Freud lee el Quijote
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Freud lee el Quijote

  1. 116 páginas
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Freud lee el Quijote

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No consta que Miguel de Cervantes leyera a Sigmund Freud, pero sí que Freud leyó a Cervantes desde su juventud. José Luis Villacañas los ha leído a ambos, y nos invita en este ensayo a interpretar de la mano del padre del psicoanálisis ese sueño de Cervantes que fue don Quijote (con perdón de Unamuno).

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Información

Año
2017
ISBN
9788494666711
Edición
1
Categoría
Literatura
 
 
 
1

FREUD AMA EL QUIJOTE
 
Se conoce el gusto de Freud por el Quijote. Él se encargó de reconocerlo al principio de la versión española de sus Obras completas en una carta dirigida a su traductor, Luis López Ballesteros. Allí dijo que había aprendido castellano para leer el libro de Cervantes. Un poco menos conocidas son, sin embargo, las circunstancias en las que se produjo el aprendizaje de nuestro idioma. Para informarnos acerca de este asunto debemos acudir a las cartas de Freud. Allí nos enteramos de que Freud se dedicó a Cervantes en su juventud, cuando era amigo de Eduard Silberstein. Juntos aprendieron el español y cuando Silberstein se marchó de Viena, fundaron la «Academia Española», sociedad secreta, o más bien exclusiva, en la que los dos amigos, sus únicos miembros, leían sus propios tratados. Freud confiesa que forjaron su particular mitología y que disponían de nombres secretos, como cualquier sociedad reservada que se precie, algo pintoresco tratándose de dos personas bien conocidas entre sí, aunque ahora separadas. Para no abandonar la condición hispánica de la Academia, los dos amigos tomaron como nombres los de los personajes centrales del Coloquio de los perros. Freud era Cipión, y su amigo, Berganza. Las cartas entre ellos, naturalmente, iban dirigidas al manicomio de Sevilla, y no al de Valladolid, más familiar a Cervantes, quien sabía algo de las instituciones sanitarias de la época y de libros médicos sobre la locura. La tarea de aquella Academia Española consistía en ofrecer el informe más completo posible de la vida de los dos amigos, los simbólicos jóvenes perros que por un milagro podían hablar.
Aquella autognosis, plagada de inventos lingüísticos, fue descrita por Freud de forma pormenorizada y parece impulsada por la intensa aspiración de lograr la transparencia platónica de sus almas. Los dos amigos debían recoger todo lo relevante acerca de «acciones y omisiones, y todo aquello que de extraño encontremos, junto con todos los pensamientos y observaciones excepcionales y, al menos, algo así como un bosquejo de las ineludibles emociones» [Letters to Silberstein, 57 (4/9/1874)]. Vemos ya aquí el gusto por lo extraordinario, lo anormal, lo excepcional psíquico, y las consecuencias conscientes de su acontecer. El informe continuaba así: «De esta manera, cada uno de nosotros llegaría a conocer el ambiente y las condiciones de su amigo con exactitud, y quizás con más precisión de lo que fue posible incluso cuando podíamos encontrarnos en la misma ciudad» [ibid.]. Vemos aquí que Freud hacía de ese autoanálisis una ofrenda de amistad a Silberstein. Pero el intercambio de cartas trascendía la relación personal. Tendría un cierto valor universal. Freud asume el vocabulario propio de la fundación de una academia científica, desde luego, pero los resultados de su actividad investigadora serían muy curiosos. «Nuestras cartas, que con el tiempo pasarían a constituir el orgullo de los archivos de la Academia Española, serán tan diversas como nuestras vidas. En nuestras cartas transformaremos los seis días de trabajo de la semana, prosaicos y duros, en el oro puro de la poesía y quizá podamos encontrar que existe suficiente interés dentro de nosotros y en lo que cambia y permanece a nuestro alrededor, y esto con solo aprender a prestar a todo la atención debida» [Letters to Silberstein, 57-58]. Es fantástico comprender cómo el nombre de Cervantes, y de España, va en Freud vinculado a una actividad que, sin dejar de tener un espíritu científico, en realidad produce el oro puro de la poesía, destilado de entre el barro de la vida cotidiana, a partir de lo que en ella resulta excepcional. No menos interesante resulta el vínculo entre actividad analítica y el día de fiesta, con su dimensión poética sagrada, índice de una transfiguración de lo cotidiano.
