Vida y muerte de Petra Kelly
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Vida y muerte de Petra Kelly

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Vida y muerte de Petra Kelly

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Un libro que atrapa y que nos permite conocer la apasionante vida y trágica muerte de una de las mujeres más importantes del siglo XX, fundadora de los Verdes en Europa.Petra Kelly fue una de las más destacadas activistas ecologistas y feministas del siglo XX. El 19 de octubre de 1992 la policía alemana descubrió los cadáveres de Petra y de su compañero Gert Bastian en su casa de Bonn (Alemania). Ambos habían muerto de un disparo casi tres semanas antes, el 1 de octubre. Este suceso conmovió a Alemania, a Europa y al mundo entero.Las investigaciones no llegaron a determinar cómo se produjeron las muertes y la hipótesis oficial afirmó que se había tratado de un suicidio consentido por ambas partes: Bastian habría disparado contra Petra y luego contra sí mismo. Sin embargo, esta versión no llegó a convencer a todos y se empezaron a extender otras hipótesis en las que se señalaba la posible participación de la CIA, de la Stasi o de grandes empresarios vinculados a la energía nuclear. Todavía hoy no se sabe qué es lo que ocurrió realmente. Poco después, en 1994, Sara Parkin, integrante destacada de los verdes británicos y amiga personal de Petra Kelly, publicó esta biografía, que por primera vez ahora ve la luz en lengua española. De forma intensa y minuciosa, Sara nos va contando la vida de Petra, su actividad política, su extraordinaria labor en el mundo ecologista, sus viajes internacionales, sus amores, su papel en la construcción de Europa...

