Capítulo X
Entonces y creo que hasta ahora, suman por lo menos 70 kilómetros desde la avanzada del enemigo hasta el pueblo en el que vivían. Es decir, un día y medio de camino, a pie. Allí, en una casa tapiada, abandonada recientemente por los soldados, sus antiguos dueños, un hombre y su hija, miran con indignación la destrucción y el abandono en que está, lo que alguna vez fue su hogar.
Los ojos del viejo aquel parecen encenderse a medida que se llenan de lágrimas y la ira contenida va aflorando, cada vez, con más fuerza, a su rostro moreno.
Es una costumbre establecida por el ejército pacificador, la de confiscar casas de El Llano para sus necesidades y dejarlas destruyendo cuando ya no las necesitan, para que los rastros de su habitancia en aquel lugar no sirvan al enemigo. Si es que este existe.
La muchacha, parada a su lado, no dice una palabra. Solo le mira con temor y recelo.
Cansado de llorar y maldecir, el mestizo se pone de pie y habla, dirigiéndose a ella:
—¡Ves lo que son! ¡Quitarnos lo nuestro para después dejar botando! ¡Aaaahhhh! —grita, mirando al cielo, como quien espera una respuesta que nunca llegará.
Recapacita, se calma… analiza.
—¡Lo siento mucho, no he debido meterte en esto, mija!... Ha debido ser solo cosa mía.
Ella, acongojada, se acerca al viejo que no deja de contemplar la destrucción.
—No papá… esto es cosa de todos.
—¡Se jodió todo! Llegó ese coronel al Llano y nos va a fregar. Lo presiento.
Dicho esto, se pone de pie y a punta de golpes rompe las podridas maderas para entrar en la casa y completar la catástrofe. Ella no dice nada. Solo se limita a seguirlo como un corderito, con absoluta devoción.
—Esos malditos serranos han bajado hasta acá para anexarnos, con el pretexto de abrir por donde nosotros, una ruta al mar y limpiar de bandidos y cacharreros nuestra tierra, para que la civilización pueda llegar tranquila hasta donde ellos viven. Pero mientras tanto, decomisan las propiedades de la gente que aquí ha vivido siempre, para dársela como pago a sus «esforzados camaradas». ¡Hechos los generosos con las cosas ajenas!
Entonces, la muchachita aquella, apenas contaba con catorce años y era la única hija del viejo mestizo, el cual nunca tuvo un hijo varón al que pudiera enseñarle a ser un hombre como él, sabio en el arte de vivir en aquella tierra, más inhóspita que el mismo infierno. De manera que a su corta edad ya era una intrépida mujercita, tal vez más bragada que un hombre, razón por la cual la gente del lugar le tenía en alta estima, merced a sus virtudes, mientras que el viejo mestizo —un hombre tan sufrido como la región, que se cansó un día de los abusos y arbitrariedades de los republicanos, declarándoles la guerra él solo, pues en El Llano nadie se le había querido unir—, era visto con escama y reconcomio.
En aquel momento, aquel hombre rudo se sentía descorazonado, pues la llegada del plenipotenciario y sus huestes pacificadoras, aquel enemigo formidable, nacido de la desesperación del alto mando republicano, no solo que supo mellar su ánimo y su deseo de venganza; sino que ahora, en las ruinas de lo que fue su casa, ese nefasto acontecimiento le hacía presentir que el final estaba cerca.
Su hija se le acercó, llevando la canosa cabeza hasta su pecho, mientras acariciaba los plateados cabellos, uniendo su soledad a la suya en un abrazo extraño que dominaba sus sentidos. Ninguno de los dos supo cómo sucedió, pero cuando se dieron cuenta, los dos estaban desnudos, unidos en un abrazo brutal, absolutamente amoral. No hubo, sin embargo, pecado en ello; porque el amor no peca ni se afrenta, es solo el vivo afecto, la atracción hacia lo necesario…
La fría madrugada rozó la cara del coronel en cuanto este entreabrió la puerta. La calle, a no ser por los cadáveres, estaba vacía.
—No hay nadie —le dijo.
Ella no contestó, estaba demasiado ocupada limpiándose entre las piernas con un trapo.
Estaban de muy mal humor, los dos.
—Pensé que habías dicho que aquí tenías tus armas. Yo ya busqué mientras dormías y no encontré nada.
Ella lo miró con displicencia; pero no dijo nada.
—¿Es acaso otra de tus mentiras? ¿Con qué me vas a salir ahora?... Bueno, estoy de acuerdo en que trates de matarme y de zafarte de mí, pero eso de meter en la colada el alma de una muerta… Es como si yo te hubiera engañado trayendo a colación a tu viejo. No te…
Ella lo interrumpió bruscamente:
—¡No te mentí!… ¡Ni en eso, n...