La insurrección anhelada
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La insurrección anhelada

Guerrilla y violencia en la Venezuela de los sesenta

  1. 469 páginas
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La insurrección anhelada

Guerrilla y violencia en la Venezuela de los sesenta

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En estos confusos tiempos de la Revolución Bolivariana, resulta fácil advertir una marcada propensión a enaltecer y rendir culto a la dinámica insurgente de la década de 1960, todo ello con un doble propósito: poner en tela de juicio la actuación de las autoridades democráticas y buscar en la llamada "lucha armada" la cuna genésica para vincular las tesis insurreccionales de un pasado no tan remoto con los avatares revolucionarios del presente.Este fenómeno lleva a Edgardo Mondolfi Gudat a volver la mirada sobre el período en cuestión y a afirmar que la comprensión del mismo estaría incompleta de no abordarse el tema de lo que significaron la estrategia insurgente en clave urbana propia de los años 1961-1963 y el inicio de la violencia, ya en clave de guerrilla rural, durante prácticamente los cinco años de mandato de Raúl Leoni, entre 1964 y 1969.Con este volumen —al que antecedieron 'El día del atentado. El frustrado magnicidio contra Rómulo Betancourt' y 'Temporada de golpes. Las insurrecciones militares contra Rómulo Betancourt'—, el autor da por cumplido el compromiso contraído con sus lectores de ofrecer una trilogía relacionada con la recuperación del ensayo democrático en el contexto de la violencia de los años sesenta.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417014612
Edición
1
Categoría
Historia

Capítulo 1
Avatares de la insurgencia

Esa situación [la insurrección en Venezuela] es sólo el producto de la inconformidad, de la impopularidad, de la entrega a intereses imperialistas. La rebelión en Venezuela no debe achacársele a Cuba, pero es debida a que el país está siendo saqueado por monopolios yanquis que tienen invertidos 4.500 millones de dólares y están saqueando inmisericordemente sus riquezas, su hierro y su petróleo.
FIDEL CASTRO. La Habana, 06/12/63[16]
[L]os dientes del barbudo cubano son agudos, máxime cuando han sido afilados en Moscú.
Journal American. New York, 07/12/63[17]
[N]ingún país pequeño, y mucho menos latinoamericano, tiene tanta ambición intervencionista como Cuba. El sueño de Fidel Castro sería una confederación de países latinoamericanos liberados por sus guerrilleros cubano-venezolanos o cubano-colombianos o cubano-guatemaltecos, etc., y él, en el centro, glorificado por esa confederación.
JUAN LISCANO, 29/05/69[18]