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Información

Capítulo 1

OCTUBRE DE 1992

Beethovenhalle

El Beethovenhalle es un edifico moderno, que sorprende por su escasa altura en el centro de Bonn, donde majestuosos árboles de tronco recto escoltan a los coches que circulan por la calzada. Mientras mi taxi aceleraba hacia la entrada principal, las ramas amarillas y doradas de los árboles bailaban –de forma inapropiada en mi opinión– bajo el glorioso sol otoñal. Faltaban cinco minutos para las doce del mediodía y yo llegaba un poco tarde, pero no me preocupaba. Durante estos años, ninguno de los eventos organizados por el partido verde alemán Die Grünen a los que había asistido había empezado a la hora.
Esta vez me equivocaba. Exceptuando a Heinz Suhr, portavoz del grupo parlamentario Verde, y Frieder Wolf, secretario general de la Heinrich Böll Foundation y uno de los asistentes parlamentarios más leales a Petra Kelly, el desolador vestíbulo del Beethovenhalle estaba vacío. Los dos hombres vinieron hacia mí inquietos, me cogieron el abrigo y, después de darme instrucciones sobre la lectura de algunos mensajes extranjeros de condolencia, me llevaron rápidamente al salón principal. El funeral por Petra Kelly y Gert Bastian había comenzado.
Dentro del auditorio, cerca de 1.500 personas estaban ya sentadas en frente de un podio brillante con flores de otoño y hojas colocadas, ahora sí, en una quietud aquí más solemne y apropiada. Mientras me deslizaba a mi sitio en las primeras filas, entreví y saludé a algunas caras que me hubieran sido más familiares sonriendo alegres desde un jersey cómodo, que hoy, tan elegantes, con el gesto pálido y tenso. Un cuarteto tocaba algo de Telemann. Todo había sido organizado a la perfección. Se me encogía el corazón al acordarme de todas las veces que Petra había despotricado de la ineficacia y desorganización del partido que ella había ayudado a fundar y cuánto le habría gustado ver aquello. Qué lástima que hubiera tenido que morir para que esto pasase.
Y allí estaba ella, sonriendo con aire melancólico desde una gran fotografía en blanco y negro en el centro del escenario. A su lado, una fotografía igual de grande de Gert Bastian, el general jubilado de la OTAN que, treinta días antes, le había disparado a quemarropa antes de volver la pistola hacia sí mismo.
De pronto me vi evitando su mirada vergonzosamente inmutable y afable. Después de lo que había pasado no parecía correcto mantenerlos así, el uno al lado del otro. Más tarde, cuando hablé con algunos amigos sobre mi incomodidad, muchos estuvieron de acuerdo conmigo. Pero en tan poco tiempo como había pasado desde que se descubrieron los cuerpos –apenas 12 días–, a todos nos era imposible separar en nuestra mente, a dos personas vistas durante tanto tiempo como inseparables. Petra Kelly y Gert Bastian apenas podían ser más distintos en carácter o personalidad, pero tanto la prensa como los amigos veían difícil no hablar de ellos como una única persona: PetrayGert.
La Policía tardó menos de veinticuatro horas desde que recibiera el aviso desde la casa de Swinemünderstrasse la noche del 19 de octubre, en descartar la posibilidad de que hubiera «una tercera persona involucrada» en sus muertes. Bastian sólo apretó el gatillo dos veces. Con apenas una semana para digerir la información, el 26 de octubre, el semanario alemán Der Spiegel aún no puede separarlos: «dos pacifistas que han luchado por la paz … dos seres humanos que cuidaban de sus familiares y amigos … dos políticos que comprendían que sus palabras y sus acciones eran una forma de protesta abierta». PetrayGert.
Más tarde, los Verdes me contaron que habían hablado largo y tendido sobre cómo debían preparar el funeral. Al final, llegaron a la conclusión de que como la relación entre Petra y Gert había terminado –todavía había bastante especulación–, su preocupación sobre ello era menor que la relación que ambos mantenían con el partido. Ergo, ambos debían ser recordados en el funeral: PetrayGert.
De cualquier forma, el 31 de octubre de 1992 en el Beethovenhalle, la preocupación sobre la celebración del funeral era una nimiedad comparada con el sentimiento de culpa colectiva que rodeaba a la investigación. De alguna manera, le habíamos fallado a Petra. «¿Qué habría pasado –preguntaba Freda Maissner Blau en su discurso– si todo el amor y el afecto mostrados aquí hoy les hubiera envuelto como una capa protectora cuando estaban vivos?». Todo el mundo estaba absorbido por la misma pregunta: la familia de Petra, sus amigos más cercanos, como Erika Heinz, la cartógrafa de Calw, Bärbel Bohley, artista y líder disidente de Berlín Este, y Lukas Beckmann, miembro cofundador de Die Grünen y ahora secretario general del grupo parlamentario en Bonn; sus amigos más lejanos, como Freda Meissner Blau, primer miembro de los Verdes del Parlamento austriaco, y yo misma; sus colegas de sus primeros días en la política en Alemania, como Oskar Lafontaine y Freimut Duve del Partido Socialdemócrata, o de años más recientes, como Christa Nickels y Ludger Volmer de Die Grünen; sus otros muchos amigos y colegas –a menudo lo mismo para Petra– de sus muchas campañas, como Lev Kópelev, el autor disidente ruso, Milo Yellow Hair, del pueblo Lakota y Kelsang Gyaltsen del Tíbet: todos nos hacíamos la misma pregunta: ¿Qué podríamos haber hecho para prevenirlo? ¿Por qué ninguno de nosotros éramos lo suficientemente amigos, ni personal ni profesionalmente, como para estar al tanto de los movimientos cotidianos de la pareja? Sus cuerpos permanecieron casi tres semanas sin ser descubiertos. Ni los compromisos inatendidos, ni las llamadas sin devolver ni los mensajes de fax nos hicieron preocuparnos. Ninguno estaba seguro de dónde estaban.
Mientras nos vamos sentando cada uno absorto en sus pensamientos, una sensación de incredulidad va avanzando por encima del dolor y la culpa. Petra, la pacifista apasionada, había sido disparada a quemarropa por el hombre al que amaba y en el que más confiaba. La conmoción por la violencia de su muerte y el macabro retraso en encontrar sus cuerpos descompuestos nos ha dejado bloqueados en la negación a casi todos los que la conocimos, desde los pocos cientos del Beethovenhalle hasta los muchos miles a quienes Petra había conocido durante su vida. «Aún no puedo creer que se hayan ido», dijo Bärbel Bohley. «No sé cómo recordar a Petra y Gert cuando aún no he asimilado que ya no estarán más con nosotros», dijo Christa Nickels. «Todavía tengo que entenderlo racionalmente, todavía tengo que entenderlo emocionalmente. No puedo moverme tan rápido desde la vida a la conmemoración». Únicamente Kunigunde Birle, la querida Omi –yaya– de Petra, ha pasado rápidamente y sin complicaciones a la segunda fase del dolor: la ira. Pura ira hacia el hombre que lo hizo. No acudió al funeral.
