Autobiografía de Andrew Taylor Still
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Autobiografía de Andrew Taylor Still

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Autobiografía de Andrew Taylor Still

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Esta es la historia de un hombre contada por él mismo y a su manera. La osteopatía nace de la Naturaleza, de sus principios inquebrantables, y de la aplicación de esos principios en el ser humano. Drew, desde niño vivió en la Naturaleza y pasaba mucho tiempo en ella. Jugaba y la observaba, y sin darse cuenta iba aprendiendo de ella. Se familiarizaba con todos sus procesos y con los seres vivos que en ella habitaban.Son estas vivencias las que más adelante servirán a Andrew Taylor Still de fulcro para crear un nuevo concepto de salud, al que todos conocemos por el nombre de Osteopatía. Fue gracias a la dificultad de la vida, que A.T Still tuvo que replantearse la forma de entender al ser humano y tratar la enfermedad. Pero cuando quiso contar todas esas verdades nada fue fácil, el mundo médico, familiares y amigos le cerraron las puertas y le trataron de loco.Fue en este momento de dificultad cuando apareció en Andrew la intuición de que lo que decía era cierto, que siguió gracias a que era un buscador incansable de su verdad, de su propio camino, lo que le convirtió en un "loco" de la anatomía para poder demostrar su verdad. Y a medida que iba observando y comprendiendo la anatomía se iba dando cuenta de la perfección del ser humano, diseñado por un Creador cuya sabiduría es absoluta y que está presente en todas sus creaciones.Serán estas ideas básicas las que acompañarán a Andrew Taylor Still en la creación de un nuevo concepto de salud, intuyendo y luego verificando que todos los remedios necesarios para la curación están en el cuerpo humano. La sabiduría del cuerpo es absoluta. El problema y la solución están siempre en él. Como osteópatas necesitamos rescatar y continuar lo que un día nos dejó nuestro Viejo Doctor.