La Guerra Fría se calienta en el Caribe

En noviembre de 1960, justo por los días en que en los Estados Unidos se celebraban las elecciones que llevarían a John F. Kennedy a la Presidencia, tenía lugar en Moscú una conferencia con representantes de ochenta y un partidos comunistas de la cual emanaría una declaración referida, muy especialmente, a la política de «Coexistencia Pacífica» que venía siendo preconizada a los cuatro vientos por el primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Nikita Jruchov.
Dos años más tarde, al formular una opinión sobre tal documento con vistas al reciente proceder de la URSS en el ámbito internacional, la Cancillería venezolana sostendría que la noción de «Coexistencia Pacífica» revelaba un carácter exclusivamente táctico dentro del vocabulario comunista. Estimaban los diplomáticos locales que, a fin de cuentas, «se reemplaza[ba] la posibilidad de una confrontación armada entre las grandes potencias en una guerra total [a favor del] método, quizá más lento pero muy efectivo, de la interferencia indirecta en la vida de los países, la subversión, e incluso la guerra de guerrillas». «Venezuela –concluía el análisis– es un ejemplo patente de esta situación y uno de los países que se ha encontrado más directamente sometido a la acción de este segundo frente de la política de coexistencia pacífica»[19].
Sin necesidad de mencionarlo explícitamente –salvo que estuviese refiriéndose en este caso a la acciones emprendidas por los aparatos armados con los que de manera incipiente contaban el Partido Comunista de Venezuela (PCV) y el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR)–, el informe del MRE parecía apuntar, en pocas palabras, al papel que jugaba el régimen de Castro como «sucursal» de la URSS. Más aún, de lo que se trataba, como pudiera inferirse de otros pasajes del documento, era de demostrar que Cuba venía actuando como brazo de esa política soviética que, si bien predicaba por un lado que los dos sistemas (Este-Oeste) podían sobrevivir y hasta florecer sin destruirse mutuamente, tal como parecía postularlo la «Coexistencia Pacífica», por el otro elogiaba que la Guerra Fría se hubiese trasladado al llamado «mundo periférico» para convertirse en «guerra caliente» y sacar de ello el máximo rédito posible en términos estratégicos.
Después de todo, ya desde enero de 1961 –a pocos meses de haberse celebrado la conferencia de los partidos comunistas en Moscú–, Jruchov había dado muestras de prohijar ambas políticas al comprometer públicamente el apoyo de la URSS a las causas «antiimperialistas» y a los «movimientos de liberación nacional» que actuaban no solo en África y Asia sino también en América Latina[20]. Justamente, el discurso jruchoviano de 1961 habría de llevar a los diplomáticos venezolanos a coincidir con sus pares en el Departamento de Estado a la hora de observar que la «insurgencia subversiva», más que la agresión abierta, parecía ser el signo característico de la política que la URSS se hallaba dispuesta a promover en el mundo emergente[21].
A su modo, pues, este informe de la Cancillería venezolana ponía de manifiesto el clima de tensiones que había ido construyéndose a partir del hecho de que Cuba se asimilara al formato de la Guerra Fría y, en consecuencia de ello, que «recalentara» dentro de la zona del Caribe un conflicto que parecía haber dejado firmemente asentadas algunas de sus fronteras más visibles y emblemáticas en otras latitudes. De hecho, según un autor como Lawrence Freedman, experto en el tema de la Guerra Fría, la dinámica del enfrentamiento Este-Oeste en el teatro europeo tendió a estabilizarse más pronto que tarde debido a lo tajante que resultó ser la división de Europa más allá del punto inflamable que seguía representando la situación planteada en torno a Berlín[22]. Otro autor –en este caso, el estadounidense Hal Brands– también llama la atención acerca de la forma tan sorprendentemente rápida con que se normalizó la frontera más temida de la Guerra Fría y, por ende, el significativo grado de estabilidad que alcanzó el conflicto dentro de los confines europeos[23]. Brands anota de modo textual lo siguiente, y no sin razón, al analizar el punto: «El duelo entre las superpotencias no tardó en volverse esclerótico; la parálisis de la amenaza nuclear y, a fin de cuentas, la emergencia de un balance de poder en Europa restringió toda posibilidad de maniobra y dio lugar a una especie de ‘paz fría’ dentro de lo que hasta entonces había sido el más peligroso teatro de conflicto de la Guerra Fría»[24].