Como vemos, la Academia Española se constituye como una escuela de percepción atenta de la propia vida, ofrecida al amigo como muestra de afecto y respeto. Esta primera salida de Freud a la búsqueda de una existencia consciente ha llamado la atención de los especialistas desde hace tiempo. Algunos han llegado a valorar la típica sesión de análisis como una mímesis del cervantino Coloquio de los perros [Grinberg/Rodríguez, 155-168] y a identificar al paciente como alguien que, como Berganza, descubre de repente que puede hablar ante Freud, Cipión. Otros, como se lee en un trabajo que se titula «Freud’s Novelas ejemplares», han dicho: «Podría parecer que el Sigmung Freud que entraba en la adolescencia aún buscaba la imagen paterna idealizada y que encontró lo que necesitaba en los escritos de Cervantes. La identificación con el humor y la sabiduría del gran novelista, junto con la grandiosidad y las idealizaciones de sus caracteres, permitieron a Freud obviar las consecuencias de actuar de una manera quijotesca» [Gedo/Wolf, 110]. Sin duda, apreciamos un gesto quijotesco en esa aventura de mantener la intensa relación con el amigo ausente mediante informes acerca de su vida. Un tercer autor, finalmente, ha visto en este asunto de juventud el origen del gusto de Freud por los lenguajes secretos y por las sociedades cerradas, y desde luego por lo extraordinario de la vida cotidiana, tendencias que iban a marcar su política profesional dentro de la Escuela. Farrell, en un trabajo muy conocido, ha concluido: «La “Academia Española” es así la precursora de la “Asociación Psicoanalítica” y el pastiche cervantino de Freud es el lenguaje precursor del lenguaje propio del psicoanálisis» [Farrell, 99].
Sin embargo, y a pesar de la familiaridad que han mostrado los hispanistas americanos, este episodio de la prehistoria intelectual del fundador del psico-análisis no ha llamado la atención de los hispanistas españoles. Tampoco ha encontrado entre nosotros el filósofo que reflexione sobre esta transfiguración del sapere aude ilustrado y del «conócete a ti mismo» socrático en un coloquio de amigos lejanos que, usando el vocabulario de Hegel, se concentran en el sabbat de la reflexión y la percepción atenta, para transformar el duro y prosaico sacrificio de los días laborables en el oro puro de la poesía, oro que se entregan los amigos en el día de fiesta, como una comunión psíquica.
Cuando Freud dejó atrás su amistad con Silberstein, se prometió a Martha, la hija de Jacob Bernays, el autor de conocidos estudios sobre los efectos psíquicos de la tragedia griega, el verdadero y familiar punto de conexión de Freud con Goethe y Nietzsche, a quien Bernays influyó de manera poderosa. El noviazgo desplazó los comentarios sobre el Quijote a las cartas con su prometida, a la que invitó a leer el libro español. Poco inclinado a emplear el lenguaje de los sentimientos, Freud pide disculpas a su novia por hablarle de «cosas ajenas, en lugar de hablar de nosotros mismos», pero considera con franqueza que sería hipocresía no hablarle de los asuntos que dominan su mente. Ahora no puede dejar de comentarle el episodio cervantino de Cardenio y Dorotea, que interpreta como «la historia de la indecente curiosidad» [Letters, 45]. Sin duda, Freud estaba impresionado por la imagen cervantina de Cardenio, recorriendo desnudo los desiertos de Sierra Morena. Comentando en general el Quijote, añade: «Nada de esto es muy