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Negación
Una vez vi en un documental qué le ocurriría a una ciudad de la que desapareciesen los humanos. Desde los revisores de los parquímetros a los técnicos de las centrales eléctricas. Lo primero, mucho antes de que una animación por ordenador recrease cómo la naturaleza volvía a tomar el asfalto, era que la ciudad se quedaba sin electricidad. ¿Quién sabe exactamente cuántos días tardará en hacerlo Lútaca? Es una pregunta importante, al menos para mí, que he decidido tirarme desde este cuarto piso una vez se corte la conexión a internet y, con ella, la única posibilidad de seguir comunicándome como un ser humano.
Dentro de las posibilidades, usar el teclado del ordenador mordiendo un lápiz no es del todo penoso. Quiero decir que al menos es posible, y eso es más de lo que puede decirse del resto de las cosas. Porque una cosa es escribir «transformación» en el buscador, teclear lo que haya que teclear, porque de alguna manera hay que contárselo al algoritmo informático, pero otra muy distinta es que alguien se crea que algo así pueda llegar a ocurrir. No es una cuestión de no querer asumirlo o de ser cerrado de mente, sino de que no puede asumirse algo que es llanamente imposible. Habitar en una especie de ficción dentro de la cual, mientras dure, no queda más remedio que hacer ciertas cosas. Con «mientras dure», me refiero a hasta que no me estrelle contra el suelo de la calle. «Mientras dure», bien podría ser yo mismo ahora, frente al ordenador, pensando si corregir la palabra «Humanidad» y encabezarla con hache minúscula.
Decidir que sí debe ir con minúscula implica a su vez nuevas acciones: mover el ratón hasta la hache, muy poco a poco, supliendo como puedo la falta de dedos con un nuevo apéndice; el lápiz que muerdo por su parte delantera. Luego, pulsar el botón izquierdo haciendo presión con la parte posterior, acabada en una goma.
Intento concentrarme. Acerco la cabeza al teclado y procuro sorber las babas para no causar un estropicio eléctrico. Pulso con el lápiz la tecla izquierda para situarme sobre la hache, pero me paso, así que he de pulsar unas cuantas veces la derecha. Cuando estoy al fin sobre la letra, oprimo la tecla de suprimir para eliminar la mayúscula. Luego llevo de nuevo la cabeza hasta la hache. Pulso enter:
—@sanserif09, llamarnos a nosotros mismos perros significaría renunciar a nuestra humandad.
¿Humandad? ¡Mierda! Ahora pensarán que ni siquiera sé escribir. La verdad es que no sé por qué me esfuerzo. Vista la falta de explicaciones, daría lo mismo seguir hablando en el foro de tipografía de la inmortalidad de ciertas fuentes egipcias como la Typewriter o de las variaciones más actuales de la Antiqua. Porque solo se trata de eso, del mero hecho de seguir comunicándonos, de decir «yo también estoy aquí» aunque sepas que ni Dios va a contarte algo congruente sobre lo que está pasando. De eso te das cuenta en el mismo instante de la catástrofe, antes incluso de que seas consciente de aquello que acaba de ocurrir y que, como acción física en toda su crudeza, todavía flota en el aire. Porque aún te pitan los oídos, aún te sigue deformando. Es la única verdad que vas a sacar de todo lo que supuestamente vas a aprender de la vida: estás solo y nadie va a venir a ayudarte. Así que arréglatelas.
Conozco a @sanserif09 por el foro de tipografía. Solía ser bastante razonable, por lo que me sorprende que se haya convertido en un incondicional del #convertidoenperro. Es una lástima que el foro de internet haya quedado obsoleto después del #cambio, ocurrido antes de ayer. Los periódicos online no han publicado nada desde ese día, lo que supongo que significa que esto, sea lo que sea, le ha ocurrido a todo el mundo.
