Entre el olvido y el recuerdo
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Entre el olvido y el recuerdo

Íconos, lugares de memoria y cánones de la historia y la literatura en Colombia

  1. 280 páginas
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Entre el olvido y el recuerdo

Íconos, lugares de memoria y cánones de la historia y la literatura en Colombia

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Este libro fue publicado en el contexto de la celebración del bicentenario de la independencia de Colombia, en 2010 Los textos que reúne rescatan mitos que aportaron a la fundación y la construcción de nación, por eso aparecen personajes como la India Catalina, Policarpa Salvarrieta Y Miguel Antonio Caro, además de episodios históricos como la pérdida de Panamá, el boom del café y la resistencia realista frente a la independencia en lo que hoy es el departamento de Nariño

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Información

Canon y clásicos literarios
en la década de 1930

Carlos Rincón
Dentro del pequeño cenáculo de literatos que deparaba reconocimiento público en Bogotá se volvió, una y otra vez, desde finales del siglo XIX hasta 1920, sobre la cuestión de los orígenes de la literatura colombiana, si eran épico-legendarios o místico-religiosos, y sobre qué constituía su núcleo esencial, su foco normativo. Ese anhelo de poder remitirse a un punto de partida originario no pretendía sólo redimir la literatura colombiana del estigma de lo contingente. Después de una derrota histórica de las proporciones de la secesión de Panamá, se hizo acuciosa, ineludible en Colombia, la invención de un gran pasado (literario, patrio).
Como tradición fundacional, y de acuerdo con la imagen normativa de la conmocionada sociedad colombiana, la invención de ese pasado debía servir para autentificar continuidades culturales con la España imperial y restauracionista, cuya derrota reciente en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas había tenido dimensiones de catástrofe militar y moral. Una superchería literaria pareció dar por saldado, en 1919, el problema de esos orígenes. José Francisco Franco Quijano, un estudiante con aficiones de bibliófilo que trabajaba como empleado en la biblioteca del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, preferido del vicerrector Jenaro Jiménez, pretendió haber descubierto un Romance de Ximénez de Quesada de la pluma del conquistador sacerdote Antón de Lescánez, fechado en Santa Fe en 1538, veintiocho días después de la fundación de la ciudad1.
En 1932, en la revista de la Academia de Historia, Enrique Otero Muñoz había celebrado los versos que creía escritos por Lescánez, a quien, se sabía, le había correspondido parte mayor en el reparto del botín obtenido con el saqueo y despojo de los muiscas. Otero Muñoz creía incluso percibir en ellos resonancias perdidas de la cultura aborigen:
Con Lescánez se inicia, cronológicamente, la documentación literaria de Colombia; y vibra en él, mejor que en la prosa notarial de Jiménez de Quesada o en los pedestres endecasílabos de Juan de Castellanos, el eco persistente de esas románticas leyendas que señalaron nuestros primeros pasos en la historia del mundo (55)2.
Imagen 1. Estatua de Miguel Antonio Caro. Edificio de la Academia de la Lengua
Imagen 1. Estatua de Miguel Antonio Caro. Edificio de la Academia de la Lengua
Con operaciones encuadradas dentro de esos parámetros generales, nombres y obras de literatos cercanos, vinculados o identificados con el grupo a cuya cabeza aparecía Miguel Antonio Caro, pasaron a formar parte de un canon identificado como “colombiano” y algunos de ellos fueron elevados a la dignidad de “clásicos”. Culminó, de esa manera provisional tan particular, un proceso en el que pueden distinguirse, hasta entonces, tres etapas: 1. desde mediados del siglo XIX se acumularon materiales sueltos a los que se intentó dar organización para convertirlos en un sedimento o en depósito de recursos identificatorios. Sólo a posteriori y en comparación con la fase iniciada hacia 1880 puede considerarse esa etapa como un estadio previo a la constitución de un canon. 2. En esta etapa constitutiva, que formó parte integral del ascenso de los conceptos culturales para definir la nación, a pesar de no haberse conseguido disponer de un núcleo preciso, se trazó lo que se pretendió convertir en tradición patriótica. 3. En la fase siguiente, la de la práctica propiamente dicha de ese canon, después de la separación de Panamá, sus manifestaciones tendieron a alcanzar, desde el punto de vista de la normatividad, los consiguientes efectos.
