JORGE LUIS BORGES
Pesquisando al Tercer Borges
Él se pasó más de media vida diciendo que era dos. Pero había un tercero, una especie de inquilino, atroz, que entraba a tallar en las entrevistas. A ese Borges que bromeaba con asuntos y personajes cruciales, que profería barbaridades desopilantes y/o escalofriantes, me dediqué a rastrearlo. Lo mío tal vez se volvió impiadoso, pero el objetivo en sí provenía de la veneración y del amor: sentía que individualizando al Tercer Borges, lo desgajaba. Separándolo de los otros dos, me ilusionaba con la idea de amortiguar así el escándalo de ciertas opiniones suyas que, tantas veces, nos hicieron aborrecer al Borges persona y, sobre todo, nos distrajeron del Borges escritor.
El viernes 15 de octubre de 1965 él había bajado a Mendoza, invitado a dar una conferencia en la 4ª Feria del Libro. Tenía por entonces 66 años y yo 25. Ya por esos días estaba en trance de ganar el Nobel; esa misma tarde podía caernos la noticia desde Suecia. Yo trabajaba en el diario Los Andes a las órdenes de Antonio Di Benedetto, y todavía no conocía Buenos Aires: un provinciano en todos los sentidos de la palabra. Con un grabador Philips de cinta abierta fui al hotel Susex a hacer la entrevista. Resultó larguísima. Di Benedetto se enojó por mi desmesura, pero igual la autorizó, en tipografía hormiga y fuera del suplemento dominical. El título sonaba tan presuntuoso como agorero: “Un reportaje–novela a Jorge Luis Borges”. No imaginaba que éste sería el primero de muchos encuentros con él. Menos sospechaba que con los años yo escribiría tres libros convirtiéndolo en arduo personaje: un ensayo barajado con cuentos, una novela en la que lo encierro con Perón y un cruce con su amigo Bioy Casares, tejido con entrevistas y algunas ficciones.
En mi obsesiva persecución del inquilino, también fueron asomando confesiones sobre mujeres, soledad, embustes, miedos, muerte, suicidio, Dios, paternidad. Aunque aparentemente menudas, estas confesiones, pueden sernos muy alumbradoras a la hora de conocer la tinta del cotidiano ámbito que respiraba y nutría al supremo escritor.
Los que siguen son algunos momentos de esas conversaciones que empezaron en aquel 1965, se agudizaron en los alrededores de 1976 y 1978 y se extendieron hasta 1983.
Mujeres, y erotismo también
–Borges, ¿le gustaría que hablemos de mujeres?
–Desde luego. Eso siempre será más interesante que hablar sobre nosotros los hombres; los hombres somos por lo general desconsoladamente aburridos.
–¿Por qué piensa así?
–Esto lo sentí especialmente en España, en donde prevalece todavía la tristísima costumbre de reuniones de hombres solos, de tertulias de treinta o cuarenta hombres sin una mujer. Yo venía de Suiza, donde hice mi bachillerato, y lo de España me pareció tan insólito, tan melancólico... me refiero a las famosas peñas madrileñas, al hecho de que se reunieran sólo hombres. Imagínese, desde las doce de la noche a veces hasta el alba, hablando entre ellos, fumando. Qué aburrido, ¡sin una mujer! Porque siempre una mujer da más altura a la conversación.
–¿Por qué?
–Porque la presencia de una sola mujer en una reunión de melancólicos y fumadores impide ciertas groserías, ciertas puerilidades a las que propenden siempre las charlas de los hombres... Aunque, conversando con algunas amigas mías, me dicen que para ellas las reuniones de mujeres son igualmente intolerables. Lo que quiero decir es que en todo diálogo con una mujer, aun en el diálogo digamos... puramente amistoso, ha de intervenir de algún modo lo erótico también. Si no, ¿por qué esa magia especial?
–Funciona algo subterráneo.
–Yo creo que no nos damos cuenta pero eso existe. El hecho de que haya una mujer en una reunión ya cambia las cosas. El mero hecho, no sé, de entrar a un negocio y que lo atienda a uno una mujer, a la que uno no va a volver a ver nunca en la vida... lo de ver en mi caso es una metáfora, pero no importa... hay algo, algo... como decía Carlos Mastronardi, el ámbito de amor de las mujeres. Con ellas es otra cosa.
–Entonces las mujeres no le resultan indiferentes.
–No, todo lo contrario.
–¿Sabe una cosa, Borges? Eso se nota.
–Ah, se nota.
–Sí, usted no es el mismo cuando hay mujeres cerca. Se vuelve mucho más risueño, juguetón, y he observado que con frecuencia las toma del brazo y se demora haciéndolo.
–Bueno, no olvide que soy ciego. Los ciegos tenemos tendencia a tomarnos del primer brazo cercano... precisamos guía, sostén, cierta certeza.
–Llamémosle certeza. Sigamos con sus cosas del querer.
–No soy dado a desplegar hechos íntimos, pero para decirlo con palabras escritas: a todo hombre en su vida una mujer lo ha querido... a todo hombre en su vida una mujer lo ha dejado. Esto pasa siempre, es parte del común destino humano. Contado suena muy trivial, pero cuando le sucede a uno, como dijo Heyne, puede matarlo.
–¿A usted le ha pasado?
–Bueno, que yo sepa también soy un hombre, ¿no?
Georgie alumno de Adolfito
–Borges, ¿las mujeres le quitan el sueño?
–Creo que a mí las mujeres me preocupan demasiado, pese a mis años. Pero también creo que eso se podría decir de todos los hombres.
–¿Qué hacer frente a esa preocupación que no amaina ni con los años?
–Razonablemente deberíamos pensar menos en ellas. Sin embargo, tienen una suerte de magia... Y para qué vamos a prescindir de esa magia, ¿no? El hecho de ver, de presentir a una mujer, es siempre un acontecimiento.
–Usted no ve pero puede oír, oler, tocar. Y por supuesto puede escribir poemas de amor.
–Es cierto, he escrito muchos poemas de amor causados por muchas mujeres. Si estaba enamorado me salían uno, dos, tres poemas... si estaba encaprichado escribía muchos.
–¿Cómo diferencia capricho de amor?
–Fácil: el capricho me parece mucho más duradero que el amor.
–¿Cree en el amor eterno?
–Yo creo en el amor eterno, pero a mi modo... Creo que el amor es eterno, mientras dura.
–La cuestión es no convertirse en Romeos profesionales.
–Así es. Cada deslumbramiento es único, cada agonía es única, es única cada desvelada noche... A veces, dejados por la mujer elegida, sólo nos queda el goce de...