ZICOSUR. Oportunidad para el Norte Grande Argentino
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ZICOSUR. Oportunidad para el Norte Grande Argentino

Análisis y proyección de la Zona de Integración del Centro Oeste Suramericano

  1. 250 páginas
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ZICOSUR. Oportunidad para el Norte Grande Argentino

Análisis y proyección de la Zona de Integración del Centro Oeste Suramericano

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La Zona de Integración del Centro Oeste Suramericano (ZICOSUR)constituye una gran oportunidad para las provincias del NOA y NEA argentinos. Las unidades subnacionales que la integran comparten una misma condición: se trata de áreas postergadas y de menos desarrollo con respecto a otras zonas de sus respectivos países, pese a su enorme potencialidad en recursos humanos y naturales.El emprendimiento, iniciado en los años setenta del siglo pasado por el sector empresario, fue afianzándose con el paso del tiempo. Sin embargo, la ZICOSUR no ha logrado todavía implementar los objetivos económicos y sociales, debatidos y acordados en sucesivos plenarios.Este libro pretende ser un aporte para el análisis y la toma de decisiones necesarias que aseguren su continuidad, ya que expone la génesis de los procesos de integración, sus distintas modalidades, el tratamiento que cada país brinda a las relaciones externas de sus unidades subnacionales, el nacimiento y evolución de la Zona.

