IV MONSTRUOS Y PRODIGIOS
Los monstruos son cosas que aparecen fuera del curso de la naturaleza y que, en la mayoría de los casos, son presagio de desgracias. Prodigios son cosas totalmente contra la naturaleza.
Ambroise Paré
EL HERMAFRODITA
Le vi por vez primera en el interior de un carromato. Junto a otros de su especie exhibía impúdicamente su desgracia procurándose el sustento. Se decía que algunas parturientas modelaban desde su propio seno sus horrores para venderlos al nacer. Niños bicéfalos y acéfalos, potros con cabeza humana, seres medio hombre medio puerco, mujeres con tres manos, con serpientes en la espalda, con apéndices vivientes y pezuñas de cordero, se unían en un gremio malsano para explotar dolosamente su desgracia. Él, en cambio, era un hermafrodita enigmático y hermoso. Condensaba en su ser todo lo sublime, el misterio original del demiurgo y la creación. Y aunque a todos parecía repugnar, ejercía sobre mí un magnetismo inconciliable. Durante meses fui a verle todas las mañanas a aquel sórdido museo, agasajándole y mostrándole mi admiración. Después también él se enamoró y huimos juntos de aquel antro insalubre. Así comenzó una comunión perfecta cuya miel nos deleitó durante meses. Hasta la noche en que, consumido por los celos, terminé con su existencia ambigua al sorprenderle yaciendo consigo mismo en una contorsión repulsivamente obscena.
EL MAGO
Entré en su tendejón al atardecer de un día lluvioso, abrumado por un vago sentimiento de congoja que se había ido adueñando de mi espíritu. En el interior todo era chillón y adamascado: los tapices, los muebles, los grabados y aquella esencia empalagosa de perfumes exóticos. El mago observaba mis gestos con suma languidez, recostado sobre una otomana elevada algunos centímetros del suelo. Su voz era aguardentosa y ronca y fluía sin apenas movimiento de sus labios. Entonces, al mirar en su bola de cristal, vi amplificado el interior de mi cuerpo: mis órganos latían con pesadas convulsiones, mi sangre corría rauda por mis venas y se retorcían mis intestinos en un movimiento cansino y torpe. Todo parecía seguir un orden correcto, anatómicamente sano. En cambio mi corazón presentaba algo anormal, una mancha apenas perceptible que él amplió con un chasquido de sus dedos para dar luz a un gusano de cuerpo cavernoso que lo devoraba lentamente... Salí corriendo de aquel tendejón espectral y en los días sucesivos fui asistido por los más insignes cirujanos, que confirmaron, tras un reconocimiento minucioso, el perfecto estado de mi corazón. Y sin embargo yo creía escuchar a aquel gusano horadando por dentro... Durante algunos meses me atormentó continuamente aquel eco. Por eso regresé al callejón donde visité al mago tiempo atrás, aunque los vecinos afirmaron que jamás estuvo allí. Desde entonces la hiperestesia figurada y el pavor me transformaron en un perfecto hipocondríaco. Hasta que, súbitamente, un infarto de miocardio terminó con mi obsesión.
EL CENTAURO
Escuchamos en la lejanía un rumor sordo y creciente, el trueno de una doble tempestad, y en el horizonte una nube de polvo hinchada precedió la llegada de los invasores de allende. Cayeron sobre nosotros como el viento, sembrando en nuestras filas el terror con largos cuchillos refulgentes y báculos de fuego que herían desde la distancia. Pero, aún más que sus ingenios, asombraba la anatomía de sus cuerpos, fusión de bestia y hombre en un sólo perfil. Su aspecto era fiero y espantoso: lo que parecía ser un hombre demediado, se enfundaba en una carcasa cegadora sobre la que rebotaban nuestras lanzas. Su cara apenas era discernible, oculta tras una profusa mata de pelo desgreñado. El término de su espalda se fundía con la grupa de la bestia, de enorme vientre y ojos destellantes. Era ágil y fuerte y varias veces la vimos saltar sobre nuestras cabezas impulsada por sus patas traseras. Aturdidos por su magia y conscientes de su poder, nos postramos frente a ellos sin ofrecer apenas resistencia, prestos a idolatrarles como a dioses. Y entonces sucedió el mayor de los prodigios: uno de ellos se acercó hasta nuestro grupo y ante nuestra mirada se escindió en dos partes sin esfuerzo, quedando bestia y hombre separados y aumentando así nuestro pavor. Su voz era ronca y cavernosa. Su nombre, Hernán Cortés.
EL NEÓFITO
Coronando el cementerio se erguían las ruinas de una extraña construcción, una especie de eremitorio devorado casi en su totalidad por la maleza. Tras circundar sus muros y comprobar que no existían más accesos, descendí por unos escalones que se perdían en la oscuridad de un subterráneo. Casi a tientas me adentré en una cámara de techo abovedado por la cual se deslizaban grandes ratas y llegué a una cripta en la que algunos sacerdotes oficiaban una ceremonia antigua. Uno de ellos se acercó para explicarme los arcanos de sus ritos y mostrarme aquellas ruinas. Caminamos un buen trecho por angostos pasadizos iluminados por antorchas que distorsionaban nuestras sombras. El aspecto del prelado era sombrío, embutido en una toga de satén verdoso que acentuaba las curvas de su cuerpo y tocado con un bonete que ocultaba en parte su rostro. Parecía impaciente por poner fin a aquella visita, mientras pormenorizaba entusiasmado los detalles de aquel culto siniestro. Fue al regresar a la cripta principal cuando sentí algo desgarrando dolorosamente mi espalda. Mi acompañante se ofreció raudo a extraerme aquel objeto jaspeado que, una vez en sus manos, engarzó junto a otros parecidos de una cadena que pendía de su cuello. Y por su esperpéntica sonrisa comprendí que ese precisamente era su precio y que, de algún modo, un inquebrantable lazo me unía para siempre a aquella orden blasfema.
EL LEPROSO
El leproso agitaba las monedas que llenaban su escudilla junto a la puerta del templo. Su rostro estaba cubierto de pústulas sangrantes y gruesos forúnculos de color violáceo. Recostado en una esquina exhortaba a gritos la caridad de los feligreses que entraban y salían de la iglesia, supurando por la boca una espuma repugnante. Los harapos que cubrían su cuerpo dejaban ver aquí y allá algunas partes de su piel, purulenta e irritada. Un observador atento quizás hubiese descubierto una tira de paño anudada entorno a su cuello, apretando su garganta para dispararle la sangre hacia el rostro. Pero era tal su aspecto nauseabundo, que nadie se demoraba en su contemplación. Por el centro de la plaza, entretanto, un alguacil se dirigía hacia el templo, acompañado de dos fornidos guardias que se abrían paso entre la multitud. Al llegar al ...