En cambio, dentro del mundo que habría de emerger en la inmediata posguerra como resultado del proceso de descolonización, las fronteras de la Guerra Fría serían lo suficientemente porosas como para que allí llegara a instalarse, con todas las variantes del caso, el enfrentamiento bipolar. A la hora de abordar este asunto, el historiador británico Eric Hobsbawm observa lo siguiente: «A diferencia de Europa, ni siquiera se podían prever los límites de la zona [del tercer mundo] que en el futuro iban a quedar bajo control comunista, y mucho menos negociarse, ni aun del modo más provisional y ambiguo[25]. A lo que agregaría, haciendo gala de precisión, que el tercer mundo estaba llamado a constituirse en zona de guerra al tiempo que el primero y el segundo habrían de experimentar la etapa más larga de paz desde el siglo XIX[26]. En la medida en que ese tercer mundo fuese cobrando forma –añade por su parte Hal Brands–, también lo harían los contornos de la nueva Guerra Fría[27]. Otro autor que no se queda atrás a la hora de analizar el asunto es el historiador colombiano Marco Palacios. Escuchémoslo: «Esa [nueva] forma de guerra, sustituto de una confrontación nuclear impensable, dio nuevo sentido a las luchas de liberación nacional, principalmente en Asia y África, y replanteó las reglas de la política latinoamericana»[28].
Casos como el de Corea (1950-1953), o el de Vietnam entre fines de la misma década e inicios de los años sesenta, bastan para ilustrar el punto. Ahora bien, como lo observa Brands, lo interesante es que la Revolución cubana emergiera en este mismo contexto no como parte del proceso descolonizador que caracterizara a Asia y África sino al proclamar su plena adhesión a la causa del tercer mundo. Ello es así puesto que, más allá de pertenecer al elenco de repúblicas que advino en el siglo XIX (con todo y lo tardío que fuera el caso de la propia Cuba), la descolonización provocó un profundo impacto ideológico en la medida en que, para la izquierda que seguía de cerca los postulados antiimperialistas de V. I. Lenin, América Latina no lucía menos «expoliada» que aquellas regiones de Asia y África (Indochina o Argelia) donde la descolonización equivalía a una lucha armada en pro de la «liberación» política, pero también de la «emancipación» económica. Citemos al caso lo que apunta textualmente este autor:
«La descolonización [que venía teniendo lugar en Asia y África] estimuló un pensamiento distinto acerca del lugar que debía ocupar América Latina en el mundo de la posguerra. En la medida en que la descolonización iba avanzando, la noción de «Tercer Mundo» vino a significar más la condición de «subdesarrollado» que de «no alineado». (...) Si América Latina podía a duras penas ser calificada de «no alineada», su condición de «subdesarrollada» era lo que, a juicio de muchos observadores, podía darle equivalencias similares frente al resto del mundo emergente. Así, durante la década de 1960, solía ser frecuente escuchar la afirmación según la cual América Latina pertenecía más al grupo de naciones «subdesarrolladas» que a una comunidad interamericana liderada por los Estados Unidos[29]
Vale señalar por caso que la juventud venezolana afiliada a la izquierda siguió con mucha atención el conflicto que se libraba en Argelia o Vietnam y se identificó de cerca con sus esquemas organizativos y métodos de lucha a la hora de tomar el atajo insurreccional. Pero sería en realidad el advenimiento de la Revolución cubana en 1959 lo que haría que esta se convirtiera, más temprano que tarde y con mayores implicaciones que Argelia o Vietnam, en el vaso comunicante de todos los movimientos de «liberación nacional», tal como no habría sido ni remotamente posible preverlo una década antes[30]. El punto resulta más importante de cuanto pudiera revelar a primera vista. Los comunistas vietnamitas, por ejemplo –con mucho, los más acertados practicantes de la estrategia guerrillera, como lo apunta Hobsbawm–, concitaron la admiración internacional, pero no hicieron que sus admiradores dejaran de advertir que aquel movimiento gravitaba exclusivamente en torno a sus propios intereses nacionales[31].
Aquí es donde cabe observar que la Revolución cubana pareció asumir, por vía de reemplazo, el antiguo ecumenismo y la retórica de la revolución mundial que la URSS se hallaba en trance de abandonar luego de haberla retomado fugazmente durante el primado de Jruchov. Así, pues, si el caso de Vietnam, el de los palestinos, el de los argelinos o el de muchos otros movimientos de liberación nacional se afincaba exclusivamente dentro de sus propias fronteras, la causa cubana le daría aliento en cambio a compromisos mucho más amplios. Demetrio Boersner observa, al respecto, lo siguiente:
«Desde sus comienzos, la Revolución cubana había mostrado un sentido de solidaridad revolucionaria internacional que se extendía más allá de los límites de Latinoamérica. El partido gobernante cubano estableció vínculos con las organizaciones revolucionarias de los negros norteamericanos y con las fuerzas antiimperialistas de África y Asia. El paso del «Che» Guevara por el Congo (Zaire) y la ayuda prestada por voluntarios cubanos a las tropas rebeldes de Pierre Mulele en ese país constituyeron pruebas prácticas de dicha solidaridad[32]
Obviamente, el empeño de la insurgencia cubana por «universalizar» su experiencia tendría mucho que ver con lo que Antonio Sánchez García ha definido como la tradición mesiánica y milenarista del marxismo[33]. Por su parte, a juicio de un excombatiente que asimiló la coyuntura de la violencia armada como un aprendizaje en el error:
«[E]sta vocación [por parte de Cuba] de meter la cabeza hasta el cuello en los asuntos de nuestra guerrilla no era por especial y única idolatría a la patria de Bolívar. Era, más bien, cumplir con el destino manifiesto de la revolución cubana para repetir su gesta no sólo en todo el continente (...) sino en Etiopía, Angola, en el Congo, en Guinea Bissau y, para ello, Fidel funda las nuevas agrupaciones que coordinarán la toma del poder en los tres continentes del subdesarrollo: la OSPAAL (Organización de Solidaridad de los Países de Asia, África y América Latina) y la OLAS (Organización Latino Americana de Solidaridad)[34]
Ahora bien, no cabe duda de que este impulso misionero de los dirigentes del 26 de Julio, el cual les condujo a hacer presencia en otras latitudes del tercer mundo, tendría su principal caja de resonancia en el vecindario inmediato donde, aparte de todas las afinidades de índole lingüística y cultural, existía un patrimonio compartido en torno a los libertadores históricos, desde Simón Bolívar hasta José Martí. Esto, junto a una tendencia marcadamente antisajona de los autores modernistas latinoamericanos de fines del siglo XIX, a lo que se sumaría una tradición ensayística ya propiamente marxista a partir de la década de 1920, nutriría la retórica del elenco dirigente cubano a la hora de proclamar su lucha contra la dominación imperial y contagiar, de manera romántica, a grupos armados afines en la región[35].
Al mismo tiempo, existía por parte de Cuba una razón práctica que rebasaba todo cuanto de providencial tuviese el afán por exportar la experiencia revolucionaria. El caso es que se trataba de una forma de minimizar, hasta donde ello fuera posible, la presión ejercida por Washington, en la medida en que esto implicara crear focos en otras regiones que llevasen, por fuerza, a que EE.UU. se viese obligada a extender aún más sus labores militares, diplomáticas y de inteligencia[36]. Se trataba de algún modo de la misma política seguida por la Unión Soviética –cuando esta aún alentara a los movimientos insurgentes antes de 1962– de obligar a que EE.UU. reubicase sus recursos en otras áreas sensibles que también formaban parte del repertorio de la Guerra Fría. Por paradójico que ello pudiera sonar, la debilidad intrínseca de Cuba en este contexto fue lo que la llevó a invertir y, al poco tiempo, a sobreinvertir cuantos recursos fuesen necesarios para hacer del «desafío disuasivo» (defiant deterrence) una política capaz de brindarle resultados efectivos frente a los Estados Unidos[37]. Justamente como prueba de lo que significaba promover la violencia armada a fin de conjurar las presiones estadounidenses y difuminar la atención de Washington, conviene centrarse en lo dicho por Fidel Castro en 1961, tal como lo cita Brands a partir de un documento hallado por él en los archivos de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México: «Si EE.UU. cree tener el derecho de promover la contrarrevolución y la reacción en América Latina, Cuba también siente el derecho de promover la revolución en América Latina»[38].
Librarse de tal presión podía traducirse en la promoción de la insurgencia en el vecindario inmediato; pero también, por el alcance emotivo e inspirador de su discurso, en el resto de la periferia emergente. De hecho, ese papel de bisagra que caracterizara a Cuba ante el resto del llamado tercer mundo es lo que explica que la propia Habana fungiera como anfitriona de la Conferencia de Solidarida...

Índice

  1. Prefacio
  2. Capítulo 1. Avatares de la insurgencia
  3. Capítulo 2. Cuba lo tiene todo
  4. Capítulo 3. La guerra antivenezolana
  5. Capítulo 4. Orígenes y rupturas
  6. Capítulo 5. Pilatos frente a la insurgencia
  7. Capítulo 6. La OEA y las armas
  8. Capítulo 7. El Ejército se prepara para la guerra
  9. Capítulo 8. Una tricontinental para avivar la hoguera
  10. Capítulo 9. Adiós a todo eso
  11. Bibliografía
  12. Notas
  13. Créditos