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Información

Año
2019
ISBN
9789506231729
Edición
1
Categoría
Jura
CAPÍTULO 1
LA INTEGRACIÓN, ETAPA DEL LARGO DERROTERO DEL CAPITALISMO
Gustavo E. Barbarán
Para trazar un derrotero y aprovechar las oportunidades que representa la Zona de Integración del Centro Oeste Sudamericano (ZICOSUR) para la provincia de Salta y las demás del NOA y del NEA, es conveniente analizar los orígenes de los procesos de integración —económica sobre todo— en tanto etapa de la evolución del capitalismo, sistema económico-político y social supérstite de varias crisis de proporciones, de dos guerras mundiales y de la Guerra Fría.
Desde sus inicios, la integración se expresó a través de varias modalidades (IIEJI (5), 1967:16) aunque la económica haya prevalecido desde su primera experiencia convencional en la reconstruida Europa de los años ‘50. Este encuadre será, pues, la materia del presente capítulo.
En la segunda mitad del siglo XX ocurrieron tantas transformaciones políticas que las previsiones y prevenciones acabaron disueltas por la dinámica de los acontecimientos: ni el Estado nacional desapareció ni la integración internacional resultó una maniobra conspirativa. Una vez más quedó en evidencia que el mundo no se adapta a las doctrinas de los Estados, sino que las políticas se adecuan a los hechos.
1.1. El trauma de la integración latinoamericana en contexto
Iberoamérica ha padecido desde la segunda posguerra del siglo XX el trauma de su integración, proyectada a lo económico-político-social. ¿Por qué “trauma”? Mientras Europa reconstruía e integraba los aparatos productivos nacionales, en América Latina vivíamos entrampados en disputas ideológicas recurrentes (instigadas o no) y cruentos golpes de Estado, sin advertir el viraje del eje de los conflictos mundiales, a partir de los 60, expresado en la confrontación entre los (pocos) países desarrollados del “norte” vs. los (muchos) países subdesarrollados del “sur”.
El choque entre ambos mundos fue traumático y se expresó en una confrontación que excedió el plano doctrinario. Los conflictos de “baja intensidad”, característicos de la Guerra Fría, tenían como última causa la diferencia en el desarrollo económico de los países. Fue un tiempo de tensos resquemores para un Tercer Mundo que aprendía a desconfiar de las dos superpotencias y lo expresaba en conferencias diplomáticas y foros multilaterales.
En ese marco nuestro continente empezó a organizarse. Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC, 1960); Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI, 1980); Comunidad Andina de Naciones (CAN, 1969); Comunidad del Caribe (CARICOM, 1973); Sistema Económico Latinoamericano y del Caribe (SELA, 1975); Sistema de Integración Centroamericana (SICA, 1991); Mercado Común del Sur (MERCOSUR, 1991); Asociación de Estados del Caribe (AEC, 1994); Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA, 1995); Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR, 2004); Asociación Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA, 2004); Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC, 2010); Alianza del Pacífico (2012); son todas experiencias que no terminaron de afianzarse y cumplir cabalmente sus objetivos.
La mayoría de las organizaciones mencionadas tienen una plataforma fundamentalmente económica; las menos —de naturaleza preferentemente política— son fácilmente identificables. Salvo el Tribunal de Justicia de la CAN, los procesos referidos no superaron la instancia intergubernamental para constituir organizaciones de derecho comunitario, o sea con competencias y normas de aplicación automática; lo cual revela las dificultades políticas que enfrentaron los procesos de integración internacional en cualquiera de sus formas y modalidades.
Las dificultades objetivas para concretarlas polarizan opiniones, sea desde una posición decididamente integracionista en cualquiera de sus formas (6), sea también desde la duda que generaba integrar economías estructuralmente inestables.
Hubo intensos debates en ámbitos académicos y políticos, tendientes a habilitar vías de acción eficaces para alcanzar el objetivo de manera progresiva y pragmática. Entre las explicaciones sobre por qué no ocurrió lo que se esperaba, se destacan las desigualdades existentes dentro de cada sociedad, proyectadas en asimetrías económicas internas difíciles de armonizar, por un lado; por otro las recurrentes crisis políticas manifestadas en la ruptura del estado de derecho. Eso lo corrobora las idas y vueltas de los planes económicos nacionales a lo largo y ancho de la América Latina desde la segunda posguerra, y aún hoy, superados definitivamente por los ciclos de gobiernos civiles y gobiernos militares. Por ende, la dificultad para integrar economías nacionales erráticas, desequilibradas y desarticuladas (como lo son estructuralmente las nuestras) tiene varias explicaciones.
Transcurrida la primera década de este siglo, estamos inmersos en una cambiante y difícil coyuntura internacional. No hay en el horizonte un orden estable superador de las limitaciones del sistema universalista de Naciones Unidas. Por tanto, es oportuno analizar atentamente la política mundial desde 1945 a la implosión de la Unión Soviética, y desde 1991 a la actualidad, al inicio de una era que vislumbra un cambio de época y de reglas de juego (Barbarán, Revista Claves nº 205, en adelante RC).
Una constante histórica señala a los hombres de buena voluntad el rumbo a seguir, y no es sino la unidad del género humano, manifestada en la necesidad de vivir en paz, con respeto, solidaridad y justicia: la ordinata concordia a la que aspiraba san Agustín.
