Los Embajadores
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Los Embajadores

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Índice
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Después de la muerte de Cristo, los discípulos estaban desanimados. Abrumados por la depresión y la desesperación, se reunieron en el aposento alto y cerraron las puertas por temor a la amenaza real de ser partícipes del destino de su amado Maestro. Para ellos, la resurrección de Jesús lo cambió todo. Durante cuarenta días, Cristo permaneció en la Tierra preparando a los discípulos para que llevaran a cabo la obra que les fue confiada. Sus palabras de despedida determinaron el rumbo de sus vidas: "Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo" (Mat. 28: 19, 20). Los Embajadores describe el inicio de la iglesia cristiana y presenta la historia de hombres y mujeres que se entregaron por una causa. Es un relato emocionante de cómo Dios puede usar a las personas más inesperadas para el cumplimiento de la misión. Las experiencias registradas aquí muestran el poder del Espíritu Santo obrando por medio de quienes le permiten actuar en su vida y llevar la luz del mensaje del evangelio cerca y lejos.

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Información

Año
2019
ISBN
9789877980615

Capítulo 1

El propósito de Dios para su iglesia

La iglesia es el medio escogido por Dios para la salvación de los hombres. Su misión es llevar el evangelio al mundo. Por medio de la iglesia se hará manifiesta, aun a las “fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales” (Efe. 6:12) el despliegue final y completo del amor de Dios.
Muchas y maravillosas son las promesas en las Escrituras concernientes a la iglesia. “Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Isa. 56:7). “Te guardaré y haré de ti un pacto para el pueblo, para que restaures el país y repartas las propiedades asoladas; para que digas a los cautivos: ‘¡Salgan!’, y a los que viven en tinieblas: ‘¡Están en libertad!’ ” (Isa. 49:8, 9). “¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” (Isa. 49:15).
La iglesia es la fortaleza de Dios, su ciudad de refugio, que sostiene en el mundo rebelde. Cualquier traición a la iglesia es traición a él mismo, que ha comprado a la humanidad con la sangre de su Hijo unigénito. Desde el principio, la iglesia ha estado formada por personas fieles. En cada época los centinelas de Dios han dado un testimonio fiel a la generación en la cual vivieron. Dios ha enviado sus ángeles a ministrar en su iglesia, y las puertas del infierno no han podido prevalecer contra su pueblo. Ni una fuerza opositora se ha levantado para contrarrestar su obra sin que él lo haya previsto. No ha dejado abandonada a su iglesia, sino que ha señalado lo que ocurriría por medio de declaraciones proféticas. Todos sus propósitos se cumplirán. La verdad está inspirada y protegida por Dios, y triunfará contra cualquier oposición.
Por débil y defectuosa que parezca, la iglesia es el objeto al cual Dios dedica suprema consideración. Es el escenario de su gracia, en el cual se deleita en revelar su poder para transformar corazones.
Los reinos mundanales son regidos por el poder físico, pero todo instrumento de coerción queda desterrado del Reino de Cristo. Este Reino debe elevar y ennoblecer a la humanidad. La iglesia de Dios está llena de diferentes dones y dotada del Espíritu Santo.
Desde el principio Dios ha obrado por medio de su pueblo para traer bendición al mundo. Para la antigua nación egipcia, Dios hizo de José una fuente de vida. Por medio de él fue preservado el pueblo. Dios salvó la vida de todos los sabios de Babilonia por medio de Daniel. Estas liberaciones ilustran las bendiciones espirituales ofrecidas al mundo por medio del Dios a quien José y Daniel adoraban. Todo aquel que muestre el amor de Cristo al mundo es colaborador de Dios para bendecir a la humanidad.
Dios deseaba que Israel fuese como manantiales de salvación en el mundo. Las naciones del mundo habían perdido el conocimiento de Dios. Lo habían conocido antes, pero “no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón” (Rom. 1:21). Aun así, Dios no los borró de la existencia. Se proponía darles la oportunidad de llegar a conocerlo por medio de su pueblo escogido. Mediante el servicio sacrificial Cristo debía ser enaltecido, y todos los que lo miraran vivirían. Todo el sistema de tipos y símbolos constituía una profecía resumida del evangelio.
Pero el pueblo de Israel se olvidó de Dios y fracasó en cumplir su santa misión. Se apropiaron de todas las ventajas para su propia glorificación. Se aislaron del mundo para escapar de la tentación. Privaron a Dios de su servicio y privaron a sus semejantes de un ejemplo santo.
Los sacerdotes y los gobernantes se conformaron con una religión legalista. Pensaban que su propia justicia era suficiente. No aceptaron la buena voluntad de Dios para con los hombres como algo independiente de ellos mismos, sino que la relacionaban con sus propios méritos, por causa de sus buenas obras. La fe que obra por amor no podía hallar cabida en la religión de los fariseos.
En cuanto a Israel, Dios declaró: “Pero fui yo el que te planté, escogiendo una vid del más puro origen, lo mejor de lo mejor. ¿Cómo te transformaste en esta vid corrupta y silvestre?” (Jer. 2:21, NTV).
“La viña del Señor Todopoderoso es el pueblo de Israel; los hombres de Judá son su huerto preferido. Él esperaba justicia, pero encontró ríos de sangre; esperaba rectitud, pero encontró gritos de angustia” (Isa. 5:7). “No han cuidado de las débiles; no se han ocupado de las enfermas ni han vendado las heridas; no salieron a buscar a las descarriadas y perdidas. En cambio, las gobernaron con mano dura y con crueldad” (Eze. 34:4, NTV).
El Salvador se alejó de los líderes judíos para conceder a otros los privilegios de los que habían abusado y la obra que habían descuidado. La gloria de Dios debía ser revelada, su Reino debía ser establecido. Los discípulos fueron llamados a hacer la tarea que los líderes judíos no habían hecho.

