus maduros higos, todos embellecían ese paraje. Cuando íbamos a entrar en el santo templo, Jesús alzó su melodiosa voz y dijo: “Únicamente los 144.000 entran en este lugar”. Y exclamamos: “¡Aleluya!”
Ese templo estaba sostenido por siete columnas de oro transparente, con engastes de hermosísimas perlas. No me es posible describir las maravillas que vi. ¡Oh, si yo supiera el idioma de Canaán! ¡Entonces podría contar algo de la gloria del mundo mejor! Vi tablas de piedra en que estaban esculpidos en letras de oro los nombres de los 144.000. Después de admirar la gloria del templo, salimos y Jesús nos dejó para ir a la ciudad. Pronto oímos su amable voz que decía: “Venga, pueblo mío; han salido de una gran tribulación y hecho mi voluntad. Sufrieron por mí. Vengan a la cena, que yo me ceñiré para servirles”. Nosotros exclamamos: “¡Aleluya! ¡Gloria!”, y entramos en la ciudad. Vi una mesa de plata pura de muchos kilómetros de longitud, y sin embargo nuestra vista la abarcaba toda. Vi el fruto del árbol de la vida, el maná, almendras, higos, granadas, uvas y muchas otras especies de frutas. Le rogué a Jesús que me permitiese comer del fruto y respondió: “Todavía no. Quienes comen del fruto de este lugar ya no vuelven a la tierra. Pero si eres fiel, no tardarás en comer del fruto del árbol de la vida y beber del agua del manantial”. Y añadió: “Debes volver de nuevo a la tierra y referir a otros lo que se te ha revelado”. Entonces un ángel me transportó suavemente a este oscuro mundo. A veces me parece que no puedo ya permanecer aquí; tan lóbregas me resultan todas las cosas de la tierra. Me siento muy solitaria aquí, pues he visto una tierra mejor. ¡Ojalá tuviese alas de paloma! Echaría a volar para obtener descanso.35

