El cine como «encuentro moral».
Reflexiones sobre la enseñanza de la ética
Adriana Añi
Pontificia Universidad Católica del Perú
Llamo «imagen» a lo que se apoya aún sobre la experiencia de la visión y «visual» a la verificación óptica de un procedimiento de poder —ya sea tecnológico, político, publicitario o militar—, procedimiento que solo suscita comentarios claros y transparentes. Evidentemente, lo visual concierne al nervio óptico, pero, aun así, no es una imagen. Pienso que la condición sine qua non para que haya imagen es la alteridad.
Serge Daney, «Antes y después de la imagen»
1. Ética y pedagogía: algunas dificultades
En este artículo exploro la idea de que el cine puede ser considerado como una valiosa forma de enseñanza de la ética. La propuesta no es estrictamente metodológica: se inicia con una preocupación de ese tipo, pero desemboca en una reflexión filosófica acerca de los vínculos entre la ética y el cine. Al final, sugiero algunas razones por las cuales se sostiene que la experiencia de mirar y conversar sobre cine puede contribuir a mejorar la enseñanza de la ética.
Nuestro planteamiento se sostiene en varios presupuestos; el primero de ellos se relaciona con lo que debemos entender por «ética». Se dice que el término se refiere, en primer lugar, a la forma de vida moral propia de un individuo o grupo, la cual involucra creencias, conductas y valoraciones que no tienen por qué ser explícitas o tematizadas. En segundo lugar, «ética» también alude a las concepciones racionales, los productos de un proceso de reflexión sobre la vida moral (Giusti, 2008, p. 16). Estas últimas no necesariamente tienen que ser producto del ejercicio filosófico tal como se lo entiende en la tradición occidental. En este artículo uso el término «ética» para referirme a aquellas concepciones que derivan del ejercicio de una disciplina filosófica específicamente concernida con el bien en la vida humana. Así, el apriorismo moral kantiano o el existencialismo sartreano serían ejemplos de estas realizaciones que devienen canónicas y por eso son objeto de transmisión cultural. En tercer lugar, «ética» también es el nombre de la disciplina filosófica consistente en el «ejercicio» mismo del pensar aplicado al objeto moral. En cuarto y último lugar, «ética» es el nombre aplicado a la «materia» escolar que es parte del currículum.
Ahora bien, el punto es que la ética en los dos primeros sentidos mencionados es aquello que ofrece criterios para la elección, decisión y acción moral de individuos y grupos. Esto significa que tener ética (esto es, contar con una pauta de discriminación valorativa) es algo tan crucial en la vida humana que difícilmente pensamos que alguien carezca de ella: todos somos competentes en ética (2008, p. 18). Y, no obstante, parece válido el razonamiento aristotélico según el cual los estudios de ética nos permiten dar en el blanco que perseguimos —la vida feliz— de modo más fácil que si no emprendemos la investigación. Se considera, así, que llevar los criterios valorativos aceptados y los presupuestos de la acción a la tematización y reflexión racional nos preparará mejor para una vida buena. Irónicamente, ese no siempre es el resultado de un curso de ética.
El segundo de nuestros supuestos es que una buena enseñanza de la ética no limita sus objetivos a transmitir el conocimiento de las concepciones morales. Tampoco se restringe a entrenar al alumno en el ejercicio de competencias analíticas y críticas, de modo que las aplique a las concepciones éticas. La enseñanza de la ética es entorpecida cuando reducimos su contenido a los sentidos dos y cuatro, como si se tratara solo de una «materia» que hay que enseñar (sin importar mucho su origen en el pensar vivo y sus efectos en la práctica real) y cuyo contenido son las distintas concepciones filosófico-morales que pueblan la historia del pensamiento occidental. Al perderse la dinámica viva del pensar y el contexto existencial del que procede desaparece la finalidad práctica de la ética: elucidar la vida con el fin de elegir y actuar mejor. La ética deviene, así, un paquete de información teórica que es transmitida, recibida y ulteriormente olvidada. Tal forma de tratarla es ajena al sentido de la formación humanista. De este modo, solo se desarrollan mínimamente competencias intelectuales y se propicia la perversión de la auténtica memoria, degradándola como «memorización». Es comprensible, en una situación semejante, que el aprendizaje deje de ser significativo para el estudiante. Lo que estamos diciendo se explica porque nuestra propuesta es guiada por una pauta, ya conocida por Aristóteles, según la cual se estudia la ética no para saber qué es el bien o la felicidad, sino para vivir bien y ser feliz (Ética nicomáquea 1194a20; 1179a35).
En tercer lugar, partimos de una percepción que surge de la práctica efectiva de la docencia. Nos referimos a la extrañeza y hasta rechazo que puede suscitar el lenguaje abstracto de la filosofía. Asumimos que en parte ello se debe a condiciones histórico-culturales que hacen que el trabajo teórico, de por sí difícil, sea poco atractivo para los jóvenes estudiantes. Consideramos específicamente dos hechos: la primacía de una cultura del entretenimiento y el predominio de las técnicas informáticas en crecientes ámbitos de la vida cotidiana. Normalmente, un curso teórico de Ética como mínimo se propone que el alumno adquiera un repertorio de teorías éticas: sistemas conceptuales más o menos consistentes abiertos a la comprensión y crítica. El estudiante confrontado con el discurso de la Ética nicomáquea o de la Crítica de la razón práctica bien podría responder con una línea de música popular: «eso no me dice nada a mí sobre mi vida». Ese desinterés no procede solo de un déficit pedagógico, sino que es agravado por el influjo de la cultura hedonista, facilista e inmediatista a causa de la cual ya no se está dispuesto a sufrir el pónos de la filosofía ni a asumir el trabajo del concepto.
Para la mentalidad del actual estudiante promedio, «teoría» y «pensar» son palabras que producen rechazo,...