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Información

Editorial
Obrapropia
Año
2016
ISBN
9788416717316
Capítulo 1
Los primeros años de vida.
Los días en la escuela y la vara despiadada.
Un juez de perros.
Mi fusil de chispa.
El primer fogón de cocina y la máquina de coser.
La llegada del fin del mundo.
Mi primer descubrimiento en la osteopatía.
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Supongo que mi vida empezó como la del resto de niños, con la forma animal, el espíritu y con el movimiento. Supongo que lloré, y cumplí así mi deuda con la naturaleza en la vida de niño. Mi madre era como las demás, que tenía cinco o seis niños a los que estar dando voces toda la noche para consolarse. A los cuatro o cinco años tuve mi primer par de pantalones; fue entonces cuando me convertí en el hombre de la casa. En su debido momento fui enviado al colegio en una escuela de madera, donde enseñaba un viejo que se llamaba Vanderburg. Parecía muy sabio mientras se ausentaba de sus obligaciones, que eran las de dar palizas a los chicos y chicas, grandes y pequeños, desde las 7 de la mañana hasta las 6 de la tarde, enseñando muy poco cómo deletrear, leer, escribir, gramática, y aritmética. Luego, pasaba lista, y nos ordenaba que nos fuéramos a casa sin pelearnos durante el camino a casa, y que al día siguiente estuviéramos puntuales a las 7 de la mañana para seguir recibiendo más palizas, hasta que los chicos y chicas no tuvieran fuerza para poder recitar las lecciones. Entonces nos hacía sentarnos encima del cráneo de un caballo por nuestra mala ortografía y perdonaba todos nuestros pecados con la vara despiadada, escogiendo cada vez una diferente para la ocasión y golpearnos con contundencia hasta las 6 de la tarde.
En 1834 mis padres se trasladaron desde ese lugar de tortura que estaba en Jonesboro, Lee County, Va., hasta Newmarket, Tenn. Fue entonces en 1835 cuando continué mi educación en la escuela con mis dos hermanos mayores, en el Holston College, dirigido por la M.E Church, que estaba en Newmarket, Tenn. La escuela estaba dirigida por Henry C. Saffel, un hombre muy culto, muy inteligente, y sin ningún tipo de brutalidad en su trabajo.
En el año 1837 mi padre fue enviado por la M.E Conference de Tennessee como misionero a Missouri. Dijimos adiós al fino colegio de Holston, y tras siete semanas de viaje llegamos a nuestro destino, encontrándonos en un lugar donde no había ni escuelas, ni iglesias, ni imprentas, así que aquí dejé de ir al colegio hasta 1839. Más adelante, mi padre junto con otros seis u ocho hombres contrataron a un hombre que se llamaba J.D Halstead para educarnos lo mejor que pudiera en el invierno de 1839-40. Era un hombre muy estricto, pero no tan agresivo como Vanderburgh. La primavera de 1840 nos llevó del condado de Macon al de Schuyler, Missouri, y dejé de ir a la escuela hasta 1842. Ese otoño talamos árboles en los bosques, y construimos una cabaña de madera de veinte por dieciocho pies de grande, siete pies de alta con un suelo sucio, y con un agujero en la pared para que pudiera pasar la luz, cubierto de una sábana para que pudiera pasar la luz y así poder leer y escribir. La institución educativa estaba dirigida por John Mikel de Wilkesborough, N. C., que cobraba dos dólares por cabeza durante noventa días. Era un buen profesor y sus alumnos mejoraban rápidamente con sus clases. El verano de 1843 Mr. John Hindmon, de Virginia, enseño durante tres meses, durante cuyo tiempo una mejora intelectual fue notoria. Luego, de vuelta a la vieja cabaña de madera durante un invierno dedicado a la Gramática Smith bajo el Rev. James N. Calloway. Daba muy bien sus clases en las ramas del Inglés durante cuatro meses, demostrando ser un buen hombre, y nos dejó con todo el amor y cariño de todos los que le conocimos.
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En la primavera de 1845 volvimos a la escuela de Macon County donde enseñaba G.B Burkhart, pero no fui a clase con él, porque no nos llevábamos muy bien, así que volví a casa y entré en la escuela en La Plata, Mo., que estaba dirigida por el Rev. Samuel Davidson, de la iglesia presbiteriana de Cumberland. Mientras iba a su escuela viví con John Gilbreath, uno de los mejores hombres que he conocido. Él y su querida esposa fueron como unos padres para mí, y no puedo decir mucho más sobre él. Su tumba acoge a uno de mis mejores y más queridos amigos. Ellos abrieron las puertas de su casa, acogiéndonos a mí y a mi compañero de clase, John Duvall (que murió ya hace tiempo). Mañanas, tardes y sábados, mi amigo y yo caminamos por las vías del tren, ordeñamos vacas, ayudamos a la Señora Gilbreath con los niños e hicimos todo el trabajo de la casa que pudimos. Cuando nos fuimos ella lloró como una madre que ve partir a sus hijos. Hay mucha más gente de los que podría hablar de la misma manera, pero el tiempo y el espacio no lo permitirán. En el verano de 1848 volví a La Plata, para ir a la escuela dedicada por completo a la ciencia de los números, dirigida por Nicholas Langston, que era un gran matemático. Estuve con él hasta que me gradué en elevar al cubo y las raíces cuadradas en la tercera parte de la Aritmética de Ray. De esta forma acabaron mis días de escuela en La Plata.
El lector no debe suponer que pasaba todo el tiempo en las escuelas de las cabañas de madera. Yo era como todos los niños, un poco perezoso y aficionado a las pistolas. Tenía tres perros, un sabueso para el agua, un perro de caza para los zorros, y un perro de presa para los osos y las panteras. Tuve un fusil de chispa durante muchos años que hacía burbujitas antes de disparar, con el que para poder disparar, tenías que mantenerlo fijo un tiempo, y si la pólvora se quedaba mojada por mucho tiempo, no podías disparar hasta que dejaba de salir burbujas, y el fuego podía llegar hasta donde se ponía la pólvora detrás de la habitación. Todo esto requería de habilidad y templanza para alcanzar el objetivo.