35 PE 14-20.

2

El tiempo del fin

Estamos viviendo en el tiempo del fin. El presto cumplimiento de las señales de los tiempos proclama la inminencia de la venida de nuestro Señor. La época en que vivimos es importante y solemne. El Espíritu de Dios se está retirando gradual pero ciertamente de la tierra. Ya están cayendo juicios y plagas sobre los que menosprecian la gracia de Dios. Las calamidades en tierra y mar, la inestabilidad social, las amenazas de guerra, como portentosos presagios, anuncian la proximidad de acontecimientos de la mayor gravedad.
Las agencias del mal se coligan y acrecen sus fuerzas para la gran crisis final. Grandes cambios están a punto de producirse en el mundo, y los movimientos finales serán rápidos.
El estado actual de las cosas muestra que están por caer sobre nosotros tiempos de perturbación. Los diarios están llenos de alusiones referentes a algún formidable conflicto que debe estallar dentro de poco. Son siempre más frecuentes los audaces atentados contra la propiedad. Las huelgas se han vuelto asunto común. Los robos y los homicidios se multiplican. Hombres dominados por espíritus de demonios quitan la vida a hombres, mujeres y niños. El vicio seduce a los seres humanos y prevalece el mal en todas sus formas.
El enemigo ha alcanzado a pervertir la justicia y a llenar los corazones de un deseo de ganancias egoístas. “La justicia se puso lejos: porque la verdad tropezó en la plaza, y la equidad no pudo venir” (Isa. 59:14). Las grandes ciudades contienen multitudes indigentes, privadas casi por completo de alimentos, ropas y albergue, entretanto que en las mismas ciudades se encuentran personas que tienen más de lo que el corazón puede desear, que viven en el lujo, gastando su dinero en casas lujosamente amuebladas y el adorno de sus personas, o lo que es peor aún, en golosinas, licores, tabaco y otras cosas que tienden a destruir las facultades intelectuales, perturban la mente y degradan el alma. Los gritos de las multitudes que mueren de inanición suben a Dios, mientras algunos hombres acumulan fortunas colosales por medio de toda clase de opresiones y extorsiones.
Se me hizo contemplar una noche los edificios que, piso tras piso, se elevaban hacia el cielo. Esos inmuebles... eran garantizados [como] incombustibles. Se elevaban siempre más alto y los materiales más costosos entraban en su construcción. Los propietarios no se preguntaban cómo podían glorificar mejor a Dios. El Señor estaba ausente de sus pensamientos.
Mientras que esas altas construcciones se levantaban, sus propietarios se regocijaban con orgullo por tener suficiente dinero para satisfacer sus ambiciones y excitar la envidia de sus vecinos. Una gran parte del dinero así empleado había sido obtenido injustamente, explotando al pobre. Olvidaban que en el cielo toda transacción comercial es anotada, que todo acto injusto y todo negocio fraudulento son registrados.
La siguiente escena que pasó delante de mí fue una alarma de incendio. Los hombres miraban a esos altos edificios, reputados [como] incombustibles, y decían: “Están perfectamente seguros”. Pero esos edificios fueron consumidos como el alquitrán. Las bombas contra incendio no pudieron impedir su destrucción. Los bomberos no podían hacer funcionar sus máquinas.
Me fue dicho que cuando llegue el día del Señor, si no ocurre algún cambio en el corazón de ciertos hombres orgullosos y llenos de ambición, ellos comprobarán que la mano otrora poderosa para salvar lo será igualmente para destruir. Ninguna fuerza terrenal puede sujetar la mano de Dios. No hay materiales capaces de preservar de la ruina a un edificio cuando llega el tiempo fijado por Dios para castigar el desconocimiento de sus leyes y el egoísmo de los ambiciosos.
Raros son, aun entre los educadores y los gobernantes, quienes perciben las causas reales de la actual situación de la sociedad. Los que tienen en sus manos las riendas del poder son incapaces de resolver el problema de la corrupción moral, el pauperismo y el crimen que siempre aumentan. En vano se esfuerzan por dar a los asuntos comerciales una base más segura. Si los hombres quisieran prestar más atención a las enseñanzas de la Palabra de Dios, hallarían la solución de los problemas que los preocupan.
Las Escrituras describen la condición del mundo inmediatamente antes de la segunda venida de Cristo. He aquí lo que está escrito tocante a los hombres que acumulan con fraude sus grandes riquezas. “Vuestro oro y plata están corrompidos de orín [moho]; y su orín os será en testimonio, y comerá del todo vuestras carnes como fuego. Os habéis allegado tesoro para los postreros días. He aquí, el jornal de los obreros que han segado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado de vosotros, clama; y los clamores de los que habían segado han entrado en los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en deleites sobre la tierra, y sido disolutos; habéis cebado vuestros corazones como en el día de sacrificios. Habéis condenado y muerto al justo; y él no os resiste” (Sant. 5:3-6).
Pero ¿quién reconoce las advertencias dadas por las señales de los tiempos que se suceden con tanta rapidez? ¿Qué impresión hacen a los mundanos? ¿Qué cambio podemos ver en su actitud? Su actitud no se diferencia de la de los antediluvianos. Absortos en sus negocios y en los deleites mundanos, los contemporáneos de Noé “no conocieron hasta que vino el diluvio y llevó a todos” (Mat. 24:39). Les fueron dirigidas advertencias celestiales pero rehusaron escuchar. Asimismo hoy el mundo, sin prestar atención alguna a las amonestaciones de Dios, se precipita hacia la ruina eterna.
Un espíritu belicoso agita al mundo. La profecía contenida en Daniel 11 está casi completamente cumplida. Muy pronto se realizarán las escenas de angustia descritas por el profeta.
“He aquí que Jehová vacía la tierra, y la desnuda y trastorna su haz, y hace esparcir sus moradores... Porque traspasaron las leyes, falsearon el derecho, rompieron el pacto sempiterno. Por esta causa la maldición consumió la tierra, y sus moradores fueron asolados... Cesó el regocijo de los panderos, se acabó el estruendo de los que se huelgan, paró la alegría del arpa” (Isa. 24:1-8).
“¡Ay del día!, porque cercano está el día de Jehová, y vendrá como destrucción por el Todopoderoso” (Joel 1:15).
“Miré la tierra, y he aquí que estaba asolada y vacía; y los cielos, y no había en ellos luz. Mire los montes, y he aquí que temblaban, y todos los collados fueron destruidos. Miré y no había hombre, y todas las aves del cielo se habían ido. Miré, y he aquí el Carmelo desierto, y todas sus ciudades eran asoladas a la presencia de Jehová, a la presencia del furor de su ira” (Jer. 4:23-26).
“¡Ah, cuán grande es aquel día!; tanto, que no hay otro semejante a él: tiempo de angustia para Jacob; pero de ella será librado” (Jer. 30:7).
No todo el mundo ha tomado posiciones con el enemigo y contra Dios. No todos se han vuelto desleales. Queda un remanente que permanece fiel a Dios; porque Juan escribe: “Aquí está la paciencia de los santos; aquí están los que guardan los mandamientos de Dios, y la fe de Jesús” (Apoc. 14:12). Muy pronto una furiosa batalla contra quienes sirven a Dios será entablada por los que no lo sirven. Muy pronto todo lo que es susceptible de ser removido lo será, de modo que sólo lo inquebrantable subsista.
Satanás estudia la Biblia con cuidado. Sabe que le queda poco tiempo y procura en todo punto contrarrestar la obra que el Señor está haciendo sobre esta tierra. Es imposible dar una idea de lo que experimentará el pueblo de Dios que viva en la tierra cuando se combinen la manifestación de la gloria de Dios y la repetición de las persecuciones pasadas. Andará en la luz que emana del trono de Dios. Por medio de los ángeles, las comunicaciones entre el cielo y la tierra serán mantenidas constantes. Por su parte Satanás, rodeado de sus ángeles, y haciéndose pasar por Dios, hará toda clase de milagros con el fin de seducir, si posible fuese, aun a los escogidos. El pueblo de Dios no hallará seguridad en la realización de milagros, porque Satanás los imitará. En esta dura prueba, el pueblo de Dios hallará su fortaleza en la señal mencionada en Éxodo 31:12-18. Tendrá que afirmarse sobre la palabra viviente: “Escrito está”. Es el único fundamento seguro. Los que hayan quebrantado su alianza con Dios estarán entonces sin Dios y sin esperanza.
Lo que caracterizará de un modo peculiar a los adoradores de Dios será su respeto por el cuarto mandamiento, puesto que es la señal del poder creador de Dios y atestigua que él tiene derecho a la veneración y al homenaje de los hombres. Los impíos se distinguirán por sus esfuerzos para derribar el monumento conmemorativo del Creador y exaltar en su luga...

