El anarquista que se llamaba como yo
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El anarquista que se llamaba como yo

  1. 624 páginas
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El anarquista que se llamaba como yo

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En 1924 era condenado a garrote vil el anarquista Pablo Martín Sánchez, acusado de atentar contra la dictadura de Primo de Rivera. Su homónimo, el escritor Pablo Martín Sánchez, busca, en esta inquietante novela, reconstruir su historia. A través de la vida del personaje y de su mundo, asistimos a momentos capitales del devenir de la Europa contemporánea, como el nacimiento del cine, el movimiento anarquista en París y en la Argentina, la vida de relevantes intelectuales exiliados en Francia, la Semana Trágica de Barcelona o la crispación social del viejo continente en la época de entreguerras. El lector, con el ánimo en suspenso, asistirá atónito al destino que aguarda al protagonista. Sus aventuras y desventuras lo mantendrán atrapado en una trama tan apasionante como difícil de olvidar.

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2012
ISBN
9788415689218
Categoría
Literature

PRIMERA PARTE

1

En la actualidad, sólo existe una España cínicamente materialista, que únicamente piensa en los provechos vulgares e inmediatos; no cree en nada, no espera nada y acepta todas las vilezas del momento actual porque le falta valor para arrostrar las aventuras del porvenir. El país de Don Quijote se ha convertido en el de Sancho Panza: glotón, cobarde, servil, grotesco, incapaz de ninguna idea que exista más allá de los bordes de su pesebre.
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ,
Una nación secuestrada
La historia comienza con dos fuertes golpes en la puerta de la imprenta donde trabaja Pablo Martín Sánchez, quien del susto suelta el componedor y no puede evitar que se desparramen por el suelo los caracteres alineados para confeccionar el titular del próximo número del semanario Ex-ilio: «Blasco Ibáñez agita las conciencias de los emigrados españoles en París».
Nos encontramos en la capital de Francia, en el año 1924, a principios de un otoño lluvioso que no ha podido hacer olvidar unas exitosas Olimpiadas en las que Johnny Weissmüller, el futuro Tarzán de Hollywood, se ha erigido en la gran figura de los Juegos. Inesperadamente, hoy, domingo 5 de octubre, ha salido el sol, que ya declina, y Pablo estaba concentrado en su labor cuando los golpes en la puerta lo han sacado de su ensimismamiento. Trabaja en una pequeña y destartalada imprenta llamada La Fraternelle, situada en el número 55 de la rue Pixerecourt, en pleno barrio de Belleville, una de las zonas obreras más calientes de la ciudad y que cuenta con mayor número de españoles. Pablo está contratado como cajista, pero a la hora de la verdad hace también de tipógrafo: corrige, diseña y compone todo lo que se imprime en castellano, que no es poco tras el golpe de Estado de Primo de Rivera y la creciente llegada de inmigrantes a París desde el otro lado de los Pirineos. Desde entonces, La Fraternelle imprime Ex-ilio: hebdomadario de los emigrados españoles, una publicación semanal de cuatro páginas que se ha pasado el verano informando de las evoluciones del combinado patrio en los Juegos Olímpicos, desde el buen papel del boxeador Lorenzo Vitria hasta la decepcionante actuación del equipo de fútbol, que liderado por Zamora y Samitier ha caído eliminado a las primeras de cambio por Italia, tras un gol en propia puerta del defensa Vallana.
El sueldo que percibe Pablo apenas le sirve para pagar los treinta francos semanales que cuesta la buhardilla en la que vive, pues sólo trabaja en La Fraternelle desde el viernes por la tarde hasta el domingo: durante el resto de la semana la imprenta está reservada a las publicaciones en francés, supervisadas personalmente por el propio dueño, Sébastien Faure, un viejo anarquista coloradote y vehemente, calvo como un globo terráqueo y con grandes mostachos apuntando al cielo, más preocupado a menudo por batallar contra la justicia que por controlar el trabajo de sus colaboradores. Lo cual no deja de ser una suerte para Pablo, que hace y deshace sin consultar prácticamente nada con monsieur Fauve, el «señor Fiera», como le llaman algunos a sus espaldas por su carácter virulento. De todos modos, sólo coincide con él los viernes por la tarde, pues el patrón tiene tanto de ácrata como de vividor y ni se le pasa por la cabeza acercarse a la imprenta en fin de semana. Lo malo es que algunos se aprovechan de su ausencia y a Pablo le toca hacer a veces el trabajo de los demás, como ocurrió anoche, cuando tuvo que cubrir un mitin de protesta con motivo del primer aniversario del golpe de Estado de Primo de Rivera… celebrado con tres semanas de retraso, no se fuera a poner en entredicho la bien ganada fama española.