Publicaciones como El libro del estudiante (1860) y Lecturas selectas en prosa y verso (1880), preparadas por José Joaquín Ortiz, y diversos manuales de retórica (Enrique Álvarez Bonilla, José Manuel Marroquín, Juan Crisóstomo García) fueron su vehículo y promotor principal.
Por otra parte, no existía en Colombia una filología nacional como disciplina histórica ni materias filológicas propiamente dichas con algún grado de institucionalización: “la ruina y el desprestigio en el campo de los estudios filológicos y gramaticales” estaba a punto de ser “total” y se había precipitado con “más celeridad y asombro” del esperado3. Pero, precisamente en esas circunstancias, los prestigios de Rufino José Cuervo, Caro y Marco Fidel Suárez sirvieron de coartada para afianzar la ya aludida imagen normativa de la sociedad.
Críticas aisladas como las de Baldomero Sanín Cano a la poesía de Rafael Núñez y las que los colaboradores de Voces dirigieron estratégicamente contra dos de esos “clásicos” —Caro y Núñez—, poseedores de supuesto valor intemporal, no habían conseguido romper el statu quo. Sus intentos de revaluación de los valores del canon y de los clásicos colombianos no tuvieron mañana.
Empero, ese templo que se quería colosal e incólume al paso del tiempo estaba edificado sobre arenas movedizas. Era un hecho que establecer de manera compensatoria un canon, llevaba a que se exigiera imitación reproductiva de los autores y textos incluidos en él, y que fijaran normatividades, como marco institucional de selección y negación. El objetivo compensador y el efecto normativo estaban reduplicados en el caso de los clásicos, de modo que los papeles, valores y funciones atribuidos a ellos eran la justificación del culto que debía rendírseles.
Imagen 2. Pedro San Miguel, “Elogio de Caro...”
Imagen 2. Pedro San Miguel, “Elogio de Caro...”
Sin embargo, esos procesos no se habían apoyado ni refrendado en ningún debate sobre la autocomprensión cultural, oficial e inoficial, de los habitantes de Colombia. Y menos, todavía —y esto resultó esencial, tratándose de letras—, se había recurrido a la historiografía moderna para la elaboración de ese canon y el establecimiento de esos clásicos. La desproporción más diciente entre pretensiones y realizaciones culturales en Colombia reside en ese punto.
Durante más de medio siglo ningún letrado colombiano se sintió llamado a asumir el “encargo” o la “misión” histórica4 de escribir algo semejante a una historia de la literatura colombiana. Fuera de lo que pudieron aportar algunos retratos, como los imitados por Isidoro Laverde Amaya y Daniel Arias Argáez de los incluidos por Jules Lemaître a partir de 1896 en la serie de volúmenes de Les Contemporains y de la búsqueda de “orígenes”, el hecho social y cultural es ese. Entre 1867 y 1925 bastó para suplir las necesidades de autocomprensión crítica y conciencia histórica que podían existir a ese respecto, con la Historia de la literatura en la Nueva Granada, publicada por José María Vergara y Vergara en esa primera fecha, y reeditada en 1905.
Al concluir por fin, en el país, en 1930, el larguísimo siglo XIX (Melo 52-101), la unanimidad en torno al canon recién constituido y a los clásicos de las letras patrias tenía que empezar a resquebrajarse. Con las modificaciones y cambios en las constelaciones políticas internas y exteriores de 1929-1930, la estratificación de los horizontes colectivos de sentido, al igual que las condiciones de producción y recepción intelectuales, se trastocaron. La necesidad de inventar un nuevo repertorio de signos para zonas de experiencia excluidas hasta entonces de la representación simbólica legitimada conllevó un paulatino descubrimiento de cuáles eran el carácter y las funciones que había tenido el cultivo de las letras en Colombia.