Índice

  1. Tapa
  2. Prefacio
  3. Clave de abreviaturas
  4. Introducción
  5. Capítulo 1 - Una visión de la recompensa de los fieles
  6. Capítulo 2 - El tiempo del fin
  7. Capítulo 3 - Prepárate para encontrarte con tu Dios
  8. Capítulo 4 - Unión con Cristo y amor fraternal
  9. Capítulo 5 - Cristo nuestra justicia
  10. Capítulo 6 - La vida santificada
  11. Capítulo 7 - Dios tiene una obra para que usted la haga
  12. Capítulo 8 - “Heme aquí, Señor, envíame a mí”
  13. Capítulo 9 - Las publicaciones de la iglesia
  14. Capítulo 10 - La creencia en un Dios personal
  15. Capítulo 11 - Los cristianos deben representar a Dios
  16. Capítulo 12 - En el mundo pero no del mundo
  17. Capítulo 13 - La Biblia
  18. Capítulo 14 - Los Testimonios para la iglesia
  19. Capítulo 15 - El Espíritu Santo
  20. Capítulo 16 - Mantener despejada la conexión de Dios con el hombre
  21. Capítulo 17 - Pureza de corazón y de vida
  22. Capítulo 18 - La elección de esposa o de esposo
  23. Capítulo 19 - No casarse con un(una) incrédulo(a)
  24. Capítulo 20 - El matrimonio
  25. Capítulo 21 - Un matrimonio feliz y de éxito
  26. Capítulo 22 - La relación entre los esposos
  27. Capítulo 23 - La madre y su hijo
  28. Capítulo 24 - Los padres cristianos
  29. Capítulo 25 - El hogar cristiano
  30. Capítulo 26 - La influencia espiritual en el hogar
  31. Capítulo 27 - Las finanzas en el hogar
  32. Capítulo 28 - Actividades de la familia en los días de fiesta y los aniversarios
  33. Capítulo 29 - La recreación
  34. Capítulo 30 - Las vías de acceso a la mente que deben custodiarse
  35. Capítulo 31 - La elección del material de lectura
  36. Capítulo 32 - La música
  37. Capítulo 33 - La crítica y sus efectos
  38. Capítulo 34 - Consejos con respecto a la vestimenta
  39. Capítulo 35 - Un llamado a la juventud
  40. Capítulo 36 - La disciplina y la educación apropiada de nuestros hijos
  41. Capítulo 37 - La educación cristiana
  42. Capítulo 38 - El llamado a vivir una vida temperante
  43. Capítulo 39 - La importancia de la limpieza
  44. Capítulo 40 - El alimento que comemos
  45. Capítulo 41 - Alimentos a base de carne
  46. Capítulo 42 - Fidelidad en la reforma pro salud
  47. Capítulo 43 - La iglesia en la tierra
  48. Capítulo 44 - La organización de la iglesia
  49. Capítulo 45 - La casa de Dios
  50. Capítulo 46 - Cómo tratar con los que yerran
  51. Capítulo 47 - La observancia del santo sábado de Dios
  52. Capítulo 48 - Consejos sobre mayordomía
  53. Capítulo 49 - La actitud cristiana hacia los necesitados y los dolientes
  54. Capítulo 50 - Los cristianos en todo el mundo llegan a ser uno en Cristo
  55. Capítulo 51 - Las reuniones de oración
  56. Capítulo 52 - El bautismo
  57. Capítulo 53 - La Cena del Señor
  58. Capítulo 54 - La oración por los enfermos
  59. Capítulo 55 - La obra médica
  60. Capítulo 56 - La relación con los que no son de nuestra fe
  61. Capítulo 57 - Nuestras relaciones con las autoridades civiles y con las leyes
  62. Capítulo 58 - La obra de engaño de Satanás
  63. Capítulo 59 - La falsa ciencia: el moderno manto de luz de Satanás
  64. Capítulo 60 - Los milagros mentirosos de Satanás
  65. Capítulo 61 - La crisis venidera
  66. Capítulo 62 - El tiempo del zarandeo
  67. Capítulo 63 - Algunas cosas para recordar
  68. Capítulo 64 - Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote
  69. Capítulo 65 - Josué y el ángel
  70. Capítulo 66 - “He aquí yo vengo pronto”