Capítulo 2

La capacitación de los Doce

A fin de llevar a cabo su tarea Cristo eligió hombres humildes, y no instruidos. Tenía el objetivo de capacitar y educar a estos hombres. A su vez, ellos debían educar a otros y enviarlos con el mensaje del evangelio. Recibirían el poder del Espíritu Santo. El evangelio no sería proclamado por sabiduría humana, sino por el poder de Dios.
Durante tres años y medio los discípulos recibieron la instrucción del Maestro más grande que el mundo haya conocido. Día a día él les enseñaba, a veces en la ladera de la montaña, a veces al lado del mar o mientras iban por el camino. No ordenaba a los discípulos que hiciesen esto o aquello, sino que decía: “Sígueme”. En sus viajes por el campo y las ciudades, los llevaba con él. Compartían su frugal alimento y, como él, a veces pasaban hambre y cansancio. Lo vieron en cada fase de su vida.
La ordenación de los Doce fue el primer paso en la organización de la iglesia. El relato dice: “Luego nombró a doce de ellos y los llamó sus apóstoles. Ellos lo acompañarían, y él los enviaría a predicar” (Mar. 3:14, NTV). Por medio de estos débiles instrumentos, por medio de su palabra y Espíritu, se propuso poner la salvación al alcance de todos. Las palabras habladas por ellos al testificar harían eco de generación en generación, hasta el fin del tiempo.
El ministerio de los discípulos fue el más importante al que los seres humanos hubiesen sido llamados alguna vez, segundo en importancia solo respecto del ministerio de Cristo mismo. Ellos fueron colaboradores con Dios para la salvación de los hombres. Así como los doce patriarcas eran los representantes de Israel, los doce apóstoles son los representantes de la iglesia del evangelio.