Institución objetivante del saber oficial y de las normas de conducta de la Iglesia católica y los grupos que controlaban las instancias de poder regional y nacional, a la vez que espacio de expresión y autoestilizaciones individuales, conformes con la imagen cosmológica-católica del mundo, su esfera de acción había sido reducida. Por eso, no había sido apta para mediar entre imagen normativa de la sociedad y variedad de experiencia cotidiana, ni menos entre los distintos campos y sectores de las comunidades regionales del país que no acababan de integrarse nacionalmente.
Además, en una sociedad violentamente jerarquizada, donde el aprendizaje de la lectura estaba vedado a la mayoría de la población, era natural que ésta no tuviera por qué disponer siquiera de una colección mínima de textos en los que hubiera podido reconocerse como comunidad nacional. No había instancias encargadas de fijar los textos literarios ni, menos, para dar lugar a tradiciones propias, de compensar las pérdidas de sentido y las carencias semánticas de su simple fijación.
En un obituario de monseñor Carrasquilla, después de señalar que “fue hombre de muchas disciplinas”, el periodista Luis Eduardo Nieto Caballero consignaba, en 1930, que también se había desempeñado como “presidente o director de la Academia que fija y da esplendor al lenguaje”. Y agregaba, aludiendo a lo que hubieran podido ser tareas de una institución de ese tipo: “En este último carácter no hizo nada o prácticamente nada. La Academia de la Lengua, exceptuadas algunas excepciones, no ha vuelto a servir desde la muerte de Vergara y Vergara, prácticamente su fundador, para otra cosa que para decir que existe”5.
En América Latina no se conocían, entonces, proyectos comparables al de Reclam Verlag, las Editions Garnier ni menos una empresa como la Büchergilde Gutenberg, propiedad de los sindicatos alemanes, con su canon alternativo. En cuanto a Colombia, impresores y literatos no habían conseguido siquiera imaginar algo semejante a la Biblioteca de Rivadeneira y sus ediciones de clásicos españoles. Uno de los rostros con que se presentó en Colombia la modernización cultural fue la publicación de una Selección de cien volúmenes, de precio muy económico, de cuanto se había escrito en el país. El animador del proyecto fue Daniel Samper Ortega, hombre de negocios y, en sus ratos libres, de letras, quien inició la preparación del proyecto desde 1926, bajo la impresión de los recién publicados compendios histórico-literarios de Belisario Matos Hurtado y del jesuita Jesús María Ruano. Desde un principio, lo notable de la Selección Samper Ortega de literatura colombiana residió en su calidad de inventario ideal, orientado por una actitud inclusiva de liberalidad tolerante, y en su magnitud, en función de lo amplio del corpus presentado.
Samper Ortega, en 1927, había realizado una gira de conferencias por España, como invitado de la Unión Ibero-Americana, que lo llevó a disertar en los ateneos de Bilbao y San Sebastián, el Círculo Mercantil de Santander, la Universidad de Salamanca y las instalaciones de ese organismo, en Madrid. En cuanto a asuntos de negocios y cultura, el visitante colombiano conoció los equipos y posibilidades técnicas con que ya, en tiempos de la monarquía, experimentaban algunas casas madrileñas para imprimir y distribuir ediciones altas a precios módicos. En 1929, la Unión Ibero-Americana publicó un opúsculo con las conferencias de Samper Ortega, cuando la situación política española se encontraba en trance de cambiar, al retirar los mandos militares su respaldo al general Primo de Rivera, de modo que Alfonso XIII tuvo que dejar de apoyarse en el dictador. Samper Ortega formulaba así un credo de literato poscolonial arielista:
Agruparse alrededor de España, aprovechar las ventajas de tener un mismo idioma, es la única defensa que tienen las naciones americanas ante la lenta penetración que de ellas están llevando a cabo pueblos de distinta raza, con gran detrimento de sus respectivas nacionalidades, si no en la rigurosa acepción del vocablo, sí en su sentido lato; porque si bien América es un codiciado campo para que un solo país se adueñe comercialmente de él ante la indiferencia de los demás, las influencias de mentalidades que poseen tan opuesto criterio respecto a las bases en que ha de sustentarse la grandeza de los pueblos pueden socavar las que —a Dios gracias— legó a sus antiguas colonias una nación que siempre ha rendido más culto a las virtudes del espíritu que al poder adquisitivo del oro (7).
Imagen 3. Don Daniel Samper Ortega en su biblioteca
Imagen 3. Don Daniel Samper Ortega en su biblioteca
La legitimación para escoger textos y ofrecer esas muestras dentro de su Selección la hizo depender Samper Ortega de su gusto personal y del consenso sociocultural que creía representar. Otros podían enfrascarse en discutir si Caro era o no un filólogo, era o no un filósofo. Poner en duda la validez de las tesis de Diego Rafael de Guzmán, quien fuera secretario perpetuo de la Academia colombiana de la lengua y catedrático de latín y literatura española en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, sobre “la importancia del Espíritu español en las letras colombianas”. O seguir preguntándose si con Cuervo no se había reeditado en Colombia lo ocurrido un siglo atrás con Francisco José de Caldas: en un medio que le había negado lo fundamental de una formación básica, haber tenido que suplir “con el ingenio y el don adivinatorio lo que una metódica información le hubiera ofrecido ya hecho” (Arrazola 216).
Por convicción y apego tradicionalista, por corresponder a ese pretendido consenso como inspirador de sus criterios de publicación, Samper Ortega abrió su Selección con volúmenes de Caro, Cuervo y De Guzmán. Razones semejantes presidieron su escogencia de poemas del siglo XIX, cuando el mundo de las letras en Colombia se reducía a dos o tres ambientes parroquiales. En una de sus conferencias en España había dejado sentado:
Durante la segunda mitad del siglo pasado culmina la lírica en Colombia, al lado de Caro, el erudito, de Núñez, el pensador, de Fallon, el cantor de la luna, y que como ella, despide de lo íntimo del alma resplandores purísimos, se presenta un príncipe del reino de la poesía, Rafael Pombo (Samper Ortega 52).
La voluntad que definió la Selección Samper Ortega fue hacer por fin accesible lo que su organizador creía una herencia común. Pero el proyecto resultó inscrito en dinámicas de política simbólica, que, en una sociedad con tan baja diferenciación funcional como la colombiana de entonces, le dieron sentidos particulares y llevaron posteriormente a relegarlo al espacio de la memoria borrada. Junto con ese aporte mayor, en años tan convulsivos como fueron en Colombia lo...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. Agradecimientos
  6. Trans-historias: el paso del Quindío II
  7. Memoria y nación: una introducción
  8. La India Catalina, ¿otra Malinche?
  9. Bolívar en Colombia: las transformaciones de su imagen
  10. La Leyenda de Policarpa Salavarrieta
  11. Memoria cultural visual y pintura histórica en Colombia
  12. La historia de Henao y Arrubla: tolerancia, republicanismo y conservatismo
  13. Anacronismos y persistencias: La Historia universal de Cesare Cantù
  14. Altares para la nación: Procesos de monumentalización en la celebración del centenario de la Independencia de Colombia
  15. Panamá, el Chocó y los sueños del canal
  16. Lugares de memoria en el discurso de la nación moderna en Colombia
  17. ¿Departamento del Sur, de Nariño, de la Inmaculada Concepción de María o de Agualongo?
  18. Exculpación y exaltación de Miguel Antonio Caro
  19. Canon y clásicos literarios en la década de 1930
  20. José Asunción Silva: cuerpo y monumento en una sociedad preescultórica
  21. En lugar de un epílogo
  22. Iconografía
  23. Relación de imágenes
  24. Autores