profundo, pero está saturado de la gracia más serena imaginable. Aquí don Quijote está colocado bajo la luz más propia, en tanto que ya no es ridiculizado por los medios más crudos, como golpes y maltratos físicos, sino por la superioridad de la gente que está situada en la plenitud de la vida. Al mismo tiempo, don Quijote es trágico en su desamparo, mientras se teje la conspiración a su alrededor» [Letters, 45-46]. Vemos al joven Freud impresionado por la historia de la indecente curiosidad de Cardenio —una historia de celos y de puesta a prueba de la solidez del amor—, y de este modo justifica su falta de inclinación a la hora de dar forma literaria a los sentimientos respecto de su lejana amada. Freud, en este pasaje de juventud, comprende de un modo específico la dimensión tragicómica de don Quijote. Es víctima de una conspiración, de un engaño continuo, que le deja en el desamparo. Mas, por encima de eso, emerge esa inquietante figura de los hombres maduros que, en medio de la plenitud de la vida, maltratan moralmente al viejo loco y enmarañan con su sadismo la trama en la que resta preso. Un hombre maduro que, desde la superioridad instalada en la plenitud de la vida, no maltrate al pobre loco, también parece el ideal del analista.
Freud, en estos comentarios juveniles, no tiene una teoría refinada de ese placer psíquico por el que el enfermo se ata a su enfermedad. Pendiente de limitar sus propias inclinaciones quijotescas —y quizá sus celos—, sueña con ser ese hombre que, en la madurez de la vida, debería devolverle al pobre loco la luz, el amparo y la capacidad de disfrutar de otros placeres psíquicos, como el amor y la verdad. Así, en su juventud, no olvidó ni la intención satírica del Quijote, ni su dimensión trágica y dolorida, ni la voluntad de distanciarse y superar estos escenarios. El propio Freud, que estaba muy bien dotado para la sátira, se alejó de ella, como quizá se alejaba de la tentación de los celos, y confesó a su novia Martha Bernays que luchaba por una actitud parecida a la de una piadosa superioridad, en modo alguno sádica, porque también él, antes de conocer a su prometida, se veía como un intrépido caballero andante y así se lo confesó: «Antes de que fuéramos tan afortunados como para aprender las profundas verdades en nuestro amor, éramos como nobles caballeros andantes que atravesamos el mundo perdidos en nuestros sueños, interpretando mal las más simples cosas, magnificando los sencillos hechos en algo noble y raro y así perfilando una triste figura» [Jones, I, 185].
Hay aquí ecos de la actitud quijotesca que Freud mostró ante Silberstein. La superioridad moral, en la que ahora Freud parece instalado, reside en conocer la verdad del amor, algo vedado al caballero quijotesco. Se percibe en esta confesión una actitud moral que se eleva por encima de la sátira, del resentimiento y del sadismo, aspecto que Freud identificó como el objetivo fundamental de Cervantes. De hecho, un poco antes, le pregunta a su prometida: «¿No encuentras conmovedor leer cómo una gran persona, él mismo un idealista, se toma a broma sus ideales?» [Jones, I, 185]. También en esta confesión acerca del valor de la ironía, que habla de su propio pasado, Freud subraya hasta cierto punto lo inevitable de los placeres heroicos, y con ello la necesidad de adentrarse por el mundo descarriado de la ilusión y los sueños, para luego encontrar las profundas verdades del principio de realidad que solo el amor descubre. Estas verdades profundas no son los ideales, que nos llevan a perdernos en nuestros sueños. Sin embargo, los sueños siempre están ahí, como el verdadero punto de partida quijotesco. Nadie llegaría a estas verdades profundas sin haber sido antes caballero andante, pero para superar este momento se necesita que alguien, con superioridad y madurez, no se emplee en tendernos tretas y trampas. El principio de realidad no puede hallarse de manera inmediata, sino a través de la salida caballeresca al mundo. La