Sin “muro” entre judíos y gentiles

Cristo comenzó a derrumbar el “muro de enemistad” (Efe. 2:14) entre judíos y gentiles y a predicar la salvación a toda la humanidad. Se mezclaba con total libertad con los despreciados samaritanos, desechando las costumbres de los judíos. Dormía bajo sus techos, comía en sus mesas y enseñaba en sus calles.
El Salvador anhelaba revelar a sus discípulos la verdad de que “los gentiles son [...] beneficiarios de la misma herencia” con los judíos, y “participantes igualmente de la promesa en Cristo Jesús mediante el evangelio” (Efe. 3:6). Recompensó la fe del centurión en Capernaum, predicó a los habitantes de Sicar, y en su visita a Fenicia sanó a la hija de la mujer cananea. Entre aquellos a quienes muchos consideraban indignos de salvación, había personas hambrientas por la verdad.
Por esto Cristo buscó enseñar a sus discípulos que en el Reino de Dios no hay fronteras nacionales, ni castas ni aristocracias. Debían llevar a todas las naciones el mensaje del amor del Salvador. Pero solo más tarde se dieron cuenta en plenitud de que Dios “de un solo hombre hizo todas las naciones para que habitaran toda la tierra; y determinó los períodos de su historia y las fronteras de sus territorios” (Hech. 17:26).
Estos primeros discípulos representaban diversos tipos de carácter. Como tenían diferentes características naturales, necesitaban unirse. Con este fin, Cristo buscó unirlos a él. Su preocupación por ellos fue expresada en su oración al Padre: “Que todos sean uno. [...] El mundo reconozca que tú me enviaste y que los has amado a ellos tal como me has amado a mí” (Juan 17:21-23). Él sabía que la verdad triunfaría en la batalla contra el mal, y que la bandera teñida de sangre flamearía triunfantemente sobre sus seguidores.
Como Cristo se daba cuenta de que pronto debería dejar a sus discípulos para que continuaran la obra, buscó prepararlos para el futuro. Sabía que sufrirían persecución, que serían expulsados de las sinagogas y echados en prisión. Algunos sufrirían la muerte. Al hablar de su futuro, fue claro y firme para que al aproximarse las pruebas recordaran sus palabras y fueran fortalecidos para creer en él como Redentor.
“No se angustien”, dijo. “Voy a prepararles un lugar. Y, si me voy se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté” (Juan 14:1-3). Cuando me vaya seguiré trabajando de todo corazón por ustedes. Voy a mi Padre, y al suyo, para cooperar con él a favor de ustedes.
“El que cree en mí las obras que yo hago también él las hará, y aun las hará mayores, porque yo vuelvo al Padre” (v. 12). Cristo no quiso decir que sus discípulos harían esfuerzos mayores que los que él había hecho, sino que su trabajo tendría mayor amplitud. Se refería a todo lo que sucedería bajo la acción del Espíritu Santo.

Los logros del Espíritu Santo

Estas palabras se cumplieron maravillosamente. Después del descenso del Espíritu Santo, los discípulos estaban tan llenos de amor que los corazones se conmovían por las palabras que hablaban y las oraciones que elevaban. Miles se convirtieron bajo la influencia del Espíritu.
Como representantes de Cristo, los apóstoles tenían que dejar una marca definida en el mundo. Sus palabras de ánimo y confianza asegurarían a todos que no era su propio poder el que obraba, sino el poder de Cristo. Declararían que aquel a quien los judíos habían crucificado era el príncipe de la vida y que en su nombre hacían las obras que él había hecho.
La noche anterior a la crucifixión, el Salvador no se refirió al sufrimiento que había soportado y que aún debería soportar. Buscó fortalecer su fe llevándolos a mirar hacia delante, al gozo que les aguardaba a los triunfadores. Haría por sus seguidores más de lo que había prometido; de él fluiría amor y compasión, haciendo hombres semejantes a él en carácter. Su verdad, armada con el poder del Espíritu, avanzaría venciendo y para conquistar.
Cristo no fracasó ni se desalentó, y los discípulos debían mostrar una fe de la misma naturaleza. Debían trabajar como él trabajó. Por su gracia debían avanzar, sin desanimarse por nada y esperándolo todo.
Cristo había finalizado la obra que le había sido encomendada. Había reunido a quienes continuarían su obra. Y dijo: “No te pido solo por estos discípulos, sino también por todos los que creerán en mí por el mensaje de ellos. Te pido que todos sean uno [...] que el mundo sepa que tú me enviaste y que los amas tanto como me amas a mí” (Juan 17:20-23, NTV).

