PALABRAS INICIALES
Yo soy un libro semiespiritual. Me gusta algo lo espiritual pero no tanto como a mi hermano mayor, el caballero de Las leyes secretas. Yo no soy tan exquisito como él, ni me gusta remontarme a tan grandes alturas. A él, por su profesión de aviador, le agrada cruzar el espacio, pero yo me mareo, y aunque desde luego pertenezco como él a la casta militar, soy militar de tierra.
Siendo gran hablador, durante la charla te contaré muchas cosas, y cuando no sepa de qué hablarte, te contaré intimidades familiares; la gran cuestión mía es no parar, si me viera muy apurado, te pondré al corriente de secretos que te interesarán.
Lector, si eres de los que van y vienen a Puerta Real tres veces por una noticia, no te digo sino que leas con interés.
El libro
La portada
La portada me representa tal como me ve la cámara del fotógrafo Guerri, Carrera del Genil, 46. Es un fotógrafo artista, pues siendo yo un mal modelo para fotografía, él ha conseguido la mejor que hasta el día presente consiguiera fotógrafo alguno. ¡Es justicia! Sabe tratar la luz a estilo Rembrandt (Pablo Rembrandt, célebre pintor de la escuela holandesa, nacido en Leiden, siglo xvii).
La contraportada
La contraportada también me representa a mí; pero en forma de monstruosidad social, la que ha creado en torno mío la fantasía popular. Un monstruo como para asustar a los niños. Como estoy al detalle de todo, he dibujado esa alegoría, que es la caricatura moral de todas las fantasías, que tú, pueblo granadino, me has colgado; si incurro en alguna omisión, será de tu reciente invento; mas no debes olvidar que el interesado es el último que se entera. Te ruego por tanto dispenses la omisión si la hubiera.
Dedicatoria
Este humilde libro, que es una charla entre nosotros, lo dedico a mi patria chica, al pueblo granadino, a mis paisanos y para la reconciliación. Si hablando francamente no os agradara, dispensadme, mi intención es justificarme y justificaros a vosotros.
CAPÍTULO I
Los malos serán buenos por egoísmo
En el opúsculo anterior, que es el número uno de esta colección que consta de sesenta, el que lleva por título Las leyes secretas, te hablaba de la Ley Secreta, la Ley de Acción o del karma, y en este debo esclarecerte aunque no sea más que un punto de los muchos que te habrán parecido oscuros, sobre todo si no estás iniciado en las teorías de la filosofía racionalista espiritual.
La filosofía racionalista se divide en dos ramas; racionalista material y racionalista espiritual. Todo lo que humanamente no se puede explicar materialmente, el racionalismo busca su explicación espiritual, pero por la clara percepción de los sentidos y de modo que se puedan enumerar y distinguir, en cada caso, sus cualidades, causas y efectos.
Los hombres malos serán buenos por egoísmo, pues el malo suele ser sobremanera egoísta; cuando el hombre perverso se dé cuenta de que el bien del prójimo es el suyo propio, empezará a colaborar socialmente por el bien de todos.
Hasta aquí venía diciendo: «Al prójimo, contra una esquina». Sabiendo el hombre que sus reencarnaciones son sucesivas y que semejan al día y la noche (que la noche es la vida, y que el día es el período de descanso entre una y otra existencia), sabiendo que ha de pagar daño, por daño; al que siembra ortigas nunca le nace trigo. Así como la naturaleza material nunca se niega a sí misma, del mismo modo la naturaleza espiritual responde: al que siembra el bien, le renace multiplicado; y al que siembra mal, le nace el mal multiplicado. Caminamos a oscuras por el sendero de la vida, todo porque perdemos la noción o el recuerdo de nuestros hechos pasados en reencarnaciones anteriores. Aunque en el opúsculo anterior dejé bien aposentada esta base, no estará de más repetirlo. Todo cuanto yo diga al malo será poco, si después de repetirle la verdad, se niega a comprenderla. Nos conviene ser buenos para laborar nuestra futura felicidad en esta existencia y en las sucesivas.