fortuna (que en términos freudianos consiste en disponer de un principio de realidad operativo) es hija de las obras, como el propio Cervantes señala. De ahí que la necesidad de asegurarnos contra los placeres heroicos iniciales sea tan constitutiva y continua como nuestra inclinación hacia ellos. Que el método para obtener seguridad no puede ser la sátira, sino cierta forma de piedad, resulta sugerido desde esta otra confesión: «Nosotros siempre leemos con respeto lo que una vez fuimos y en parte aún seguimos siendo» [Jones, I, 185]. Don Quijote, el quijote que llevamos dentro, merece algo más que los palos físicos o morales, la sátira sádica y resentida, o la trama descarnada y esperpéntica.
Avanzar desde la condición de héroes desamparados, perdidos en la farsa del mundo, dominados por un pegajoso placer psíquico que nos vincula a nuestras alucinaciones con más fuerza que al diálogo con otros humanos, para llegar a ser personas afortunadas que conocen las profundas verdades de la vida, esa ha sido siempre la divisa del psicoanálisis. Los autores que como Farrell ven en la obra de Freud una imitación de la piadosa mirada cervantina, de naturaleza trágico-cómica, no están equivocados [Farrell, 136]. Sin embargo, ver en Freud otro Cervantes, comparar la novela de don Quijote a la novela de los sueños, y cambiar el papel de los magos y encantadores por el genio maligno del inconsciente, situar al mismo nivel a don Quijote y a Schreber, con ser cierto, apenas nos lleva más allá en nuestro asunto. La cuestión clave, la que nos concierne, nos obliga a preguntarnos por las razones que conducen al nacimiento del héroe quijotesco y lo atan a su descarriado placer psíquico. Debemos identificar quién es ese humano que sucumbe en plena madurez al canto de las sirenas de los arcaicos placeres heroicos y que Freud descubrió en su juventud, antes de conocer el amor. En realidad, la cuestión fue planteada por Rudolf Otto con toda pertinencia y afecta al nacimiento del héroe y a su identidad. Frente a este problema, las aproximaciones románticas al personaje de don Quijote son descorazonadoras. Todas dan ya al héroe por formado y evaden así el problema principal, su nacimiento. Por su parte, las interpretaciones sociológicas e históricas de don Quijote, que tienen en el libro de Azorín La ruta de don Quijote su insuperable arquetipo, resultan abstractas mientras no se planteen este mismo problema del nacimiento del héroe.
¿De qué placenta se desprende el héroe tardío, en qué útero materno crece ese tipo humano, y dónde lo vemos en el caso de la España de Cervantes, que alguien llamó la «nación más generosa»? [Schelling, 421]. Si diéramos respuesta a esta pregunta, quizá veríamos por qué este tipo humano no podía ser sino uno y afectar a la índole de la generosidad de España. Solo quizá entonces se pueda decir algo interesante sobre ese hombre maduro, Cervantes, que en la plenitud de la vida siente cierto placer a la hora de escribir sobre el desamparo del héroe y de interpretar sus sueños heroicos; sobre ese Cervantes cuyas gracia, humanidad, objetividad y sabiduría moral deslumbraron siempre al fundador del psicoanálisis y lo alejaron de la mera sátira sádica y de otros excesos a los que se sentía inclinado. Quizás entonces se podrían aventurar algunas hipótesis sobre el origen cervantino del psicoanálisis mismo y la manera de relacionarnos con él.
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DON QUIJOTE ROMPE LO CÓMICO
Freud es útil no solo para comprender al personaje don Quijote, sino...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. 1 FREUD AMA EL QUIJOTE
  3. 2 DON QUIJOTE ROMPE LO CÓMICO
  4. 3 DON QUIJOTE, MITO CATÓLICO
  5. 4 EL TRAUMA DE LA IMPOTENCIA DEL IMPERIO Y DE LA IGLESIA
  6. 5 EL DIOS CREADOR Y EL DIOS SALVADOR
  7. 6 PARANOIAS
  8. 7 AUTOAFIRMACIÓN
  9. 8 AUTOAFIRMACIÓN Y HUMOR
  10. 9 HUMOR Y SUPERYÓ
  11. 10 CERVANTES, HÉROE HISPANO DE LA RACIONALIZACIÓN MORAL
  12. BIBLIOGRAFÍA