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UN JUDÍO LLAMADO JESÚS,
EL CRISTO DE DIOS
Jesús de Nazaret es un personaje que nunca pasa de moda. Para corroborarlo, aunque sea en negativo, baste mencionar el éxito comercial de obras como El código da Vinci, de Dan Brown, con su correspondiente película: toda una máquina de hacer dinero a costa de la credulidad y la ignorancia de muchas personas.
En el terreno académico estamos asistiendo desde hace ya algunos años a una búsqueda intensa y seria del Jesús de la historia. Desde luego, no es la primera vez que esto ocurre en época moderna, por eso los especialistas suelen hablar ahora de una «tercera búsqueda», comenzada en torno a los años ochenta del siglo pasado. Así, son muchos los estudiosos que hoy intentan realizar un boceto de lo que se puede afirmar históricamente de aquel judío llamado Jesús de Nazaret.
Sin embargo, con frecuencia el resultado no es lo satisfactorio que cabría esperar. De hecho, son muchos y variados los retratos de Jesús que han visto la luz en los últimos tiempos. Tal como lo recoge Giuseppe Barbaglio en la primera página de su obra Jesús, hebreo de Galilea. Investigación histórica (Salamanca, Secretariado Trinitario, 2003), de Jesús se han dicho entre otras cosas que era: un profeta escatológico interesado en la reconstitución de las doce tribus de Israel, un carismático fascinante capaz de gestos taumatúrgicos (lo que conocemos como milagros), un maestro de vida subversivo o un gurú revolucionario, un campesino mediterráneo judío de tendencia cínica (parecido a los antiguos filósofos griegos de la escuela cínica), un revolucionario social no violento, un judío que exaltó la ley mosaica radicalizando sus exigencias (especialmente el mandamiento del amor al prójimo), un fariseo de la escuela del rabí Hillel, un judío marginal, un rabino o incluso un mago que aprendió sus artes secretas en Egipto y con las cuales curaba enfermos y liberaba a endemoniados. Como se ve, un abanico de posibilidades demasiado amplio y variado... y que, como ocurría con las «vidas» de Jesús de los siglos XVIII y XIX, normalmente suele ofrecer más bien lo proyectado en Jesús por la ideología o la tendencia del autor que hace la semblanza.
El hecho de que haya diversidad de retratos es justamente la razón para que nosotros, cristianos del siglo XXI, no estemos eximidos de la tarea de tratar de ver cuáles son los rasgos históricos de Jesús que hoy podemos «reconstruir» (por supuesto sin la pretensión de identificar esa imagen con la del «Jesús real»). Para ello es obligado abordar, en primer lugar, la cuestión de las fuentes de nuestro conocimiento sobre él.
Es evidente que, entre ellas, un lugar destacado lo ocupa el material del Nuevo Testamento, en especial los evangelios. Pero también hay que contar con otro material en mayor o menor medida cristiano (recogido particularmente en textos apócrifos, es decir, no admitidos en el canon de las Escrituras) y no cristiano. En este último apartado entran textos de procedencia tanto judía (como los del historiador Flavio Josefo y el Talmud) como pagana (en autores romanos como Tácito, Suetonio y Plinio el Joven).
Naturalmente, a estas fuentes –especialmente a los textos del Nuevo Testamento, que podrían ser acusados de partidistas– habrá que aplicarles una serie de criterios para determinar razonablemente si los datos que proporcionan son fiables desde el punto de vista de la historia o no. Así, se suele hablar de criterios «primarios» y «secundarios».
Entre los criterios primarios están el de dificultad, es decir, si un dato de la vida o la enseñanza de Jesús crea dificultades, es muy probable que provenga históricamente de él; el de discontinuidad, o sea, que un dato no pueda explicarse recurriendo ni al judaísmo ni a la Iglesia primitiva: entonces tendrá muchas posibilidades de proceder del mismo Jesús (aunque habremos de tener cuidado para no hacer de Jesús una persona sin raíces y sin posteridad); el de testimonio múltiple: que ese dato lo cuente, por ejemplo, más de un evangelista o que aparezca también en otros escritos o tradiciones independientes del Nuevo Testamento; y el de coherencia histórica, esto es, que las informaciones sobre Jesús cuadren con sus circunstancias históricas y las de su ambiente.
Entre los criterios secundarios se encuentran el de las huellas del arameo –lengua hablada por Jesús y los primeros discípulos–, el del ambiente palestinense y el de la viveza narrativa. Sin embargo, aunque llamativos y atrayentes, estos criterios secundarios no pueden ser absolutizados, sino que se deben utilizar solo cuando se ha recurrido previamente a los criterios primarios.
Una vez aplicados estos criterios, en el retrato de Jesús sobresalen algunos rasgos más o menos subrayados por todos los especialistas. Entre ellos, que tuvo relación con el grupo de Juan Bautista, que enseñaba con autoridad (particularmente por medio de parábolas), que escogió a una serie de discípulos (entre ellos un grupo destacado de doce), que presentó un nuevo semblante de Dios (y del hombre) –a pesar de estar integrado plenamente en su tradición judía de origen, sin la cual es imposible entenderlo– y que su mensaje fue de liberación, manifestado particularmente en los milagros (comprendidos como signos del Reino o reinado de Dios), en las comidas (el Reino en acción: acogida de pecadores a la mesa del perdón) y en su postura ante la Ley y el Templo (que sin duda fue lo que precipitó su trágica muerte en una cruz).
Este conjunto de circunstancias fue probablemente lo que hizo que las autoridades judías, en connivencia con el poder romano –que probablemente vio en él a un rebelde «mesiánico» contra el Imperio–, lo llevaran a la muerte en torno al año 30, a raíz de la traición de un discípulo de su círculo más íntimo. Sin embargo, pronto sus discípulos empezaron a decir que había resucitado, es decir, no solo que había vuelto a la vida, sino que vivía la vida de Dios, la vida plena. Así, las comunidades que surgieron siguiendo sus huellas empezaron a plasmar el misterio de Jesús –o sea, lo que creían y confesaban de él– mediante una serie de títulos como Hijo de Dios, Señor, Mesías (o Cristo), etc., valiéndose para ello de una lectura «cristológica» de la Escritura (lo que más tarde se convertirá en «Antiguo Testamento»).
Con el correr del tiempo, el contenido de esos títulos –lo que significaban para los creyentes– requirió de explicaciones «racionales», sobre todo desde que determinadas interpretaciones de algunos de esos títulos dieran lugar a creencias distintas o divergentes sobre Jesús en el seno de las comunidades cristianas (creencias estas que, por cierto, son las que están en el origen de ese determinado número de textos apócrifos –como el hace poco divulgado Evangelio de Judas–, que por eso no entraron en la lista de libros canónicos). Así fue como fueron naciendo progresivamente los «dogmas» relativos a Cristo: ¿cómo compaginar, por ejemplo, su humanidad y su divinidad? ¿Cómo afirmar su dependencia fontal del Padre a la vez que su radical igualdad ...