Era conocido como un entendido de los perros, y como una autoridad en el asunto. Un perro de caza para ser un buen perro, debe tener una lengua plana, ancha y delgada, unos ojos hundidos, orejas largas y delgadas, una cabeza ancha y erguida, y un pellejo colgando de tres pulgadas por debajo de su mandíbula. La parte superior de la boca ha de ser negra, la cola larga y muy delgada para ser un buen perro de los mapaches. Cachorros así supuestamente los vendía por un dólar cada uno, aunque muchas veces los regalaba. Cuando iba al bosque, con mi fusil de chispa y mis tres perros, estaban conmigo hasta que les decía, “¡Cógelo, Drummer!”, a cuya orden Drummer salía en un viaje exploratorio. Cuando quería ardillas echaba un palo arriba del árbol y le decía: “¡Ver a por ella Drummer!, en un momento la fiel fiera tenía a la ardilla. Cuando quería ciervos iba de caza hacia donde iba el viento, con Drummer detrás de mí. Cuando olía a un ciervo caminaba bajo mi pistola, que colocaba mirando al frente. Su cola caída siempre me avisaba que estaba tan cerca para cazarlo sin que se sobresaltara de la pradera.
Este viejo rifle de chispa para cazar era de Van Buren y Polk, pero cuando el presidente Harrison “old Tip[2]” llegó, yo ya tenía una pistola de percusión. Ahora era un “hombre”. “Un Gran Hombre[3]”. Capaz de apretar el gatillo y disparar a la vez, y atinar a ciervos mientras van corriendo. En ese momento los disparos de pistola no eran muy frecuentes, porque el hombre de la frontera era un experto con el rifle.
Podía cazar halcones, gansos salvajes o cualquier pájaro que no volara demasiado alto o demasiado rápido para mi puntería. Maté muchos ciervos, pavos, cuervos, gatos salvajes y zorros. Mi vida en la frontera me hizo ligero de pies. Mi hermano Jim y yo corrimos mucho y cogimos dieciséis zorros en el mes de Septiembre de 1839. Para que nadie se tome esto en broma, explicaré que durante el verano y el otoño algún tipo de enfermedad se extendió en los zorros, y nos los encontramos en medio del caluroso y polvoriento camino, débiles y convulsionando, y pensamos que tenían fiebre y eran incapaces de escapar de nosotros. Desde entonces nunca intenté aprovecharme de ningún zorro.
Como las pieles no valían nada en Septiembre, nuestros dieciséis zorros no nos sirvieron para nada, pero durante el invierno siguiente cazamos un visón, y acabamos yendo a un mercado con su piel porque necesitábamos más barra de plomo para seguir tirando y jugando. Así que ensillé a mi caballo Selim, y me fui a Bloomington (nueve millas) para cambiar mi piel de visón por barra de plomo. El cambio lo hice con mi buen amigo Thomas Sharp (un tío del Rev. George Sharp, de Kirksville, Mo), y pronto la piel estaba junto con el resto de pieles de mapaches y zorros pelones. Luego ensillé a mi caballo Selim y partí hacia casa para decirle a Jim que había encontrado un mercado permanente de pieles de visón por cinco centavos cada una. En poco tiempo cacé un ciervo, y usé su piel para conseguir pólvora, barra de plomo y fundas.
A principios de los años cuarenta tenía mucho miedo del Día del Juicio Final, o todo lo que pudiera parecérsele. Me hablaron de todo tipo de señales que vendrían antes que llegara el “final” para evitar que mi joven mente se distrajera demasiado. Los hombres habían evolucionado tanto que eran capaces de saber cuando se detendrían las grandes ruedas del tiempo. Pero la historia del Día del Juicio Final no era nada en comparación con el maravilloso invento que había ideado un hombre, la máquina de coser, que podía hacer mil suturas en un minuto. Sabía que era cierto porque se lo escuché decir del abogado Cristiano Metodista de Nueva York. Le conté a mi colega, Dick Roberts, la historia, y dijo que era mentira, porque su mami era muy rápida, ”y no podía hacer más que veinte repuntes, así que no iba a tragarse una mentira como esa”.
No le conté a Dick todas las cosas increíbles que había escuchado. Quería contarle que “Sister Stone”, a tan solo cuatro millas de donde estábamos, me había dicho que se había traído un fogón de cocina del Este, y que podía hacer café, freír o cocer carne, cocer al horno el pan, hacer sirope y cocinar cualquier cosa; pero para asegurarme que era cierto me fui a verlo por mí mismo antes de contárselo luego a Dick.
Le dije a mi padre que iba en busca de ganado que estaba descarriado. Él dijo ”ok”, y como se había afiliado a la iglesia unos domingos antes, pensó que le decía la verdad, pero lo que yo de verdad quería era ver el fogón de cocina de Sister Stone, y dejé que el diablo actuara en mí en vez de lo bueno. Así que me monté en mi caballo Selim, y tan pronto como pude desaparecer de la vista de mi padre, di la vuelta, y recorrí cuatro millas hasta donde estaba Sister Stone, y al verla le dije:
“Hola, Sister Stone, ¿has visto ganado nuestro por aquí en los últimos dos días?”
“No”, dijo, “pero baja y entra”.
Me dejé caer de Selim rapidísimo, preguntando:
“¿Tienes un poco de agua?”.
“¡Si, claro, está muy tibia!”.
Mientras bebía, me habló de su fogón de cocina. Le pregunté sobre sus poderes culinarios, y me los explicó todos. Le pregunté si podía hacer pan de maíz con él.
“Sí claro, espera unos minutitos y te haré un poco”. Lo hizo buenísimo, y me puse las botas con pan y...

Índice

  1. Plegaria de Andrew Taylor Still
  2. Prólogo de la primera edición.
  3. Prólogo de la Segunda Edición
  4. Prólogo de la Edición Francesa
  5. Mi prólogo
  6. Autobiografía de Andrew Taylor Still
  7. Capítulo 1
  8. Capítulo 2
  9. Capítulo 3
  10. Capítulo 4
  11. Capítulo 5
  12. Capítulo 6
  13. Capítulo 7
  14. Capítulo 8
  15. Capítulo 9
  16. Capítulo 10
  17. Capítulo 11
  18. Capítulo 12
  19. Capítulo 13
  20. Capítulo 14
  21. Capítulo 15
  22. Capítulo 16
  23. Capítulo 17
  24. Capitulo 18
  25. Capítulo 19
  26. Capítulo 20
  27. Capítulo 21
  28. Capítulo 22
  29. Capítulo 23
  30. Capítulo 24
  31. Capítulo 25
  32. Capítulo 26
  33. Capítulo 27
  34. Capítulo 28
  35. Capítulo 29
  36. Capítulo 30
  37. Capítulo 31
  38. Capítulo 32
  39. Capitulo 33
  40. Conclusión