Algunos no quedaron muy convencidos con la afirmación de la policía de que no había una tercera parte involucrada, y asistíamos a un remolino de rumores y contrarrumores. Lev Kópelev vio signos de un complot de la KGB, y el físico nuclear ucraniano Vladimir Chernousenko, quien había recibido un apoyo financiero considerable de Petra, hizo circular cartas en las que decía estar seguro de que había sido la «mafia nuclear». Un periodista temía que fuese un asesinato chino para acabar con la lucha de la pareja por el Tíbet, y amigos de Estados Unidos escribieron preocupados por un posible ataque neonazi. Algunos, que conocían un poco de las pruebas forenses, se cuestionaban que fuera un Doppelselbtsmord –suicidio doble– provocado ya fuera por una depresión debida a la marginación política de la pareja, miedo a la bancarrota, o incluso una inminente denuncia como espías de la STASI (la policía secreta de Berlín Este).
Cualquiera que conociese a Petra, sin embargo, no podía dar crédito a la teoría del Doppelselbtsmord; ella no eligió morir. Dado que para ella la adversidad era un revulsivo mayor incluso que el éxito, sabíamos que el suicidio era extraño al carácter de Petra. No era una cuestión de moralidad. Su misión había sido una continua afirmación de la vida. Más aún, incluso en la más remota posibilidad de que Petra hubiera querido terminar con su vida, sabíamos que nunca lo habría hecho sin enviarnos a todos nosotros –y a la prensa– un fax. Petra no hacía declaraciones políticas, ella misma lo era. Nunca habría desaprovechado una oportunidad para decir algo importante, ni siquiera esta última. La mayoría de todos los que estábamos escuchando los discursos y la música en el Beethovenhalle estábamos intentando comprender desesperadamente qué habría llevado al callado, meticuloso y siempre cortés Gert Bastian, que nos sonreía desde las alturas, a quitarle la vida a Petra antes de acabar con la suya. «Creía que lo conocía, hasta que hizo esto», recalcaba Heinz Suhr quien trabajaba con los dos desde 1983.
Mientras esperaba mi turno para subir al estrado, se me pasó por la cabeza que yo apenas conocía a Gert Bastian. Petra y yo coincidimos por primera vez a finales de los 70. Nos habíamos entusiasmado como hacen las mujeres cuando ven su mismo compromiso apasionado reflejado en otra mujer. Desde entonces, habíamos mantenido el contacto escribiéndonos cartas, intercambiando información y encontrándonos de cuando en cuando, normalmente en reuniones o conferencias. Lo más frecuente era que habláramos por teléfono. Le gustaba trabajar tarde, cuando todo estaba tranquilo en su oficina del Bundestag –el Parlamento alemán– y mantenía su lista de llamadas de teléfono automáticas programada para todos los continentes. Estos años también habían estado aderezados por sus famosas postales, a menudo desde lugares inesperados, pero siempre llenas de afecto, humor y signos de exclamación. La última que me envió fue desde Berlín dos días antes de su muerte.
Aunque el nombre de Gert siempre había estado al final de la mayoría de sus cartas y postales durante mucho tiempo, y él estaba siempre con ella cuando nos encontrábamos, siempre encantador, siempre amable, no podía decir que realmente le conociera. Raramente se unía a nuestras conversaciones y normalmente se dedicaba a pedir la comida o las bebidas, hacer llamadas de teléfono o ir a buscar bolsas mientras Petra y yo hablábamos. Una vez, en una reunión en Florencia, distrajo a mis dos hijos pequeños durante horas con espaguetis y helado mientras Petra y yo charlábamos sobre los altibajos de las políticas verdes europeas. Al acordarme de aquello, me di cuenta de que él nunca había despertado mi curiosidad tanto como para eludir a Petra y hablarle directamente. Cuando Bastian acaparó los titulares en 1980 con su dimisión como oficial de la OTAN, dando como razón su oposición a la instalación de misiles nucleares en suelo alemán, me impresionó, he de admitirlo. Los oficiales militares normalmente tienen el cuidado de esperar hasta después de su jubilación para adoptar posiciones radicales. Tres años más tarde, llegó a ser, junto con Petra, uno de los 27 miembros de Die Grünen que entró al Parlamento de Alemania Occidental.
Fue más o menos en esa época, que recuerde, cuando Petra Kelly y Gert Bastian se convirtieron en PetrayGert de una manera que iba más allá de la habitual conexión de una pareja que hacen todo juntos. Pero difícilmente había dos personas más distintas, en edad, estilo, experiencia en la vida y personalidad. Más tarde, pregunté a la gente sobre aquello «¿Por qué dices PetrayGert cuando te pregunto sobre Petra? ¿Por qué es tan difícil separarlos mentalmente?». De primeras sorprendidos, a veces molestos con la pregunta, la conclusión, dentro y fuera de Alemania, casi siempre fue la misma: Gert Bastian era percibido por la mayoría de la gente como poco más que una extensión de Petra. Si le pedías a Petra que hablara, te visitara o te escribiera, siempre estaba él también. Incluso entre el círculo de los amigos y colegas más cercanos en Bonn, desde más o menos 1985 en adelante, Bastian había dejado de existir como un individuo. Era el asistente personal de Petra, le hacía todo; desde la compra hasta las fotocopias, era su Kofferträger –portador de equipaje–. El general se había convertido en ordenanza.
Escuché a los ponentes lidiar con las dificultades de hablar del asesino con el mismo aliento que la asesinada. Algunos promovieron su teoría de la conspiración favorita, unos pocos se las ingeniaron para evitar decir nombres, pero la mayoría ignoraron heroicamente las conclusiones del informe policial y hablaron firmemente sobre PetrayGert. El eminente psiquiatra y defensor de la paz Horst-Eberhard Richter transmitió que «debemos aceptar con respeto lo que no podemos comprender, y recordarlos como los conocimos y sentimos hasta el final, como dos personas que, con temperamentos muy diferentes, pero con el mismo valor y la misma disposición a la lucha, dieron todo de sí mismos para evitar el abuso del poder político, militar y tecnológico»[6]. Fue solo cuando llegó mi turno y subí al escenario cuando me di cuenta de por qué los ponentes parecían tan turbados. Ahí, en la mitad de la fila delantera, estaban sentadas la viuda de Bastian, Charlotte, y su hija Eva.