Capítulo 3

Las buenas nuevas a todo el mundo

Después de la muerte de Cristo, los discípulos estuvieron a punto de ser vencidos por el desánimo. El sol de su esperanza se había puesto, y la noche había descendido sobre sus corazones. Solos y con corazones entristecidos, recordaron las palabras de Cristo: “Pues, si estas cosas suceden cuando el árbol está verde, ¿qué pasará cuando esté seco?” (Luc. 23:31, NTV).
Jesús había intentado varias veces develar el futuro a sus discípulos, pero ellos no se habían interesado en pensar en las cosas que él había dicho. Esto los sumió en la desesperación más profunda al momento de su muerte. Su fe no atravesó la sombra que Satanás había lanzado en medio de su horizonte. Si hubiesen creído las palabras del Salvador, que resucitaría en el tercer día, ¡cuánto dolor se hubiesen ahorrado!
Devastados por el desaliento y la desesperación, los discípulos se reunieron en el aposento alto y trabaron las puertas, por miedo a que el destino de su amado Maestro se convirtiese en el suyo también. Fue allí donde el Salvador, luego de su resurrección, se les apareció.
Por cuarenta días Cristo permaneció en la Tierra, preparando a sus discípulos para la obra que tenían por delante. Habló acerca de las profecías relacionadas con su rechazo por parte de los judíos y con su muerte, y les mostró que cada detalle se había cumplido. “Entonces les abrió la mente”, leemos, “para que entendieran las Escrituras”. Él añadió: “Ustedes son testigos de todas estas cosas” (Luc. 24:45, 48).
Mientras oían el mensaje de su Maestro que explicaba las Escrituras a la luz de todo lo que había sucedido, su fe en él se afirmó completamente. Llegaron al punto de poder decir: “Yo sé en quién he puesto mi confianza” (2 Tim. 1:12). Los eventos de la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, las profecías que señalaban estos eventos, el plan de salvación y el poder de Jesús para perdonar pecados; de todas estas cosas habían sido testigos, y debían darlas a conocer al mundo.
Antes de ascender al cielo, Cristo les dijo a sus discípulos que debían ejecutar el testamento por el cual legaba al mundo los tesoros de la vida eterna. Aunque los sacerdotes y los gobernantes me han rechazado, decía, aún tendrán otra oportunidad de aceptar al Hijo de Dios. A ustedes, mis discípulos, les dejo este mensaje de misericordia, para que sea dado a Israel en primer lugar, y luego a todas las naciones. Todos los que crean deberán estar unidos en una iglesia.
La comisión del evangelio es la magna carta misionera del Reino de Cristo. Los discípulos debían trabajar fervientemente por las personas e ir a ellas con su mensaje. Cada palabra y acción debía dirigir la atención al nombre de Cristo, que posee el poder vital por el cual los pecadores pueden ser salvos. Su nombre debía ser su insignia distintiva, la autoridad para actuar y la fuente de su éxito.

Las armas del éxito en la gran batalla

Cristo presentó a sus discípulos claramente la necesidad de conservar la sencillez. Cuanto menor fuera su ostentación, mayor sería su influencia para el bien. Los discípulos debían hablar con la misma sencillez con que Cristo había hablado.
Cristo no les dijo a sus discípulos que su trabajo sería fácil. Tendrían que luchar “contra gobernadores malignos y autoridades del mundo invisible, contra fuerzas poderosas de este mundo tenebroso y contra espíritus malignos de los lugares celestiales” (Efe. 6:12, NTV). Pero no serían abandonados para luchar solos; él estaría con ellos. Si avanzaban con fe, había uno más poderoso que los ángeles que pelearía en sus filas: el General de los ejércitos del cielo. Asumió la responsabilidad por su éxito. Mientras trabajasen en conexión con él, no fallarían. Vayan a los lugares más apartados del mundo habitado y tengan la certeza de que mi presencia estará con ustedes aun allí, prometió.
El sacrificio de Cristo fue total y completo. La condición de la expiación había sido cumplida. Él le había arrancado el reino a Satanás y se había convertido en heredero de todas las cosas. Estaba yendo al Trono de Dios, para ser honrado por la hueste celestial. Vestido con autoridad infinita, dio a sus discípulos su comisión: “Por lo tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñen a los nuevos discípulos a obedecer todos los mandatos que les he dado. Y tengan por seguro esto: que estoy con ustedes siempre, hasta el fin de los tiempos” (Mat. 28:19, 20, NTV).
Justo antes de despedir a sus discípulos, Cristo declaró una vez más que su objetivo no era establecer un reino temporal, para reinar como un monarca terrenal sobre el trono de David. La tarea de ellos era proclamar el mensaje del evangelio.
La presencia visible de Cristo estaba a punto de retirarse, pero se les daría nuevo poder. Se les daría el Espíritu Santo en su plenitud. “Ahora enviaré al Espíritu Santo, tal como prometió mi Padre”, dijo el Salvador. “Pero quédense aquí en la ciudad hasta que el Espíritu Santo venga y los llene con poder del cielo” (Luc. 24:49, NTV). “Pero recibirán poder cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes; y serán mis testigos, y le hablarán a la gente acerca de mí en todas partes; en Jerusalén, por toda Judea, en Samaria y hasta los lugares más lejanos de la tierra” (Hech. 1:8, NTV).
El Salvador sabía que sus discípulos debían recibir este legado celestial. Las fuerzas de las tinieblas eran comandadas por un líder vigilante, decidido, y los seguidores de Cristo podrían batallar por el bien únicamente con la ayuda que Dios les daría por medio de su Espíritu.
Los discípulos de Cristo debían comenzar su obra en Jerusalén, el escenario de su asombroso sacrificio por la raza humana. En Jerusalén había muchas personas que secretamente creían que Jesús de Nazaret era el Mesías, y muchos que habían sido engañados por los sacerdotes y los gobernantes. Estos serían llamados al arrepentimiento. Y mientras Jerusalén estaba conmovida por los eventos emocionantes de las últimas dos semanas, la predicación de los discípulos grabaría la impresión más profunda.
Durante su ministerio, Jesús había recalcado constantemente a los discípulos que debían ser uno con él en la tarea de recuperar al mundo de la esclavitud del pecado. Y la última lección que dio a sus seguidores fue que debían mantener el legado de las buenas nuevas de salvación para todo el mundo.
Cuando llegó la hora de que Cristo ascendiese a su Padre, llevó a los discípulos hasta Betania. Allí se detuvo, y se reunieron alrededor de él. Con sus manos extendidas, como asegurándoles su amoroso cuidado, ascendió lentamente. “Mientras los bendecía, los dejó y fue levantado al cielo” (Luc. 24:51, NTV).
Mientras los discípulos observaban el cielo para captar el último destello de su Señor, él fue recibido en las filas de los ángeles y escoltado hacia los atrios celestiales. Los discípulos todavía estaban mirando hacia el cielo cuando “dos hombres vestidos con túnicas blancas de repente se pusieron en medio de ellos. ‘Hombres de Galilea’, les dijeron, ‘¿por qué están aquí parados, mirando al cielo? Jesús fue tomado de entre ustedes y llevado al cielo, ¡pero un día volverá del cielo de la misma manera en que lo vieron irse!’ ” (Hech. 1:10, 11, NTV).