Ese sentimiento se afianza de modo singular en aquellos pueblos que participan de rasgos comunes y, en tal sentido, los iberoamericanos nos destacamos del resto. Nuestra evolución política ha sido pareja; hemos enfrentado los mismos adversarios y las mismas dificultades en todos los aspectos. Si además consideramos el idioma común y un fructífero mestizaje étnico y cultural, concluiremos que nuestro sentido de pertenencia regional se remonta al inicio mismo de la independencia de la corona española, manifestado en la convocatoria efectuada por Simón Bolívar desde Lima, en diciembre de 1824 (7).
En verdad, la historia particular de cada país hispanoamericano estuvo teñida de violencia: guerras civiles, golpes de Estado, persecuciones políticas e ideológicas, pero jamás hubo como las que devastaron Europa durante los siglos XIX y XX. Las contiendas de 1914 y 1939 sacrificaron decenas de millones de seres humanos, lo cual la inhabilitó para siempre a presentarse como artífice y garante de la “civilización”.
No extraña entonces que la puja política en el mundo actual para proponer esas nuevas reglas de juego (los principios de derecho internacional), confronte la multilateralidad y el cosmopolitismo con la multipolaridad de países o de bloques de países, aún sin definición.
1.2. En el principio fue la industria…
Las prácticas mercantilistas europeas de los siglos XVI a XVIII forzaron la eliminación de las trabas que las estructuras feudales imponían al comercio de la época. La necesidad de una más estrecha interacción económica es una etapa-consecuencia de la evolución del capitalismo, tomando como su origen a la revolución industrial y sus sucesivos impactos tecnológicos.
Las primeras máquinas diseñadas hacia el último tercio del siglo XVIII apuntaban al aumento de la producción de indumentaria. El surgimiento de las “manufacturas descentralizadas”, talleres domésticos al servicio de un comerciante proveedor de materia prima y comprador de la producción, resaltaba la estrecha relación entre el aumento de la productividad y la expansión de los mercados por dos motivos básicos: el paulatino traslado del campesinado a las ciudades y el surgimiento de una burguesía cada vez más rica y, por ende, reclamante de privilegios económicos y políticos.
Así empezó esta historia: no existiría el capitalismo sin la industria, pero tampoco habría industria sin una burguesía innovadora y con vocación protagónica.
Ese proceso coincidió con la formación del Estado moderno y el surgimiento de un sistema socioeconómico y político basado en la propiedad privada de los medios de producción, el uso intensivo del capital y un consecuente propósito de lucro. En un difundido ensayo sobre el tema, José Fontana Lázaro (1971:138) recordaba que grupos franceses de filiación socialista habían percibido lo innovador de la maquinización de la economía inglesa e introdujeron la expresión “revolución industrial” por las consecuencias que estaba generando, entre ellas la formación de un proletariado urbano.
Consolidada la economía de mercado, especialmente a partir del impacto de la máquina a vapor y del telar mecánico (8), la evolución del capitalismo fue indetenible a partir de la necesidad de colocar en un mercado mundial los excedentes de la producción nacional.
Así, desde su inicio, la dinámica industrial requería producir en escalas crecientes, contribuyendo de este modo a la expansión del comercio internacional. Y mientras el capital integraba mercados nacionales, también los excedía por la expansión del mercado mundial que, en definitiva, constituía su objetivo estratégico.
Esa acumulación de excedentes promovió en las potencias europeas la necesidad de una “superación” de economías cerradas, autárquicas, privativas de cada Estado. Para ello, los primeros Estados industrializados usaron diplomacia y armas a fin de consolidar mercados cautivos, asegurando a las respectivas metrópolis el monopolio del intercambio con sus colonias según lo documentó ampliamente Ha-Joon Chang (2004: Cap. 2).
Las economías industrializadas, cada vez más competitivas y tecnificadas, encontraron su mejor protección en el sostenimiento de las teorías librecambistas (9), cuyo objeto no era otro que facilitar la penetración de sus manufacturas, por un lado, y asegurarse las materias primas por otro (Chang, 2004: Cap. 1).
La unidad nacional belga y, sucesivamente, la alemana e italiana respondían a esos nuevos vientos. No obstante, la gran competencia entre Alemania, Francia, Holanda con el Reino Unido, procuraba satisfacer la demanda de los respectivos mercados internos, consolidando e integrando los procesos productivos mediante tecnología y capital, por un lado; y por otro asegurar los mercados externos con libre acceso al comercio de materias primas. Los países que habían cerrado ese círculo virtuoso pasaban a la categoría de potencias económicas (10).
En consecuencia, las economías capitalistas más fuertes, altamente tecnificadas, habían empezado sus derroteros mediante el desarrollo de las industrias básicas (altos hornos, energía eléctrica, celulosa, química y petroquímica) y, a partir de ellas e integrados sus mercados internos, salieron al mundo a competir con sus pares promoviendo el libre comercio como un dogma.
Para entonces era evidente que para una economía industrial era indispensable la existencia de un mercado nacional amplio y competitivo, suficiente producción agroalimentaria para satisfacer las necesidades de las clases trabajadoras y una eficiente infraestructura de transportes y servicios (Fontana Lázaro, 1971:150).
Este fue, en general, el panorama del “largo” siglo XIX (1789-1914), en el cual los Estados nacionales colocaban a buen precio sus manufacturas en países que no podían sino ofrecer a cambio sus materias primas. A la larga, esa despareja relación perjudicó a las segundas, pues sus productos carecían del agregado de valor característico de la producción industrial.