La velada tuvo lugar en el salón de actos de la Casa Comunal de la avenue Mathurin Moreau, junto al parque de Buttes Chaumont y a unos veinte minutos a pie de La Fraternelle. Había allí gentes de lo más diverso, aunque unidas casi todas por una doble condición: la de ser españoles y exiliados. Predominaban los ácratas y los libertarios, pues París es ahora mismo el epicentro del anarquismo español, pero también había gran número de comunistas, de republicanos y de catalanistas, de sindicalistas y de intelectuales, incluso de prófugos y de desertores; en definitiva, de todos aquellos que por un motivo u otro han tenido que refugiarse en Francia, huyendo de las palizas y las torturas de la Guardia Civil española. No faltaron algunas de las grandes figuras políticas del momento, como Marcelino Domingo o Francesc Macià; o incluso Rodrigo Soriano, el político y periodista que se batió en duelo hace unos años contra el mismísimo Primo de Rivera, a pesar de su enemistad acérrima con Blasco Ibáñez. Tampoco se perdieron la cita intelectuales de renombre, como José Ortega y Gasset, que ha tenido que exiliarse a Francia por haber gritado «¡Viva la libertad!» cuando Miguel de Unamuno fue desterrado a Fuerteventura. El propio Unamuno, sentado en un rincón, parecía entretenerse tamborileando con los dedos mientras esperaba el comienzo del mitin, aunque lo más probable es que estuviera contando las sílabas de algún verso. También se encontraban en la sala los hombres de acción que están revolucionando últimamente el gallinero parisino, como Buenaventura Durruti, con su semblante serio de pistolero estrábico, o Francisco Ascaso, que insistía en desmentir con su gracejo andaluz lo que era un secreto a voces: que fue él quien disparó el año pasado contra el arzobispo de Zaragoza, Juan Soldevila. Por último apareció, discreto y huidizo, Ángel Pestaña, el nuevo y flamante secretario general de la Confederación Nacional del Trabajo, que ha venido expresamente a París por motivos que atañen muy de cerca al desarrollo de esta historia.
En realidad, Pablo había pensado ir al mitin como un exiliado más, pero al final tuvo que hacerlo también por motivos laborales. A última hora de la tarde, cuando ya se disponía a cerrar la imprenta, entró corriendo uno de los redactores del semanario Ex-ilio, un tipo menudo y de finos modales, pelo peinado hacia atrás con brillantina y bigotito recién recortado:
—Oye, Pablo, tú vas a ir esta noche a la Casa Comunal, ¿verdad?
—Sí—respondió, arrepintiéndose al instante de no haberse mordido la lengua.
—Es que resulta que me ha tocado a mí cubrir la velada, ya sabes que don Vicente Blasco va a dar una conferencia con motivo del aniversario del golpe de Primo, dicen que será un anticipo del folleto que piensa distribuir por medio mundo… Y es que, bueno, he quedado con una amiga para ir a ver a la Raquel Meller esta noche, y la cosa se presenta larga, ya sabes. En fin, que había pensado que ya que vas a ir, a lo mejor podrías tomar tú las notas y mañana vengo yo a primera hora y redacto el artículo…
—Está bien, no te preocupes—dijo Pablo.
Merci, camarade—se lo agradeció el redactor, y dejó el local apestando a pachulí barato.
Así que allí estaba él, el cajista de La Fraternelle, representando el papel de periodista entre la espesa bruma de cigarrillos y habanos, cuando Vicente Blasco Ibáñez, con la camisa almidonada para la ocasión, subió al estrado a pronunciar la conferencia que debía poner el broche de oro al acto. Hinchado como un pavo y sudando como un gorrino, carraspeó ostensiblemente, levantó las manos varias veces para acallar a la concurrencia y se ajustó el monóculo con la intención de leer los folios manoseados que había sacado del bolsillo de la americana. Pablo abrió su cuaderno de notas y se apoyó contra una columna del fondo de la sala, en la que habían colgado un cartel que anunciaba precisamente el espectáculo de Raquel Meller, la gran cupletista española de los escenarios parisinos. El cartel mostraba a la Meller vestida de negro, con mantilla y peineta. Alguien le había dibujado unos enormes mostachos.
—Hermanos españoles que trabajáis en Francia—comenzó arengando el escritor valenciano—, henos aquí reunidos por motivos poco agradables. Como todos sabéis, el 13 de septiembre pasado hizo un año que gobierna (o más bien desgobierna) en nuestra amada patria la tiranía y la estulticia de unos canallas indignos de llamarse españoles. Es por ello por lo que desde el exilio nos vemos obligados a alzar la voz para protestar ante el mundo entero por la grave situación que atraviesa nuestro país. Afortunadamente, en otros lugares, como en esta dulce Francia que nos ha acogido en su regazo, aún es posible expresarse con libertad sin que los esbirros del general Martínez Anido se quiten las caretas y salgan de entre el público para arrestarnos vilmente…
Alguien gritó entonces «¡Anido a la picota!», y Pablo aprovechó la interrupción para tomar algunas notas apresuradas, antes de que se apagaran los aplausos y Blasco Ibáñez dirigiera sus dardos envenenados contra Alfonso XIII y Primo de Rivera:
—Esos dos aprendices de tribuno, moviendo sus lenguas, causan más daño a la nación que las armas de los enemigos. La pobre España es para Alfonso XIII una caja de soldaditos de plomo y el putero de Miguelito ha intentado imitar a Mussolini, pero torpemente, como un histrión, proclamando la delación una virtud pública y violando la correspondencia, condenando a los ciudadanos por lo que dicen en sus cartas. Por eso declaro con dolor y vergüenza que España es en estos momentos una nación secuestrada: no puede hablar, porque su boca está oprimida por la mordaza de la censura; le es imposible escribir, porque tiene las manos atadas.
El público, entregado, escuchaba atentamente las palabras del escritor, que modulaba su discurso con la pompa de un orador clásico o de uno de esos actores americanos que conoció en su época de guionista en Hollywood. Enseguida entró al trapo con la guerra de Marruecos y empezó a descargar toda su bilis contra el Ejército:
—¿Y qué me decís de ese ejército de pacotilla que consume la mayor parte de los recursos de España y resulta derrotado invariablemente en toda operación emprendida fuera de nuestro país? Diríase que el título de ejército no es exacto ni apropiado. Más le convendría el de gendarmería, pues las únicas victorias que consigue tienen lugar en las calles de las ciudades, donde amenaza con ametralladoras y cañones a muchedumbres que sólo llevan, en el peor de los casos, una mala pistola en el bolsillo…
Se oyeron algunos gritos indignados de «¡Eso, eso!», y así continuó pontificando Blasco durante casi media hora, hasta no dejar títere con cabeza. Cuando bajó de la tribuna, sudoroso y aclamado, se dirigió directamente a la salida del local, donde le esperaba Ramón, su chófer particular, con el Cadillac a punto para llevarlo al Hôtel du Louvre, en el que vive cómodamente instalado en una espaciosa habitación de la última planta, con excelentes vistas sobre París.
Pero todo esto ocurrió ayer, y hoy por la mañana el redactor de finos modales no ha pasado por la imprenta, como había prometido, por lo que Pablo ha tenido que escribir él mismo la crónica para que pueda salir mañana en el semanario Ex-ilio. Tampoco es la primera vez que lo hace, en realidad, aunque monsieur Faure se lo tenga terminantemente prohibido. Y es mientras acaba de componer el consabido titular, «Blasco Ibáñez agita las conciencias de los emigrados españoles en París», cuando los dos fuertes golpes en la puerta le hacen dar un respingo y soltar los tipos que estaba alineando.
—¡Julianín!—grita Pablo, recogiendo los caracteres desparramados por el suelo—. ¡Julianín, la puerta!
Pero Julián, el chaval de diecisiete años que desde el verano le ayuda en la imprenta, no aparece.
—¡Julianín, la madre que te parió!—vuelve a gritar el cajista, perdiendo inesperadamente los nervios. Unos nervios que quizá tengan su explicación en que anoche, al acabar el discurso de Blasco Ibáñez en la Casa Comunal, alguien se le acercó mientras tomaba los últimos apuntes. Tan concentrado estaba en lo que escribía que no se dio cuenta hasta que oyó el ofrecimiento:
—¿Quieres?—dijo una voz rasposa a su lado, al tiempo que una cajita de rapé entraba en su campo de visión.
—No, gracias—respondió Pablo, levantando la vista del bloc de notas. La voz pertenecía a un tipo extremadamente delgado, con la cara picada de viruela.
—Interesante discurso, ¿verdad?—continuó, tomando entre el índice y el pulgar una buena ración de rapé—. Blasco sabe meter el dedo en la llaga que más duele. He visto a más de uno incomodarse ante las críticas a España; algunos prefieren que no les quiten la venda de los ojos, ¿no te parece?
—Bueno, a nadie le gusta oír cómo insultan a una madre, aunque lo haga un hermano con toda la razón del mundo.
—Sí, imagino que será eso—concedió el hombre, antes de bajar el volumen y puntualizar—. Sobre todo si eres un infiltrado.
Pablo le miró fijamente a los ojos. El otro le aguantó la mirada unos instantes. Luego, acercándose y bajando aún más la voz, añadió:
—Por eso es mejor no hablar aquí de según qué cosas. Pásate después por el café de La Rotonde y únete a nuestro grupo de tertulianos…
—Lo siento, pero no puedo—le atajó Pablo a modo de disculpa—, mañana me levanto temprano para trabajar.
—Lástima. Adónde iremos a parar si ni siquiera la France respeta el descanso dominical. —Y esbozando un amago de sonrisa, se despidió dándole una tarjeta con la dirección impresa del café de La Rotonde—. Pásate por allí cualquier día de éstos, pero no tardes demasiado.
Aquello último había sonado más a amenaza que a invitación, pensó Pablo mientras veía al tipo reintegrarse a un grupo en el que llevaba la voz cantante el secretario general de...

Índice

  1. INICIO
  2. EL ANARQUISTA QUE SE LLAMABA COMO YO
  3. PRÓLOGO
  4. PRIMERA PARTE
  5. SEGUNDA PARTE
  6. TERCERA PARTE
  7. EPÍLOGO
  8. ADENDA
  9. ©