El número 6 de Swinemünderstrasse

Petra Kelly y Gert Bastian pasaron los últimos diez días de sus vidas en Berlín. Entre el 21 y el 25 de septiembre de 1992 asistieron a la Segunda Conferencia Mundial de las Víctimas de la Radiación, antes de escuchar al maestro zen vietnamita y defensor de la paz Thich Nhat Hanh hablar en el Congreso de la Unión Budista Europea. El viernes 25, Petra se encontró con un productor de televisión estadounidense, Richard Hendrick, para discutir los programas de una serie de entrevistas. El 4 de octubre Richard Hendrick le envió un fax a Petra a su casa de Swinemünderstrasse en Bonn. «He intentado llamarte varias veces desde que nos encontramos en Berlín… creo que el próximo paso para mí es escribir las ideas de una manera más formal… ¿puedes darme una lista de los seis entrevistados que crees que serían los más interesantes?» Nueve días después Hendrick le envió de nuevo el fax. Esta vez escribió al final: «¡Petra! ¿has recibido el fax anterior? ¿Dónde estás? Por favor, dime qué sucede…». Silencio desde Swinemünderstrasse.
La noche del 18 de octubre, Richard Hendrick telefoneó a Charlotte Bastian a su casa en Múnich, usando un número que Gert le había dado en Berlín. Frau Bastian no sabía dónde estaban, había vuelto hacía poco de unas vacaciones en Rodas y no tenía noticias de Swinemünderstrasse. Al día siguiente, Charlotte Bastian llamó a la abuela de Petra, pero Kunigunde Birle no sabía nada de Petra desde hacía unas tres semanas. No era habitual, Omi era la persona a la que Petra contaba todos sus movimientos. Preocupada entonces, Charlotte Bastian telefoneó a la casa de los Lötters, una pareja que cuidaba la casa de Petra cuando estaba fuera. Le prometieron que se pasarían esa noche.
Cuando Rosemarie Lötters y sus dos hijos abrieron la puerta, supieron inmediatamente que algo no iba bien. Montones de papel de fax llenaban el minúsculo recibidor y varios libros estaban esparcidos por la escalera de madera curvada que conducía al primer piso. De allí emanaba un extraño olor dulce, una inequívoca señal de muerte incluso para aquellos que nunca antes se la han encontrado.
La policía, alertada a las 9:27 de la noche, se personó rápidamente. A primera hora de la mañana siguiente, la noticia había llegado a todo el mundo. Petra Kelly, de 44 años, la apasionada defensora de la paz y su amante, el antiguo teniente general Gert Bastian, de 69 años, habían muerto. En continentes lejanos, algunas de las agencias de noticias sólo informaban de la muerte de Petra. No tenían ni idea de quién era Gert Bastian.
El número 6 de Swinemünderstrasse se encuentra en el no muy moderno barrio periférico de Tannenbusch, al noroeste de Bonn. Petra se había mudado a una casa adosada modesta en un callejón tranquilo cuando había sido elegida para el Parlamento alemán en 1983, en gran parte porque tenía un sótano y habitaciones suficientes para albergar todos sus libros y el ya copioso archivo que había reunido durante sus 10 años como funcionaria en la Comisión Europea en Bruselas. Para Petra, su casa rápidame...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Introducción a la edición española. Petra Kelly, pensamiento y acción
  5. Agradecimientos
  6. Introducción
  7. Capítulo 1. Octubre de 1992
  8. Capítulo 2. De noviembre de 1947 a junio de 1966
  9. Capítulo3. Del otoño de 1966 a mayo de 1970
  10. Capítulo 4. Del otoño de 1970 a enero de 1980
  11. Capítulo 5. De enero de 1980 a marzo de 1983
  12. Capítulo 6. De marzo de 1983 a diciembre de 1985
  13. Capítulo 7. De septiembre de 1985 a octubre de 1992
  14. Epílogo
  15. Cronología
  16. Personajes
  17. Glosario
  18. Bibliografía
  19. Agradecimientos de la edición española
  20. Notas