1.3. De la industrialización y el comercio libre y universal al “ordenamiento” de la economía mundial
La economía mundial nunca más sería la misma desde que comenzó la revolución industrial cuyas etapas estarían signadas por progresivos avances técnicos desde sus inicios. Durante el primer siglo (hasta 1880, aproximadamente), el centro económico-político estaba en Europa Occidental; a partir de entonces, y durante otro siglo más las innovaciones tecnológicas provenientes de Estados Unidos, Japón y, en materia militar/espacial, la Unión Soviética hasta la caída de esta, el mundo asumió una bipolaridad estratégica en el marco de la multipolaridad política.
Concluidas las dos primeras etapas del proceso industrializador del siglo XIX, las economías centrales procedieron a “retirar la escalera”, según expresión de Friedrich List (11). Imponer el principio del libre cambio, entonces, fue una tarea acometida no solo por las grandes cancillerías sino también por el mundo académico (anglosajón, sobre todo).
Los inicios de la era de libre competencia se caracterizaron por la inmovilidad del capital, pues todavía no había un claro límite para su acumulación interna. También incidió en tal situación que la tecnología en materia de transportes aún no se había desarrollado lo suficiente, lo cual permitió a países como Estados Unidos y Japón desarrollar un vasto mercado interno propio (12). Durante la mayor parte del siglo XIX, tanto la concentración como la centralización del capital fue una cuestión interna de cada país.
La concentración nacional de capital tomó impulso con la evolución tecnológica de motores eléctricos y de combustión interna, incrementando la acumulación necesaria para invertir en los sectores más dinámicos de la economía y, obviamente, enfrentar la consecuente competencia interna y externa.
De esa situación derivada de la centralización surgió el monopolio (13), de enorme incidencia en la limitación del mercado interno y de la competencia. En consecuencia, las economías industrializadas se sobrecapitalizaron generando las condiciones necesarias para empezar a “exportar” los capitales disponibles, cuya concentración en grandes bancos y grupos financieros los internacionalizó. Empezaban así a operar las corporaciones transnacionales, las cuales competían por las materias primas (petróleo como caso emblemático), bienes de capital y capital financiero. Pero aún no había llegado la etapa de su fusión.
Sin embargo, el libre cambio fue una receta adecuada para mitigar los efectos del ciclo económico. Las secuelas de la Guerra de 1914-1918, descriptas por J. M. Keynes en Las consecuencias económicas de la paz (14), más la salida de Rusia del mercado capitalista en 1918, la crisis de Wall Street de 1929 y las luchas de liberación nacional descalabraron las economías nacionales, las cuales se replegaron en sí mismas.
Superados los trances de aquella catástrofe económico-social y estabilizada progresivamente la economía occidental, las principales naciones industriales advirtieron la necesidad de “superar los esquemas rígidos y estrechos que imponían las relaciones bilaterales” (IIEJI, 1969:4). De hecho, esa percepción no se correspondía necesariamente con las urgencias económicas de cada país.
De este modo irrumpe con fuerza el concepto de “cooperación internacional”, el cual —aunque subyacente en las relaciones intergubernamentales desde el surgimiento del Estado moderno— adquiría esta vez carácter de principio de derecho internacional (15).
Ante la evidencia de que el Eje sería derrotado más temprano que tarde, los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña convocaron en julio de 1944 a la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas, con la intención de ordenar la economía de posguerra y evitar los errores forzados por las imposiciones a Alemania introducidas en el Tratado de Versalles de 1918. Resultado de los Acuerdos de Bretton Woods (Barbarán, RC nº 179), fue la creación del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BM), del Fondo Monetario Internacional (FMI) y en 1948 —como una secuela— el Acuerdo General de Aranceles y Tarifas (GATT) consecuencia de una frustrada organización de comercio mundial negociada en La Habana.
La principal beneficiaria del nuevo esquema económico y financiero fue la devastada Europa y, puesto en marcha el Plan Marshall, el bloque socialista no participó de sus beneficios. Este otro hito de la evolución de la economía mundial abonó el terreno para encarar la integración económica europea. En ese marco se impulsaron, en 1950, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y, en 1957, de la Comunidad Económica Europea y EURATOM.
La integración europea produciría sus primeros efectos en el campo económico, no solo porque reducía las restricciones que afectaban el intercambio sino porque intentaba una completa eliminación de trabas dentro de la zona integrada: “La estrechez de los mercad...

Índice

  1. Portadilla
  2. Presentación. Gustavo E. Barbarán
  3. Introducción. María Paz Ibáñez y Valeria Vorano
  4. Capítulo 1: La integración, etapa del largo derrotero del capitalismo. Gustavo E. Barbarán
  5. Capítulo 2: La integración en contexto
  6. Capítulo 3: Constituciones Nacionales y otras normas jurídicas de los países cuyas unidades subnacionales conforman la ZICOSUR
  7. Capítulo 4: La Zona de Integración del Centro Oeste Sudamericano (ZICOSUR). María Paz Ibáñez y Valeria Vorano
  8. Capítulo 5: Reflexiones finales a modo de conclusión
  9. Bibliografía
  10. Anexo documental. Compilación a cargo de Bernardita Brem