Así que solo nos quedan las redes sociales: gilipolleces. Un mensaje de @sanserif09 a alguien que continúa en línea, y llego a través de ese a otro usuario. En poco tiempo, ya participo en un pequeño grupo formado por los que a pesar de esto seguimos comunicándonos. Para hablar de la cosa, nos referimos a ella con #cambio y #convertidoenperro, esas palabras encabezadas por almohadillas que se usan en la red social entre los que están hablando de lo mismo. Lo mismo, que, por supuesto, ahora es también lo único.
Los mensajes se repiten tanto que dejan de tener sentido. Cosas como «que ha ocurrido», así sin tilde ni interrogaciones ni nada. Cosas como «Dios mio, soy un perro», molestándose en poner a Dios, esta vez sí, con mayúscula. Por mi parte, si creyese en Él, todo sería más simple: es SU voluntad. Pero yo, que no acabo de creer en la mía, no puedo imaginarme creyendo en la voluntad de una tercera persona.
Aparecen además ciertas teorías pseudocientíficas: una espora, un experimento militar, un experimento militar con una espora, una maniobra de distracción política para la aprobación de alguna ley aberrante, causada por una espora. La gente tiene una imaginación limitada, las chorradas se repiten como el eco, ad infinitum.
En nuestro grupo, alguien que dice ser doctor pide ciertos datos como el peso antes y después de la transformación y pregunta si hemos notado algo extraño durante el proceso. No ha reparado en lo ridículo de nombrar ahora la palabra «extraño». Por no hablar de que pensar en causas exige aceptar lo inaceptable, esa conversión ficcional de la que hablan los del #convertidoenperro. Un absurdo al que, ya no me cabe duda, contribuyo con el hecho de seguir aquí vivo, y por tanto, preguntándome también qué ha ocurrido en realidad.
La primera vez que intenté solucionar ese asunto me surgió una duda. Algo así como si realmente tenía pleno derecho sobre mi cuerpo. O si un cuerpo puede pertenecer a más de una persona a la vez, aunque sea en un pequeño porcentaje, y por ello, antes de malbaratarlo, lo pertinente sería al menos hacer una consulta. No era una pregunta directa, sino la sensación previa de estarme haciendo esa pregunta. Porque no era todavía pensar: «¿hasta qué punto tengo derecho para decidir qué hacer con mi cuerpo?». Las palabras vienen después y siempre son rebatibles, porque tampoco está claro que este cuerpo sea «mi cuerpo». Es curioso. Estas frases parecen escritas en mi pensamiento, o mejor, leídas, como si solo pudiese sentirlas en todo su significado una vez las haya verbalizado en mi cerebro.
¿Pero cómo verbalizar lo que ocurrió hace dos días? Recuerdo que después de levantarme caminé hasta la puerta de la terraza. Estaba cerrada y miré el picaporte. El objeto en sí mismo como una broma pesada. Lo intenté con la pata, pero solo conseguí girarlo con la boca. Ahora que lo pienso, vuelvo a verme allí. El cuerpo peludo hirviendo al relente del amanecer. Un perro sentado en la acera de abajo de casa, al lado de su coche estrellado, como quien espera después de un accidente la llegada de la grúa. Otro más tomándose su tiempo en comprender que cuando pasa algo serio de verdad no va a venir nadie a echarte una mano.
El caso es que no salté en ese momento por la presencia de ese perro, por no hacerlo a su vista. Más que el miedo, fue la vergüenza a caer mal lo que me hizo desistir. Caer incluso de pie y quedarme allí tullido, como un imbécil, en un estado aún peor al que me encuentro ahora y sin una segunda oportunidad de matarme como es debido. Porque esto, además de absurdo, está claro que resulta bochornoso. Pero he pensado en ello y mentiría si dijese que no tengo una teoría. La mía es que soy algo así como el viudo de Baltasar Bellaterra, y que a la vez estoy muerto. Como superviviente de mí mismo, debería encargarme de ciertas gestiones como limpiar el baño donde, tras el #cambio, un líquido viscoso se ha secado formando costras en el azulejo. Como muerto, no obstante, estoy exento de hacer nada. Y moverme en ese dilema. Sobre todo ser @moho...