Te voy a contar un ejemplo de un hombre malo que hoy es un convencido. Este hombre malo se llama Lluses. Él pensaba: «Yo no tengo que ver nada con los otros, allá cada uno con sus quejas al viento». Se reía del pobre, se mofaba del tullido, menospreciaba al ignorante y blasfemaba del hombre vicioso en vez de compadecerlo, haciéndolo el blanco de sus miradas despectivas. El era vicioso, pero decía: «En mí el vicio es disculpable, yo soy rico».
Este mismo hombre llamado Lluses, cuando conoció la ley del karma, ya es otro muy diferente.
Yendo de Granada a Madrid me encuentro en el comedor del tren a mi amigo Justiniano, que ahora está destinado a Sevilla, y él iba de Sevilla para Madrid. Ocupamos una mesita para los dos y después de terminar de almorzar, como habíamos entrado a segunda vuelta, nos fue permitido ocupar el comedor un buen rato; pedimos una copa de chartreux verde y una botella de agua de solares y emprendimos la charla, mientras el tren atravesaba las llanuras de La Mancha. Ya durante la comida nos habíamos preguntado por las respectivas familias y los respectivos quehaceres cotidianos, y yo le interrogué sobre Lluses, a quien en Valencia habíamos ambos conocido.
Justiniano me había conocido en Valencia, y habíamos entablado una noble amistad, pues ambos tenemos afinidad de ideas. Yo le pregunté si había vuelto a ver a nuestro compañero de mesa en el Hotel Inglés de Valencia.
Comíamos en la mesa Justiniano, Lluses, su esposa, su hija y yo, y aún quedaba cubierto para otro; eran las grandes fiestas de Valencia, la aglomeración de pasajeros hizo que nos sentáramos los cinco en la misma mesa y claro que los dos o tres primeros días casi ni hablábamos, pero al cuarto ya emprendíamos largas conversaciones. Hablábamos de cosas superficiales; el resultado espléndido de la batalla de flores, por ejemplo, que en Valencia, aquel año, los premios de carrozas eran diez y siete y unos cuantos más para carruajes. Encomiábamos las carrozas valencianas que no son hechas de papel ni trapo, que son construidas de flores de diversos colores y de conjunto muy artísticas. Del calor que hacía en aquellos días, los primeros de agosto, y ya de un calor sofocante.
Poco a poco fuimos tomando confianza, emprendíamos nuestras discusiones entre todos; pero el que más discutía siempre era Lluses, un hombre que emprende la discusión antes de escuchar razones, cierto que es un intransigente; Lluses iniciaba la discusión apenas se iniciaba cualquier idea. Sostuvimos, Justiniano y yo, grandes y largas discusiones con él, y Lluses se reía de nuestro idealismo.
Una de las máximas de Lluses era esta: «El hombre que no aspira a ser más de lo que es es un cerdo».
A Justiniano y a mí nos pareció bien esta teoría dicha así superficialmente; pero entrados a desentrañarla, tenía esto por fundamento: el hombre debe engañar al prójimo cuanto menos siete veces todos los días y explotar la ignorancia de los demás, para hacerse rico a costa de la humanidad. (El malo da mal consejo, y el bueno da buen consejo; aquí se requiere la sabiduría del que escucha).
Desentrañada ya la teoría, no nos parecía bien ni a Justiniano ni a mí. Y Lluses se enfadaba.
—¿Es que ustedes piensan que no es una ciencia la de hacerse rico? Verán ustedes, yo exploto la ignorancia de los demás. He inventado una sustancia cuya primera materia me cuesta el kilo sesenta céntimos. Como el vehículo que lleva dicha sustancia es el agua, pues a embotellar se ha dicho; una vez elaborada la sustancia química, embotellado, etiquetajes, propaganda, viajes y demás, me cuesta unas ochenta pesetas por kilo, y una vez envasado, vendo el kilo a tres mil pesetas.
Inquiríamos nosotros si era de suma necesidad. Él nos decía que era de una necesidad relativa, y que lo vendía como la estabilidad del cloro.
—¿Que no hay tal ...