La esperanza de la iglesia es la Segunda Venida de Cristo

La promesa de la Segunda Venida de Cristo debía mantenerse siempre fresca en las mentes de los discípulos. El mismo Jesús volvería para llevar consigo a quienes se entregaran a su servicio en la Tierra. Su voz les daría la bienvenida a su Reino.
Así como sucedía en el servicio típico, en que el sumo sacerdote dejaba de lado sus vestiduras pontificias y oficiaba con la túnica de lino blanco de un sacerdote común, así también Cristo dejó de lado sus túnicas reales, se vistió de humanidad y ofreció sacrificio, él mismo como sacerdote y él mismo como víctima. Como el sumo sacerdote, que después de realizar su servicio en el Lugar Santísimo salía para dirigirse a la congregación expectante vestido con sus ropas pontificias, así Cristo vendrá por segunda vez, vestido con su propia gloria y la de su Padre, y todas las huestes angélicas lo escoltarán al pasar.
Así será cumplida la promesa de Cristo: “Vendré para llevármelos co...

Índice

  1. Tapa
  2. Prefacio
  3. Capítulo 1
  4. Capítulo 2
  5. Capítulo 3
  6. Capítulo 4
  7. Capítulo 5
  8. Capítulo 6
  9. Capítulo 7
  10. Capítulo 8
  11. Capítulo 9
  12. Capítulo 10
  13. Capítulo 11
  14. Capítulo 12
  15. Capítulo 13
  16. Capítulo 14
  17. Capítulo 15
  18. Capítulo 16
  19. Capítulo 17
  20. Capítulo 18
  21. Capítulo 19
  22. Capítulo 20
  23. Capítulo 21
  24. Capítulo 22
  25. Capítulo 23
  26. Capítulo 24
  27. Capítulo 25
  28. Capítulo 26
  29. Capítulo 27
  30. Capítulo 28
  31. Capítulo 29
  32. Capítulo 30
  33. Capítulo 31
  34. Capítulo 32
  35. Capítulo 33
  36. Capítulo 34
  37. Capítulo 35
  38. Capítulo 36
  39. Capítulo 37
  40. Capítulo 38
  41. Capítulo 39
  42. Capítulo 40
  43. Capítulo 41
  44. Capítulo 42
  45. Capítulo 43
  46. Capítulo 44
  47. Capítulo 45
  48. Capítulo 46
  49. Capítulo 47
  50. Capítulo 48
  51. Capítulo 49
  52. Capítulo 50
  53. Capítulo 51
  54. Capítulo 52
  55. Capítulo 53
  56. Capítulo 54
  57. Capítulo 55
  58. Capítulo 56
  59. Capítulo 57
  60. Capítulo 58